– Para usted -dijo con una sonrisa.
– ¿Para mí? -preguntó sorprendido aceptando el regalo. Si la memoria no le engañaba, aquélla era la primera vez en su vida que alguien le regalaba una flor. Acercó la nariz a la rosa e inhaló. Aquella flor de un amarillo intenso olía exactamente igual que Hayley.
– ¿Qué simbolizan las rosas amarillas?
– La amistad.
Stephen levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron.
– ¿Amistad?
Ella asintió con la cabeza y sonrió.
– Sí. Somos amigos, ¿no?
Él la miró fijamente durante varios largos segundos, completamente extasiado ante aquella visión. Resplandecientes ondas de cabello castaño acariciaban los hombros de Hayley y le bajaban por la espalda como un sedoso manto. Varias redecillas ayudaban a recoger los cabellos que se escapaban de la sencilla cinta que apartaba los rizos del rostro más encantador que Stephen había visto nunca. Sus expresivos ojos lo miraban de una manera directa, cálida y natural. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer le había mirado de ese modo? «Nunca. Nadie ha mirado así al marqués de Glenfield. Hasta hoy.»
Las mujeres que conocía Stephen, las superficiales damas de la ciudad, siempre le miraban con calculado interés, elucubrando formas de seducirle para que les comprara joyas caras, urdiendo tretas para convenirse en sus esposas y ofreciéndole a cambio sus encantos en el lecho. Ninguna mujer le había ofrecido su amistad.
Él carraspeó.
– Considerando que me ha salvado la vida y que me ha abierto generosamente las puertas de su casa para que me recupere, desde luego, estoy de acuerdo en que usted es mi amiga -dijo finalmente-. Ojalá algún día pueda devolverle toda su amabilidad.
– Oh, eso no es en absoluto necesario. Me encanta su compañía. Es muy agradable tener a otro adulto con quien poder hablar. -Le dirigió una mirada de soslayo y añadió sonriendo-: Además, me he encariñado bastante de Pericles. Supongo que ya se habrá dado cuenta de que su caballo es el verdadero motivo de que le deje quedarse.
– Entonces, tendré que darle a él las gracias -contestó Stephen con una sonrisa.
Permanecieron de pie durante un momento, uno delante del otro, simplemente mirándose mutuamente, y Stephen se sintió como si ella le hubiera hechizado. Con la luz de la luna iluminando su cabello, resaltando el color crema de su piel, casi parecía que Hayley tuviera un halo a su alrededor. Era como un ángel de ojos cristalinos vestido con blusa de lino y pantalones de montar.
Ella alargó el brazo y le tocó la manga.
– ¿Se encuentra bien, señor Barrettson? Parece alterado.
Stephen miró hacia abajo y clavó la mirada en la mano de Hayley, que reposaba sobre su antebrazo. Un cálido escalofrío le recorrió el espinazo y le hizo hervir la sangre. ¿Por qué el más leve contacto con aquella mujer ejercía un efecto tan perturbador y tan profundo en sus sentidos?
– ¿Señor Barrettson?
El deje de preocupación de aquella dulce voz sacó a Stephen de su ensimismamiento. Levantó la mirada, completamente hipnotizado por la joven que tenía delante. Las arrugas de su frente indicaban que estaba sinceramente preocupada por su bienestar.
– Me encuentro bien, señorita Albright -contestó con dulzura, mientras su mirada se deslizaba lentamente hacia abajo hasta detenerse en la flor que ella llevaba en el ojal. Alargando la mano, tocó un pétalo con un dedo. ¿Cómo ha dicho que se llamaba esta flor?
– Pensamiento.
– ¿Y qué simbolizan los pensamientos?
– «Ocupas mis pensamientos.»
– «Ocupas mis pensamientos…» -repitió él. Aparentemente en contra de su voluntad, sus pies dieron un paso hacia Hayley y luego otro más, hasta que sólo los separaban unos pocos centímetros. Él casi esperaba que ella retrocediera, pero Hayley no se movió; se limitó a mirarlo fijamente con los ojos abiertos de par en par.
Las puntas de los senos de Hayley rozaban la camisa de Stephen cada vez que ella inspiraba. Una imagen del cuerpo de ella apretado contra el suyo en toda su estatura irrumpió súbitamente en la mente de Stephen y le hizo estremecerse íntimamente. Necesitaba alejarse de ella. Inmediatamente.
En lugar de ello, le apartó delicadamente un rizo rebelde de la mejilla y se percató de que le temblaban los dedos.
– Usted está ocupando mis pensamientos en este momento -dijo él, con un ronco susurro.
– ¿Ah, sí? ¿Estoy ocupando sus pensamientos?
– Sí. -La mirada de Stephen sondeó la de Hayley. Él deseaba besarla con todas sus fuerzas, pero, para su desconcierto, estaba experimentando una lucha interna impropia de él, entre sus deseos y su conciencia, una voz interior que había dado por muerta hacía tiempo.
«Te irás de aquí dentro de dos semanas. No te arriesgues a hacer sufrir a una mujer que sólo te ha mostrado amabilidad. Es una inocente chica de campo que no sabe jugar a los enrevesados juegos del amor a los que tú estás tan acostumbrado. ¡Déjala en paz!»
Stephen estaba a punto de hacer un noble gesto, increíble e impropio de él, alejándose de ella, cuando la mirada de Hayley se detuvo en su boca. Él prácticamente podía sentir la suave caricia de aquellos labios en los suyos.
Ahogando un gemido, enterró mentalmente su conciencia en una honda sepultura y se inclinó hacia delante hasta que sólo unos milímetros separaban sus labios de los de Hayley.
Su voy interior hizo un último e ímprobo esfuerzo por hablar, pero él la acalló con firmeza y rozó con su boca los carnosos labios de Hayley.
Aquella sutil caricia, en el fondo no más que una fusión de alientos, dejó a Stephen insatisfecho y ávido de más. Ahuecando las manos alrededor del rostro de Hayley, la volvió a besar, atormentándola dulcemente, recorriendo con sus labios el contorno de los de ella y probando su sabor.
Independientemente de lo que él esperara, desde luego no era el torbellino de sensaciones que inundó todo su cuerpo.
La sangre le empezó a correr a toda velocidad por las venas, palpitando por todo su cuerpo como un río de aguas turbulentas a punto de desbordarse. Su femenina fragancia a flores silvestres lo impregnaba todo, invadiendo los sentidos de Stephen, narcotizándole. Hayley dejó escapar un velado suspiro de placer, y él tensó el cuerpo como reacción.
El cuerpo de Stephen rezumaba calor y, cuando Hayley colocó suavemente las palmas sobre su pecho, él sabía que ella palparía el desbocado latido de su corazón.
Perdiéndose en ella, él ahondó el beso, recorriendo la abertura de los labios de Hayley con la punta de la lengua.
Ella se los abrió como los pétalos de una flor cuando eclosiona, recibiendo de buen grado aquella invasión de su sedosa intimidad. Su boca era increíblemente acogedora y sabía a gloria.
El instante en que sus lenguas entraron en contacto, Stephen sintió que los dos estaban fundidos como la llama se funde con la cera al arder. Emitiendo un grave gemido, ella le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso con el mismo fervor.
El abandono de su respuesta confundió a Stephen, despojándole del escaso control que le quedaba. Sus partes íntimas se activaron con un intenso hormigueo, y el hormigueo enseguida dio paso a un palpitante dolor. Cuando Hayley le ofreció dulcemente su lengua, restregándola lentamente contra la de él, Stephen emitió un hondo gemido. Apretándola contra él, capturó los labios de Hayley en una secuencia de largos, lentos y narcotizantes besos que desencadenaron oleadas de paralizante placer por todo su cuerpo.
Él deshizo el lazo que recogía la sedosa cabellera de Hayley y dejó caer la cinta de satén. Acariciando las suaves y perfumadas ondas con ambas manos, enredó los dedos en su cabello mientras hundía su boca en la de ella con un ávido y abrasador apetito.
– Stephen… -le susurró ella al oído cuando él bajó la cabeza para besarle el lado del cuello.
Al oírla murmullar su nombre tan apasionadamente, a él se le escapó otro hondo y dolorido gemido. Stephen le besó ávida e intensamente la larga columna del cuello y, cuando la blusa le impidió avanzar, desenredó los dedos de los rizos de Hayley y le abrió rápidamente varios botones de la blusa.