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Por sorprendido que estuviera, Stephen decidió no darle ese gusto, pero, por lo menos, ya sabía por qué a Hayley se le habían puesto las mejillas de un rojo carmesí. En tono suave, comentó:

– Ya entiendo. Creía que a la mayoría de las mujeres no les gustaban los relatos de aventuras.

– Me… me temo que yo no soy como la mayoría de las mujeres.

– Parece lamentarlo.

Ella se encogió de hombros.

– No realmente, aunque he de admitir que a veces me gustaría poder ser como las otras jóvenes del pueblo, libre de responsabilidades y con más vida social.

Stephen la estudió por encima del borde de la copa, evaluándola a ella y evaluando también sus palabras. Se hacía cargo ella sola de una prole de niños y de una casa caótica, salvaba la vida a desconocidos y era sumamente inteligente.

Sin mencionar lo ocurrente, sincera, afectuosa y cordial que era, y que podía afeitar a un hombre sin hacerle un solo rasguño. Y el hecho de que supiera montar a caballo a horcajadas y que leyera revistas de hombres fascinaba a Stephen tanto como le horrorizaba.

– No, usted no es como la mayoría de las mujeres -dijo él con dulzura. «Y, créame, eso es un gran cumplido.»

La cena de aquella noche fue algo completamente diferente de lo que Stephen había experimentado hasta entonces. El día anterior había comido con la familia y le había sorprendido que los niños ocuparan la misma mesa que los adultos, pero pensó que aquella violación de las normas sociales básicas debía de ser propia sólo de la comida informal del mediodía.

Puesto que el día anterior Hayley le había llevado la cena al dormitorio en una bandeja, aquélla era su primera cena con los Albright. Para su sorpresa, Andrew, Nathan y Callie compartieron mesa con los adultos. Pero se quedó todavía más de piedra cuando comprobó que Winston y Grimsley también comían con la familia. Hayley presidía la mesa mientras tía Olivia se sentaba en el otro extremo de la larga mesa. La charla era animada y constante, algo a lo que Stephen no estaba habituado.

De niño, nunca le dejaban comer con sus padres. El duque y la duquesa comían en el comedor formal mientras Stephen, Victoria y Gregory lo hacían con la institutriz, una mujer dura y taciturna que no favorecía precisamente la conversación durante las comidas.

Por lo tanto, Stephen estaba acostumbrado a comer en silencio. El bullicio de la mesa de los Albright le sorprendía y desconcertaba.

Cuando todo el mundo tuvo el plato lleno, Hayley dio un golpecito en su copa con el tenedor para atraer la atención del grupo.

– ¡Silencio en la mesa! -exclamó. Cuando todo el mundo se hubo callado, se levantó y dijo-: Tengo una cosa que anunciaros antes de empezar a comer. Quiero que todo el mundo sepa que vamos a tener el placer de tener al señor Barrettson como invitado durante las próximas semanas hasta que tenga las costillas lo bastante curadas como para regresar a Londres a caballo sin que le duelan y sin lesionarse todavía más…

– ¿Significa eso que podrá venir a una de mis meriendas? -la interrumpió Callie con una mirada esperanzada iluminando su dulce rostro.

– ¿Y que podremos seguir almohazando a Pericles? -preguntó Nathan-. Es el caballo más bonito que he visto nunca.

– ¿Y tal vez hasta lo podamos montar? -intervino Andrew emocionado.

– Eso sólo depende del señor Barrettson -dijo Hayley en tono de reprobación. Cogió la copa llena de sidra y la levantó, mirando a Stephen, que ocupaba el lugar de honor, a la derecha de Hayley-. Estamos encantados de compartir nuestra mesa con usted, señor Barrettson. Propongo un brindis por su completa y rápida recuperación. -Y luego inclinó la copa hacia él.

Stephen cogió su copa y rozó su borde con la copa de Hayley. Sus miradas se cruzaron y él no pudo evitar ver la ternura y la aceptación en los ojos de ella. Luego repasó la mesa con la mirada, deteniéndose en cada uno de los presentes.

– Gracias, muchas gracias -dijo él, sorprendido por el nudo que se le acababa de hacer en la garganta.

Todos alzaron sus copas y brindaron a su salud.

– ¿A quién le toca hoy dar gracias por los alimentos, Hayley? -preguntó Pamela cuando todo el mundo se hubo aposentado de nuevo en sus sillas.

– Creo que le toca a Callie -contestó Hayley sonriendo a su hermana pequeña, que estaba sentada al otro lado de Stephen.

La niña tendió la mano a Stephen. Él miró fijamente la diminuta palma sin entender absolutamente nada.

– Nos damos la mano durante la oración de la cena -dijo Callie solemnemente.

Stephen se puso tenso. «¡Maldita sea! ¡Esta gente se toca constantemente!» La niña percibió sus dudas porque se inclinó hacia él y le susurró al oído:

– No tenga miedo, señor Barrettson, no le haré daño. Yo no aprieto tan fuerte como Winston.

Con cierta reticencia, Stephen le cogió la mano y le sorprendió lo pequeña que se veía dentro de su inmensa mano. Justo en ese momento notó que alguien le tocaba suavemente la otra mano. Se giró y vio a Hayley sonriéndole mientras le tendía la mano.

Él levantó la mano del regazo y la puso sobre la mesa con la palma hacia arriba. Sin dudar un momento, Hayley deslizó su mano dentro de la de Stephen, apretándole los dedos con suavidad y firmeza al mismo tiempo.

– Gracias, señor, por obsequiarnos con esta comida y con otro día más -dijo Callie con voz dulce y aguda, bajando la frente en postura de oración-. Por favor, bendice a Hayley, Pamela, Andrew, Nathan, tía Olivia, Grimsley, Winston y Pierre. Por favor, cuida de mamá y papá, que están en el cielo, y diles que les queremos. -Levantó la cabeza y dirigió una breve mirada a Stephen-. Y, por favor, bendice también al señor Barrettson, porque ahora forma parte de nuestra familia. Amén.

Todo el mundo repitió «amén», se soltó de las manos y empezó a comer. Stephen todavía notaba la cálida huella que le había dejado en la palma la manita de Callie y el hormigueo que le había dejado en la otra mano el contacto con la mano de Hayley. Por algún motivo, se le tensó la garganta y se llevó la copa a los labios en un intento de ocultar su confusión.

– Ha sido una oración preciosa, Callie -dijo Hayley con una sonrisa.

– Gracias -contestó la pequeña. Luego inclinó la cabeza hacia arriba para mirar a Stephen, sus ojos cristalinos eran una réplica exacta de los de Hayley, y examinó atentamente su rostro-. ¿Qué le ha pasado a su pelo? -le preguntó al final.

Stephen reprimió una sonrisa.

– Me lo he afeitado.

– ¿Por qué?

– Porque me picaba.

Callie asintió con la cabeza y luego dijo:

– Mi papá también tenía pelo en la cara. No sé si le picaba o no, pero a mí sí que me picaba cada vez que me besaba.

Stephen no sabía muy bien qué contestar. «¿Cómo se supone que se debe hablar a una niña, especialmente a una niña que está hablando sobre su padre muerto?» Le embargó una profunda compasión por aquella pequeña que había perdido a sus padres y que nunca podría volver a recibir un beso de su padre.

Callie se llevó el tenedor lleno de guisantes a la boca y luego se inclinó hacia Stephen.

– Hayley me da muchos besos, pero no pica nada -le confesó en voz baja-. ¿Es porque ella también se afeita?

Antes de que Stephen pudiera pensar siquiera en la respuesta, intervino Hayley:

– Contadme lo que habéis hecho esta tarde en el pueblo -preguntó a la mesa.

Todo el mudo empezó a hablar al mismo tiempo; Stephen no podía seguir aquella atropellada y caótica conversación que llenaba el comedor. «¿Es así como come la gente corriente? ¿Hablando desordenadamente y a voz en grito?»

Andrew, a pesar de las numerosas interrupciones de Nathan, explicó qué había comprado en una librería. Pamela contó su visita al sastre, y Callie explicó emocionada la golosina que se había comprado y comido de camino a casa.

– ¿Y usted, tía Olivia? -preguntó Hayley levantando un poco la voz. Como la mujer siguió comiendo sin dar muestras de haber oído a Hayley, Grimsley le dio un codazo y ella levantó súbitamente la cabeza en señal de sorpresa.