Hasta que abrió los ojos.
El rostro de Hayley se encontraba sólo a unos centímetros del suyo, con el entrecejo fruncido en señal de concentración mientras le rasuraba el labio superior. Ella, por su parte, se mordía el labio inferior, otro signo evidente de la atención que estaba poniendo en la tarea. Su cálido aliento acariciaba el rostro de Stephen, y el olor a canela lo inundaba todo.
Hayley se inclinó hacia delante para alcanzar una toalla limpia y sus senos se apretaron contra la parte superior del brazo de Stephen, lo que provocó que las partes íntimas de éste despertaran de inmediato.
Stephen hizo un esfuerzo por mantener los ojos cerrados, pero le fue imposible. Estaba completamente anonadado ante la visión de Hayley, su olor, su tacto.
Cuando ella hubo acabado de limpiarle toda la espuma de la cara, sus miradas se cruzaron. Ella lo miró largamente con tal fijeza que él tuvo la sensación de que, de repente, la piel se le había encogido.
Stephen carraspeó y luego le preguntó:
– ¿Ha acabado?
Ella asintió y él no pudo evitar que su mirada se deslizara hasta la boca de Hayley. Realmente tenía la boca más apetitosa que había visto nunca. Aquellos labios carnosos y prominentes parecían hacerle señas, pidiéndole a gritos que los besara, y se imaginó a sí mismo inclinándose hacia delante, cubriendo aquella boca y acariciando la lengua de Hayley con la suya. Sus pensamientos se interrumpieron súbitamente cuando notó que Hayley le tocaba la mejilla, ahora suave, con la palma de la mano.
– Le encuentro extremadamente atractivo -le susurró ella. Sus dedos se deslizaron delicadamente por el rostro de Stephen, como los de un ciego intentando memorizar cada rasgo.
Stephen la observó, extasiado. Muchas mujeres habían alabado su aspecto físico en el pasado, pero él siempre había desestimado sus piropos, consciente de que no eran más que una forma de intentar atraparlo. O de obtener algo a cambio. Toda caricia que había recibido de una mujer había sido siempre premeditada y calculada.
Hasta entonces.
Sabía a ciencia cierta que Hayley no estaba flirteando con él. Su mirada casi transmitía reverencia, algo que a él le confundía. La forma en que lo tocaba era tierna, espontánea e inexperta. Él ya se había percatado de lo dada que era a prodigar caricias. El modo cariñoso con que despeinaba a sus hermanos dándoles un golpecito en la cabeza incluso cuando les regañaba. La delicadeza con que le apartaba a Callie los rizos de la frente. Él sabía cómo reaccionar ante una caricia de índole sexual, pero encontraba aquella forma tan inocente de tocarlo absolutamente inquietante. Ella no podía imaginar lo que le estaba haciendo.
¿O tal vez sí?
Stephen entornó los ojos. Tal vez la señorita Hayley Albright no fuera tan inocente como parecía. ¿Acaso existía una sola mujer en el mundo que no tuviese doblez? La experiencia le decía que aquello era, por lo menos, dudoso.
Él rompió el encanto enderezándose en la butaca y pasándose las manos por el rostro.
– ¿Le parezco atractivo?
– Ya lo creo, señor Barrettson. Creo que es el hombre más apuesto que he visto en mi vida. -Se ruborizó mientras una sonrisa arqueaba las comisuras de sus labios-. Pero seguro que ya se lo han dicho muchas personas.
Los ojos de Stephen se clavaron en los de ella, en busca de los consabidos signos del engaño femenino. No encontró ninguno.
– Algunas, supongo, pero nunca las creí.
– Yo siempre intento decir la verdad.
– Entonces, usted es la primera persona que conozco que lo intenta.
– Me sabe muy mal por usted, señor Barrettson. Mis padres nos enseñaron que la sinceridad es sumamente importante… tal vez la cualidad más importante que puede poseer una persona.
– ¿Ah, sí? Pues mis padres, mi padre en concreto, me enseñaron que no debo confiar en nadie. -Su voz traslucía un deje de amargura-. No recuerdo haber oído nunca la palabra sinceridad en su boca o en boca de mi madre.
La mirada de Hayley, visiblemente conmovida, se enterneció. Se apoyó en el borde de la butaca y acarició la mano de Stephen.
– No sabe cuánto lo siento. Pero es evidente que usted sí confía en la gente. Las malas enseñanzas de sus padres no consiguieron ensombrecer su bondad natural.
Stephen intentó ocultar la expresión sarcástica de su rostro.
– Y dígame, ¿cómo diablos ha llegado a esa conclusión?
– Usted confía en su amigo Justin. Y confía en mí.
– ¿Ah, sí?
– Por supuesto. -Un brillo malicioso iluminó los ojos de Hayley-. Si no hubiera confiado en mí, ¿habría permitido que le pusiera una navaja en la garganta?
«¿Cómo ha conseguido convertir una conversación seria en una charla desenfadada?», se preguntó Stephen.
– Eso no ha sido por confianza, sino por desesperación. Esa dichosa barba me picaba como un diablo. -Stephen intentó fruncir el entrecejo mientras hablaba, pero le costó enormemente mantener una expresión seria.
Ella puso los brazos en jarras y levantó las cejas.
– ¿O sea que está diciendo que no confía en mí?
Stephen pensó en picarla, pero, de repente, se dio cuenta de que, a pesar del tono chistoso que había empleado Hayley, había cierto deje de seriedad en su voz. ¿Que si confiaba en ella? Por supuesto que no. Él no confiaba en nadie. Bueno, salvo tal vez en Justin. Y en Victoria. Pero… ¿en Hayley? ¿Por qué iba a confiar en ella? ¡Apenas la conocía!
Abrió la boca, pero la volvió a cerrar inmediatamente. Hayley le había salvado la vida. No tenía ni idea de quién era él -creía que era un mero tutor sin pena ni gloria-. No tenía ninguna otra razón para ayudarle que la bondad de su corazón. Era obvio que no pretendía obtener nada a cambio. ¿Cuál era la palabra que definía a una persona así? Stephen rebuscó en su cerebro y al fin dio con la palabra que buscaba y que estaba tan poco acostumbrado a utilizar.
Generosa.
Hayley era generosa. Y leal. Una persona digna de confianza.
Por primera vez en su vida, alguien distinto de Justin o Victoria -y además del sexo femenino- le estaba tratando con sinceridad, ternura y amabilidad, y sin esperar nada a cambio. Era algo que nunca le había ocurrido a Stephen Alexander Barrett, octavo marqués de Glenfield. Pero le estaba ocurriendo a Stephen Barrettson, tutor. Aquella súbita revelación sacudió a Stephen como si acabara de caerle un rayo encima, dejándole sin habla. Era extraordinario que un plebeyo pudiera tener algo que no tenía un marqués.
– Por favor, discúlpeme, señor Barrettson. -El suave susurro de la voz de Hayley sacó a Stephen de su ensimismamiento-. Sólo estaba bromeando, pero es evidente que le he hecho sentir incómodo con mi pregunta. -Le miró con ojos serios y redondos y añadió-: Lo siento.
– Al contrario, señorita Albright. Soy yo quien debe disculparse. Usted sólo me ha mostrado una suprema bondad. Es obvio que usted es una persona digna de mi confianza.
Stephen no pudo evitar percatarse del placer con que recibió aquellas palabras Hayley, que volvió a ruborizarse.
– Bueno, ahora que hemos acabado con su barba -dijo con una risita nerviosa-, debo dejarle. Tengo unas cuantas tareas que completar antes de que vuelvan los niños.
– Por supuesto. Gracias otra vez por afeitarme. Me siento casi humano. -Se pasó las palmas por las mejillas, ahora suaves-. Y parece ser que no estoy sangrando, y mis orejas siguen en su sitio.
Ella esbozó una breve sonrisa.
– Lo prometido es deuda. -Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
– ¿Señorita Albright?
Hayley se detuvo en el umbral y se volvió.
– ¿Sí?
Stephen no estaba seguro de por qué la había llamado.
– Eh, bueno… La veré a la hora de cenar -dijo, sintiéndose ridículo.
Una sonrisa iluminó el rostro de Hayley y se le formaron dos encantadores hoyuelos en las mejillas.