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– Me he despertado hace un rato y no conseguía volverme a dormir. He pensado que un paseo por el jardín me ayudaría a relajarme.

– Al parecer, los dos hemos tenido la misma idea -dijo Hayley con una sonrisa-. ¿Le apetece que paseemos juntos?

Stephen dudó. Tenía literalmente delante de él el motivo que le había impedido volver a conciliar el sueño. Hacía una hora se había despertado de un sueño placentero y sumamente sensual protagonizado por la señorita Hayley Albright. Había tenido que hacer un esfuerzo hercúleo para mitigar su palpitante excitación. Probablemente un paseo a solas con ella a la luz de la luna no era lo más sensato. Abrió la boca para rehusar la invitación, pero las palabras se le ahogaron en la garganta cuando se dio cuenta de cómo iba vestida.

Hayley vestía con una camisa blanca de lino y pantalones de montar oscuros.

«¿Pantalones de montar? ¿A qué tipo de mujer se le puede ocurrir ponerse unos pantalones de montar y encima ajustados?» La mirada de Stephen recorrió a Hayley en toda su estatura, fijándose en cada una de sus curvas y oquedades, acentuadas por aquellos pantalones que se le pegaban a la piel. En toda su experiencia no podía recordar una visión más escandalosamente erótica que la de Hayley embutida en aquellos pantalones de montar. Le iban tan justos que venía a ser como si estuviera desnuda.

«¡Dios! ¿Por qué no seguirá esta mujer los simples dictados de la moda?», se preguntó Stephen. De hecho, era como si toda la casa funcionara sin atender a ningún tipo de norma, algo inconcebible para Stephen, un hombre cuya existencia estaba enteramente regida por las normas sociales. Aquello le desconcertaba y le confundía, y detestaba sentirse así.

En los labios de Hayley se dibujó una sonrisita maliciosa.

– No me había dado cuenta de que «le apetece que paseemos juntos» fuera una proposición tan seria y atrevida.

Stephen arrugó la frente. La muy condenada le estaba pinchando otra vez, de aquella forma tan desenfadada y tan fresca que hacía que se le acelerara el corazón. Como si su corazón no estuviera lo bastante desbocado por culpa de aquellos malditos pantalones de montar.

La expresión de Stephen debió de reflejar sus pensamientos porque Hayley siguió su mirada y se miró las piernas. Y dio un gritito sofocado.

– ¡Dios mío! ¡Los pantalones de montar! Me había olvidado de que los llevaba puestos. -Cruzó los brazos sobre su esbelta cintura y retrocedió dos pasos, con expresión de azoramiento-. ¡Dios mío! Por favor, disculpe mi atuendo. A veces voy así vestida cuando salgo a pasear por la noche para no tropezarme con la falda. Nunca pensé que podría cruzarme con alguien a estas horas. Lo siento mucho. Espero no haberle ofendido.

Stephen no podía apartar los ojos de ella. «Maldita sea. Ojalá estuviera sólo ofendido», pensó para sus adentros. Pero estaba excitado. Y fascinado.

– No, no estoy ofendido. Sólo sorprendido.

– Me lo puedo imaginar. Por favor, discúlpeme. -Retrocedió un paso más-. Si me disculpa un momento…

– ¿Ya no le apetece pasear?

La pregunta de Stephen la sorprendió visiblemente.

– ¿Y a usted? ¿Le apetece?

Él se encogió de hombros aparentando una indiferencia que estaba lejos de sentir.

– No veo qué puede haber de malo en dar un paseo juntos. -Después de todo, era perfectamente capaz de controlarse durante un breve paseo. Sin lugar a dudas. Con toda probabilidad.

Le ofreció el codo e ignoró las campanitas de alarma que tintineaban en su cabeza. Tras dudar momentáneamente, ella lo tomó del brazo y lo guió lentamente a lo largo de un estrecho sendero.

– ¿Qué tal se encuentra? -preguntó Hayley mirando hacia arriba.

«Inquieto. Frustrado. Condenadamente excitado.»

– Bien.

– ¿Ha desaparecido el dolor?

Stephen miró al cielo. Aquel dolor palpitante seguía allí, atormentándole, gracias a ella. Pero no era del tipo que ella se imaginaba.

– Sí, ya ha desaparecido.

Pasearon en silencio durante varios minutos hasta que ella se detuvo junto a un lecho de flores. Soltándose del codo de Stephen, se agachó y tocó una delicada flor.

Mientras seguía agachada, miró a Stephen desde abajo y le preguntó:

– ¿Le gustan las flores, señor Barrettson?

«¿Las flores?» Salvo como algo que solía enviar a sus múltiples amantes en ocasiones especiales, Stephen nunca pensaba en las flores.

– Supongo que sí.

Arrancó una flor y se levantó, alzándola en el aire y dejando que la luz de la luna iluminara sus pétalos morados y amarillos.

– ¿Sabe qué tipo de flor es ésta?

Él la miró.

– ¿Una rosa?

Riéndose, ella se colocó la flor en el ojal superior de la blusa de lino.

– Es un pensamiento.

– Me temo que para mí todas las flores son rosas.

– Los pensamientos eran las flores preferidas de mi madre. Los plantaba cada año. -Deslizando de nuevo la mano en el pliegue del codo de Stephen, Hayley lo guió sendero abajo-. Mi madre se llamaba Chloe, que significa «floreciente». Es un nombre que le pegaba mucho. Amaba las flores, y este jardín floreció bajo sus cuidados. Ella sabía qué simboliza cada flor.

– ¿Todas las flores simbolizan algo? -preguntó él sorprendido.

– Oh, ya lo creo. Del mismo modo que los nombres de las personas tienen su significado, cada flor simboliza un sentimiento o emoción. El lenguaje de las flores tiene cientos de años de historia y ha recibido influencias de la mitología, la religión, la medicina y el uso emblemático de las flores en la heráldica durante el siglo XVI.

Hayley cogió un tallo del que pendían pequeñas florecillas en forma de campana. Acercándoselo a Stephen, le dijo:

– Huela esto.

Stephen cogió con cuidado el tallo entre los dedos y se acercó las florecillas a la nariz, inhalando su dulce fragancia.

– ¿Sabe qué flor es ésta? -le preguntó Hayley mientras le observaba atentamente.

Stephen volvió a inhalar.

– ¿Rosas pequeñas?

Ella se rió y movió la cabeza repetidamente de un lado a otro.

– Lila del valle. Simboliza la pureza.

Siguieron avanzando a paso lento por el sendero. Hayley fue señalando más de una decena de flores diferentes mientras paseaban, indicando a Stephen qué simbolizaba cada una. A Stephen le sorprendió que Hayley fuera capaz de distinguir las flores, pues, a pesar de la luna llena, estaba bastante oscuro. Él se fijaba atentamente en la dinámica mano de Hayley señalando las perfumadas flores, e intentaba recordar sus nombres y lo que simbolizaban, pero se equivocaba constantemente. Le resultaba casi imposible concentrarse en sus palabras mientras ella le sonreía, inmerso en su perfume embriagador y, por mucho que lo intentara, no conseguía olvidarse ni ignorar aquellos condenados pantalones. Al contemplar sus caderas, se le tensaron las partes íntimas y, de repente, notó que se le estrechaban los pantalones.

Al cabo de un rato, se acercaron a un gran lecho de rosas.

– Bueno. Éstas sí que son rosas -dijo él, orgulloso y aliviado por pensar en algo que no fuera ella.

– Correcto -dijo ella sonriendo-. Son mis flores preferidas.

– ¿Qué simbolizan? -le preguntó, con auténtica curiosidad y al mismo tiempo sorprendido por aquel repentino interés. Si alguien le hubiera dicho hacía una semana que estaría paseando por un jardín en plena noche hablando sobre flores con una virginal solterona de pueblo que, de algún modo, le despertaba fuertes deseos carnales, se le habría reído en la cara. Pero ahí estaba. Y lo más sorprendente de todo, se lo estaba pasando en grande.

– Las rosas simbolizan muchas cosas diferentes, dependiendo del color y de lo abiertos que estén los capullos.

Alargando la mano, Hayley cogió un capullo amarillo de un alto rosal. Cortó el pequeño tallo lleno de espinas, inhaló su dulce fragancia y se lo ofreció a Stephen.