Su plan ahora era navegar hacia el oeste, pues a él le parecía probable que, de penetrar en este mar sin cartografiar, se encontraran con Cipango y Catay a una distancia corta en aquella dirección. Tampoco quería aventurarse hacia el norte a lo largo del litoral del continente, porque eso le conduciría al territorio de los belicosos peruanos y sus cinco navios no estarían a la altura de un imperio entero.
No obstante, una ruta inmediata en dirección al oeste demostró ser impracticable debido a los vientos en contra y las corrientes hacia el este. De modo que acabó dirigiéndose hacia el norte durante un tiempo, navegando próximo a la orilla y vigilando de cerca el territorio peruano. El sol brillaba severamente en el cielo sin nubes. No había lluvia. Cuando por fin pudieron desviarse hacia el oeste de nuevo, el mar se mostró por completo despejado de islas y vasto más allá de todo lo imaginable. Por la noche, aparecieron extrañas estrellas, sobresaliendo cinco en forma de cruz entre todas las demás. Los suministros de alimentos que quedaban menguaron rápidamente; las tentativas de pesca fueron vanas y los hombres llegaron a comer astillas de madera y puñados de serrín, y cazaron las ratas que infestaban las bodegas. El agua quedó racionada a un solo sorbo al día. El riesgo, ahora, ya no era un motín sino la inanición más absoluta.
Por fin llegaron a unas pequeñas islas, pobres, en las que no crecía otra cosa que arbustos raquíticos y retorcidos. Pero también estaban pobladas: quince o veinte individuos de gentes ingenuas y desnudas, pintados con rayas. «Nos dieron la bienvenida con una salva de piedras y flechas. Dos de nuestros hombres cayeron y no nos quedó otro remedio que acabar con todos ellos. Y después, en vista de que no había nada de comida en la isla excepto algunos tristes peces y cangrejos que esta gente había capturado aquella mañana y ninguna otra cosa de tamaño y sustancia considerables, asamos los cadáveres de los muertos y nos los comimos; de otra manera habríamos muerto de hambre.»
No sabría decir cuántas veces he leído y releído estas líneas esperando que me dijeran algo distinto de lo que me decían. Pero siempre repetían lo mismo.
Al cuarto mes de viaje a través del Pacífico, aparecieron otras islas, fértiles esta vez, y cuyos pobladores cultivaban algún tipo de dátiles con los que hacían pan, vino y aceite. También disponían de ñames, bananas, cocos y otros alimentos tropicales con los que ahora estamos familiarizados. Algunos de estos isleños se mostraron amistosos con los marineros, pero no la mayoría. El diario de Trajano se convierte aquí en un inventario de atrocidades. «Los matamos a todos; incendiamos sus aldeas como un ejemplo para sus vecinos, y cargamos nuestros navios con sus productos.» Las mismas frases se repetían sin cesar. No existe ni una expresión de disculpa o arrepentimiento. Era como si después de haber probado carne humana se hubieran transformado en monstruos ellos mismos.
Más allá de estas islas se extendía más vacío todavía. Trajano advertía ahora que el Pacífico era un océano cuyo tamaño estaba más allá de toda comprensión, en comparación con el cual incluso la mar Océana era un simple lago. Y después, tras otra sucesión descorazonadora de muchas semanas, llegó el descubrimiento del gran grupo de islas que nosotros llamamos las Augustinas: siete mil islas grandes y pequeñas que se extendían formando un vasto arco de casi dos mil kilómetros del Pacífico. «Se acercó a nosotros un cacique, una figura de porte majestuoso con marcas en el rostro y una camisa de algodón con flecos de seda. Llevaba una jabalina, una daga de bronce con incrustaciones de oro y un escudo que centelleaba también por el dorado metal. Asimismo llevaba pendientes, pulseras y brazaletes de oro.» Su pueblo le ofreció especias —canela, jengibre, clavo, nuez moscada y macis—, y también rubíes, diamantes, pepitas de oro, a cambio de las chucherías que los romanos habían llevado a tal efecto. «Mi propósito se había cumplido», escribió Trajano. «Habíamos descubierto un nuevo y fabuloso imperio en medio de la inmensidad de este mar.»
Y ellos procedieron a conquistarlo de la manera más brutal. Aunque al principio los romanos mantuvieron pacíficas relaciones con los indígenas de las Augustinas mostrándoles el funcionamiento de los relojes de arena y las brújulas, impresionándolos haciendo disparar los cañones de los buques, representando parodias de combates entre gladiadores en los que luchaban hombres con armaduras contra otros con tridentes y redes, las cosas rápidamente adoptaron un funesto cariz. Algunos de los hombres de Trajano que habían bebido demasiado vino de dátiles, se abalanzaron sobre las mujeres de la isla y las violaron con todo el ardor que suelen mostrar los hombres que no han tocado los pechos de una mujer durante casi un año. Las mujeres, cuenta Trajano, parecían mostrarse bastante dispuestas en un principio, pero la tripulación las trató con tal vergonzosa violencia y crueldad que se resistieron, y entonces estallaron las reyertas cuando llegaron los isleños para protegerlas (algunas de ellas apenas habían cumplido los diez años); al final se produjo una sangrienta masacre que culminó con el asesinato del cacique de la isla.
Esta parte de los diarios es de una lectura insufrible. Por un lado, está llena de detalles fascinantes sobre las costumbres de los isleños: cómo las mujeres ancianas sacrificaban a los cerdos y bailaban tocando una especie de corneta y embadurnaban la frente de los hombres con la sangre de la bestia sacrificada, y cómo los varones de todas las edades tenían perforados sus órganos sexuales de un lado a otro con un perno de oro o estaño tan grande como una pluma de oca, y así innumerables detalles que parecían proceder de otro mundo. Pero intercalado con todo esto aparece la carnicería de los isleños, su destrucción implacable bajo un pretexto u otro. En su viaje de isla en isla, los romanos siempre eran recibidos pacíficamente, pero las cosas degeneraban pronto en violaciones, asesinatos y saqueos.
Sin embargo, Trajano, no parece ver nada malo en ello. Página tras página, con el mismo tono sereno y uniforme, describe estos horrores como si fueran la consecuencia natural e inevitable de la colisión de culturas extrañas entre sí. Mientras leía, mis propias reacciones de asombro y consternación me hicieron comprender con sorprendente claridad qué diferente es nuestra era de la suya, y qué poco digno soy en verdad yo de llamarme hombre del Renacimiento. Trajano entendió los crímenes de sus hombres como necesidades desafortunadas en las peores circunstancias; yo los veo como monstruosos. Y he acabado concluyendo que un profundo y complejo aspecto de la decadencia de nuestra civilización es nuestro desprecio hacia esta clase de violencia.Y sin embargo, somos romanos. Detestamos el desorden y no hemos perdido el dominio de las artes de la guerra; pero cuando Trajano Draco habla con tanta indiferencia de responder con cañones a un ataque con flechas o del incendio de aldeas enteras en castigo por un nimio hurto en uno de sus navios o de cómo saciaban nuestros hombres su lujuria con niñas pequeñas porque no querían tomarse siquiera la molestia de buscar a sus hermanas mayores, no puedo evitar sentir que algo tenemos que decir en favor de nuestra decadencia.
Durante estos tres días y noches de continua lectura del diario no vi a nadie: ni a Espináculo ni a César ni a ninguna de las mujeres con las que aplaco el aburrimiento de mis años en Sicilia. Seguí y seguí leyendo hasta que mi cabeza daba vueltas.Y no podía parar, por horrorizado que me sintiera a menudo.