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– Ésta es mi habitación favorita -dijo ella, empujando una doble puerta de roble.

Stephen no estaba seguro de lo que esperaba ver, pero, desde luego, no una habitación tan enorme y luminosa como aquélla. La pared que tenían enfrente estaba compuesta por unos largos ventanales que iban desde el suelo hasta el techo. Las recias cortinas de terciopelo verde oscuro estaban abiertas, y la luz del sol bañaba la estancia. Las tres paredes restantes estaban ocupadas de arriba abajo por estanterías. Volúmenes con cubiertas de piel llenaban ordenadamente todos y cada uno de los estantes, y había varios sofás de brocado que parecían muy cómodos y varias butacas desgastadas en torno al hogar.

Avanzando a paso lento por la habitación, Stephen leyó con atención algunos títulos. Se dio cuenta de que había libros sobre todas las materias, desde la arquitectura hasta la zoología.

– Realmente se trata de una biblioteca muy completa, señorita Albright -dijo Stephen, incapaz de ocultar su sorpresa-. De hecho, esta colección casi hace sombra a la mía.

– ¿Ah, sí? ¿Y dónde guarda semejante cantidad de libros?

– Sobre todo en la finca que tengo en el campo… -Stephen se calló de golpe y ahogó una blasfemia ante su metedura de pata. Forzando una tímida sonrisa, añadió-: Me refiero a la finca del caballero para quien trabajo. No puedo evitar pensar en ese lugar como en mi propia casa. Dígame, y usted… ¿cómo ha conseguido reunir una colección tan formidable?

– Muchos de estos libros pertenecían a mi abuelo, quien los había heredado de su padre, y él, a su vez, se los dejó a mi padre. Éste amplió considerablemente la colección con lo que recogía en sus viajes.

Stephen deslizó lentamente los dedos sobre un volumen de poesía elegantemente encuadernado con cubiertas de piel y comentó:

– Entiendo perfectamente por qué es ésta su habitación favorita.

– Por favor -dijo ella-, utilice la biblioteca con toda libertad durante su estancia aquí, señor Barrettson. Uno de los mayores placeres de tener libros es compartirlos con otras personas que los aman tanto como uno.

– Es usted muy generosa, señorita Albright y, por descontado, acepto su invitación. -Stephen siguió repasando los libros con la mirada durante unos minutos. Cuando se dio la vuelta para mirar de nuevo a Hayley, se percató de que ella lo estaba estudiando atentamente-. ¿Ocurre algo? -quiso saber.

– No -respondió Hayley, ruborizándose-. Sólo me preguntaba si querría usted afeitarse.

Stephen la miró fijamente, desconcertado ante aquella respuesta.

– ¿Qué ha dicho?

– Cuando le encontramos, estaba recién afeitado. Si quiere, puede utilizar la navaja de afeitar de mi padre.

Stephen se llevó una mano a la cara. La recia barba le resultaba extraña al tacto e incómoda. De hecho, los malditos pelos le picaban de una manera horrorosa. Un buen afeitado le iría de maravilla, pero no podía admitir que nunca se había afeitado él solo y no tenía ni idea de cómo hacerlo sin dejarse la cara llena de cicatrices de por vida. Los tutores, de hecho, no tenían ayudas de cámara que les afeitaran.

– Me gustaría afeitarme, en efecto -dijo con cautela-, pero me temo que la herida del hombro dificultaría un poco mis movimientos. Es obvio que ésta es una perfecta oportunidad para estrenarme en eso de llevar barba. -Volvió a dirigir la atención a los libros, convencido de que la cuestión había quedado zanjada.

– Tonterías. Si no es capaz de hacerlo usted mismo, a mí me encantará afeitarle.

– ¿Qué ha dicho?

– Me estoy ofreciendo a afeitarle, si lo desea. Solía afeitar a mi padre cuando estaba enfermo, y nunca le hice ninguna escabechina. Tengo bastante experiencia en el tema, se lo aseguro.

Stephen la miró, consciente de que en su rostro debía de estar escrita la sorpresa. «¿Afeitarme? ¿A mí? ¿Una mujer? ¡Dónde se ha visto nada igual!» Nadie, aparte de su ayuda de cámara, había utilizado nunca una navaja de afeitar en su rostro. Aquello era impensable. De repente, se rebeló su origen aristocrático. Un marqués nunca debería permitirlo. «Pero ahora soy tutor, y es mejor que me comporte en consonancia», se dijo para sus adentros.

Cuanto más pensaba en la idea de quitarse aquellos pelos que tanto le picaban, más le agradaba.

– ¿Está segura de que sabe…?

– Por supuesto. Venga conmigo y volverá a tener el cutis suave como la seda en un abrir y cerrar de ojos.

Hayley salió de la biblioteca y Stephen la siguió, no del todo convencido, pero intrigado por saber adónde se dirigía.

– Todos estos días ha estado en la habitación de mi padre -dijo ella mirando hacia atrás-. Sus útiles de afeitar están en el armario. Voy por un poco de agua y vuelvo enseguida.

Sin estar seguro de cómo había ocurrido exactamente, Stephen se encontró de repente sentado en una sólida butaca, con una sábana de lino en torno al cuello y sobre el pecho y Hayley de pie junto a él, moviendo con garbo una brocha de afeitar dentro de una jofaina de porcelana para obtener una espuma densa. Cuando la vio coger una afilada navaja de afeitar y restregar el filo contra un suavizador de cuero, no las tuvo todas consigo.

– ¿Está segura de que sabe hacerlo? -le preguntó, siguiendo con la vista la navaja con bastante más que un poco de aprensión.

Ella sonrió.

– Sí. Le prometo que no le haré daño.

– Pero…

– Señor Barrettson, me he complicado bastante la vida para salvarle la suya. No pienso rebanarle el cuello y echar a perder todo ese trabajo. Ahora, limítese a cerrar los ojos y relájese.

A regañadientes, Stephen hizo lo que le mandaban, decidiendo que probablemente sería mejor no mirar.

– ¿Qué diablos es eso? -gritó Stephen de repente, incorporándose.

– No es más que un paño empapado en agua caliente para dilatarle los poros -respondió ella, mofándose de la evidente inquietud de Stephen-. Ahora sólo le pido que se esté quieto, o me temo que podría cortarle el cuello. No sería más que un accidente, pero con consecuencias tan fatales como dolorosas.

Tragándose sus dudas, Stephen se retrepó en la butaca y dejó que Hayley le aplicara la toalla mojada en la cara. Repitió varias veces la operación y Stephen tuvo que reconocer, aunque a regañadientes, que lo que le estaba haciendo Hayley era agradable. Muy agradable, en verdad.

Stephen mantuvo los ojos cerrados mientras Hayley le extendía una gruesa capa de espuma sobre las mejillas, la mandíbula y el cuello, disfrutando de la caricia de la brocha en su piel y del agradable perfume del jabón.

– Estoy lista, señor Barrettson. ¿Promete permanecer completamente quieto?

– ¿Promete usted no rebanarme el cuello o cortarme una oreja, señorita Albright? -contraatacó él. Abrió los ojos y se sumergió en las profundidades de las luminosas aguamarinas de Hayley.

– Se lo prometo, si usted me lo promete -contestó ella con una sonrisa.

Stephen volvió a cerrar los ojos, sintiéndose extrañamente sosegado ante las dulces palabras de Hayley y la ternura que había visto reflejada en sus ojos.

Se lo prometo.

– Excelente.

Colocándole dos dedos en el mentón, Hayley ejerció una suave presión. Stephen colaboró estirando el cuello y girando levemente la cabeza hacia un lado.

Ella obró en silencio, un silencio sólo roto por las instrucciones que iba dando a Stephen con delicadeza para que fuera moviendo la cabeza y el suave sonido que hacía la navaja al restregarla contra el paño después de cada pasada.

Stephen fue relajándose. Tras las primeras pasadas, no tenía ninguna duda de que la señorita Hayley Albright sabía muy bien cómo afeitar a un hombre, un hecho que Stephen encontraba extrañamente perturbador. Hasta aquel preciso momento, nunca se había percatado de lo personal e íntimo que era el acto de afeitar a alguien. Cada vez que Hayley se inclinaba sobre Stephen, él olía la suave fragancia a flores que ella desprendía. Su ayuda de cámara, Sigfried, desde luego, no olía a flores. La dulzura de su voz, la suavidad de sus manos, la precisión de sus movimientos, lo dejaron completamente relajado y casi traspuesto.