– ¿Qué edad crees que debe de tener?
Ahora Stephen sabía que su amigo estaba tramando algo.
– ¿Cómo diablos quieres que sepa cuántos años tiene? -preguntó sin poder disimular su irritación-. ¿Y por qué debería importarme?
– Te ha salvado la vida, Stephen. Debo decir que tu actitud no dista mucho de la grosería.
– Sólo porque tengo la clara impresión de que estás intentando hacer una montaña de nada…
– En absoluto -le interrumpió Justin con voz sosegada-. Me estaba limitando a afirmar lo obvio y a preguntarme qué edad debe de tener esa preciosidad. Estás a la que saltas. Bastante susceptible, de hecho. -Una sonrisa estiró las comisuras de sus labios-. Me preguntó por qué.
– No hace falta ser ninguna lumbrera. Me encuentro mal. Tengo un fuerte dolor de cabeza, me palpitan las costillas y el brazo me duele como un diablo. Estoy entumecido y dolorido y me ha costado sudor y lágrimas vestirme sin la ayuda de Sigfried. ¡Válgame Dios! Desde ahora valoraré como es debido la labor de un ayuda de cámara. A pesar de que estoy convencido de que quedarme aquí es lo mejor que puedo hacer, no puedo decir que me entusiasme la idea de esta estancia temporal obligatoria en una casa llena de adolescentes ruidosos.
– Bueno, es mejor que te vayas acostumbrando al ruido, mi querido amigo. O, si no, enséñales a no hacer ruido. Eres tutor, ¿no?
Stephen fulminó a Justin con la mirada. -Muy gracioso. -Volveré dentro de una semana y te pondré al corriente de lo que pasa en Londres. Si ocurre algo importante antes, adelantaré mi visita o te enviaré a un mensajero.
– Gracias, Justin -dijo Stephen con voz pausada-. Valoro mucho lo que vas a hacer por mí mientras yo estoy aquí sentado rascándome la barriga.
Justin levantó una ceja y ladeó la cabeza mientras dirigía una mirada llena de significado a la casa.
– ¿Es eso lo que piensas hacer? ¿Rascarte la barriga? No sé por qué, pero lo dudo bastante.
– Ya veo que sigues en tus trece -dijo Stephen en tono gélido.
– Sí. Me cae bastante bien esa mujer, Stephen. Supongo que eres consciente de que vas a pasar varias semanas aquí. Sería una verdadera lástima que le robaras el corazón a la señorita Albright y luego le dieras la patada. Aunque te he estado pinchando, creo que sería mejor que la dejaras en paz.
Stephen dirigió una mirada asesina a su amigo.
– ¿Acaso te has vuelto completamente loco? No tengo ninguna intención de seducirla. Aunque le estoy muy agradecido, no es para nada mi tipo. Es demasiado alta, tiene la lengua demasiado larga y es demasiado directa y demasiado poco convencional.
– Por lo que yo he visto, es afectuosa, sencilla, natural, simpática y acogedora. Tu tipo debe de ser una mujer fría, calculadora y moralmente corrupta. -Justin miró a Stephen con seriedad-. Tal vez no me debería preocupar de que le robes el corazón a la señorita Albright. Es mucho más probable que ella te lo robe a ti.
– ¿Y qué más? -murmuró Stephen entre dientes.
– ¿Acaso crees que nadie puede robarte el corazón? Eso es lo que creía yo hasta que conocí a tu hermana. -Justin movió enérgicamente la cabeza de un lado a otro en señal de desconcierto-. Conocer a Victoria fue algo parecido a ser arrollado por una manada de elefantes. -Alargó el brazo y le dio una palmadita a Stephen en el hombro sano-. Hasta la próxima semana, amigo. Buena suerte.
Justin apretó las rodillas contra los flancos de su caballo. Stephen vio cómo su amigo desaparecía camino abajo. Mientas se dirigía a paso lento hacia la casa, recordó las palabras de Hayley. «No es malhumorado, arrogante ni cínico. Simplemente, se siente solo.»
Un sonido de incredulidad salió de su garganta. La señorita Albright tal vez fuera inteligente, pero iba muy desencaminada en el análisis que había hecho sobre él. En todo momento tenía alrededor más gente de la que era capaz de contar. Ayudas de cámara, mayordomos, lacayos y un amplio abanico de miembros del servicio doméstico lo seguían a todas partes.
En sus salidas vespertinas por la ciudad siempre estaba rodeado por montones de gente, independientemente de la función o velada a que asistiera, y los caballeros revoloteaban en torno a él cuando visitaba el club White. A veces hasta le agobiaban los pegajosos brazos de su última conquista. Parecía que siempre había alguien que quería algo de él.
Hasta entonces.
Se detuvo, desconcertado por la idea. Miró alrededor y aspiró la sutil fragancia de las flores. Verdes prados y altos árboles dominaban el paisaje hasta donde le alcanzaba la vista.
Estaba solo. Nadie saludándole humildemente, doblegándose servilmente ante él, deseoso de ganarse el favor del marqués de Glenfield. Los Albright no tenían ni idea de quién era. A sus ojos, no era más que el señor Barrettson, de profesión tutor. Le habían abierto las puertas de su casa con una generosidad a la que no estaba acostumbrado. No tenía ni idea de que pudiera existir aquella amabilidad. Aunque valoraba los lujos que se podía permitir con su fortuna, sospechaba que podría encontrarle el gusto a la libertad temporal y la falta de responsabilidades de que podría disfrutar durante aquella estancia forzada en el campo.
De golpe, le vinieron a la cabeza las palabras de Justin. «Es más fácil que ella te robe a ti el corazón.» Stephen se rió a carcajadas, disfrutando de la libertad de poder hacerlo. «Vaya idea tan absolutamente ridícula.»
Él sabía demasiado bien que las mujeres sólo eran oportunistas, falsas y desleales. Su madre era un típico ejemplo de esa clase de mujeres, criaturas estúpidas y frívolas que tenían aventuras ilícitas y coleccionaban las joyas que les regalaban sus amantes. No, desde luego que no. Ninguna mujer iba a robarle el corazón.
Por muy encantadora, amable e inteligente que fuera.
Y por mucho que sus carnosos y sensuales labios le pidieran a gritos que los besara.
Ninguna.
Capítulo 7
– Su amigo, el señor Mallory, es una persona muy agradable -comentó Hayley cuando Stephen volvió al patio. Él se percató de que Hayley tenía un libro abierto y una taza de té sobre la mesa delante de ella-. ¿Hace mucho que son amigos?
Stephen se sentó cautelosamente en la silla que había enfrente de Hayley y estiró las piernas.
– Hace más de una década que somos amigos.
Sin preguntárselo, Hayley sirvió una taza de té a Stephen, y él asintió en señal de agradecimiento. En el fondo, lo que de verdad le apetecía era una copa de oporto, o tal vez de brandy, pero dudaba que la señorita Hayley tuviera esa clase de bebidas en casa. No había bebido tanto té en toda su vida. Echó un vistazo al libro que había en la mesa.
– ¿Qué está leyendo?
– Orgullo y prejuicio. ¿Lo ha leído?
– Me temo que no.
– ¿Le gusta la lectura?
– Mucho -contestó Stephen-, aunque leer por placer es algo para lo que no me suele sobrar mucho tiempo.
– Ya sé a qué se refiere. Yo no suelo tener muchos ratos libres para sentarme tranquilamente a leer.
De repente, Stephen cayó en la cuenta de que los dos estaban a solas y que era una bendición el silencio que reinaba.
– ¿Dónde se ha metido todo el mundo?
– Tía Olivia, Winston y Grimsley han llevado a los niños de excursión. Están en el pueblo, haciendo compras.
– ¿Y usted no ha querido ir con ellos?
– No. Prefiero leer a ir de tiendas.
– Y yo la he interrumpido -dijo Stephen mirándola por encima del borde de la taza de té.
– En absoluto -le aseguró ella con una sonrisa-. Es un placer hablar con otro adulto, créame. Sobre todo con una persona culta como usted. Tenemos una biblioteca bastante completa, señor Barrettson. Tal vez le gustaría verla.
– Por supuesto -dijo Stephen, asintiendo.
Hayley lo guió hacia el interior de la casa por una serie de pasillos.