El hecho de que no tuviera familia le encogía el corazón. Sí, Stephen tenía un aire de tristeza, una vulnerabilidad interior que la atraía como el néctar a las abejas. Deseaba con todas sus fuerzas desterrar aquellas sombras que acechaban tras sus ojos y oscurecían su mirada.
Ella se había dado cuenta de que Stephen a veces se quedaba helado cuando ella lo tocaba, como si las caricias tiernas y afectuosas fueran algo completamente desconocido para él. Le recordaba a la gatita con una pata rota que había recogido cuando era niña. Ella se había desvivido cuidando de aquella pobre y necesitada criatura. La llevó al establo, le curó la pata y la llamó Petunia. Cuidó y alimentó a aquel peludo animalillo con todo su amor, poniendo todo su corazón, su alma y su compasión en la tarea. Petunia, que no tenía amigos y estaba completamente sola en el mundo, se deleitó ante tantas atenciones. A pesar de que alguna vez le bufó y le sacó las uñas, Hayley nunca perdió la paciencia y pronto se hicieron uña y carne. Petunia murió cuando Hayley tenía dieciséis años, y ella se pasó varios días llorando su muerte.
Stephen le recordaba a aquella gatita, herida y desesperadamente necesitada de amor y compasión, aunque él ni siquiera lo supiera.
«Tal vez le pueda curar por dentro, además de por fuera. Tal vez nadie haya sido realmente bueno con él, tal vez nadie le haya querido de verdad.» Su mente se empezó a acelerar. Quizá, si le mostraba a Stephen lo que era el amor de una familia, tal vez querría quedarse a vivir en Halstead.
«Tal vez le acabe importando tanto como él me importa a mí.»
En aquel momento Hayley se dio cuenta de que si Stephen no se quedaba, si se iba dentro de dos semanas como tenía pensado, a ella se le partiría el corazón. ¿Qué probabilidades había de que él también se enamorara de ella y quisiera quedarse? Hayley negó con la cabeza. Un hombre ya la había dejado plantada por las responsabilidades que suponía compartir la vida con ella. Nada había cambiado, ella nunca se plantearía la posibilidad de abandonar a su familia.
Y luego estaba la cuestión de su secreta profesión. ¿Cómo podía siquiera plantearse la posibilidad de iniciar una relación romántica en tales circunstancias? Y, además, no podía hacerse ninguna ilusión en lo que se refiere a su atractivo femenino. Nunca había tenido ninguno.
«No te olvides de cómo te ha besado», le interrumpió su voz interior. Aquel beso. ¿Cómo iba a olvidarlo? Y lo cierto es que, mientras la besaba, Stephen también parecía estar disfrutando. Tal vez no era tan poco atractiva como pensaba. Hayley descartó inmediatamente aquella idea con un gesto de negación. No, categóricamente, los encantos femeninos no eran su fuerte.
¿Llegaría a importarle a Stephen algún día?
Hayley volvió a negar con la cabeza. Las probabilidades no estaban precisamente a su favor.
Pero, independientemente de cuáles fueran sus probabilidades de éxito, ¿acaso no merecía la pena arriesgarse?
Capítulo 11
Cuando a la mañana siguiente Stephen entró en la habitación del desayuno, la encontró vacía, exceptuando a tía Olivia, que estaba sentada a la mesa tomándose un café a sorbos lentos.
– Buenos días, señor Barrettson -dijo ella-. Hay café, fruta y bollitos en el aparador.
– Muchas gracias, señorita Albright -dijo Stephen agradecido. Tenía un insoportable dolor de cabeza debido a lo mucho que se había excedido con el brandy la noche anterior. Deseó desesperadamente que Sigfried estuviera allí para aliviarle el dolor con alguno de los horribles brebajes que solía darle tras una noche de excesos. Puesto que su ayuda de cámara no estaba presente, el café le pareció el mejor candidato para aliviarle el malestar. Le debía a Hayley una disculpa, y quería que todas sus facultades estuvieran intactas antes de enfrentarse a ella.
– Por favor, llámeme tía Olivia -le dijo con una cordial sonrisa-. Todo el mundo lo hace. Y ahora usted forma parte de la familia, querido muchacho.
La mano de Stephen se detuvo a medio camino cuando estaba haciendo el ademán de coger una taza de café. «¿Parte de la familia?» Si apenas sentía que formaba parte de su propia familia.
– Eh… gracias… tía Olivia. -Para disimular su confusión, dio un par de sorbos al café.
– Esta mañana se ve un poco pálido -comentó tía Olivia.
La imagen de Hayley le vino súbitamente a la mente.
– Me temo que no he dormido muy bien.
– No se preocupe, querido. Yo tampoco oigo muy bien algunas veces, aunque la mayor parte del tiempo mi oído es bastante fino, por mucho que se empeñen mis sobrinos en decir que estoy medio sorda. -Negó con la cabeza en señal de disgusto.
Stephen dio otro sorbo al café y estuvo a punto de atragantarse.
– He dicho que no he DORMIDO muy BIEN.
– ¿Ah, no? ¿Y cómo se encuentra esta mañana?
– Me encuentro bien, gracias.
Una radiante sonrisa iluminó el rostro de querubín de tía Olivia.
– ¿Ah, sí? Me alegra oírlo, aunque me extraña un poco. Está bastante pálido.
– Estoy bien -dijo Stephen con cierto deje de crispación. Aquella conversación le estaba empeorando el dolor de cabeza-. ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó levantando un poco la voz para asegurarse de que tía Olivia le oía bien.
– Hayley está dando clase a los niños en el lago.
– ¿Clase? ¿En el lago?
– Claro que sí. Hayley siempre les imparte las clases al aire libre si el tiempo acompaña. -Luego se inclinó hacia delante-. Yo me he quedado en casa para supervisar lo que hace la mujer que viene del pueblo a lavar la ropa. Hayley dice que no sabe cómo se las arreglaría si yo no estuviera aquí para controlar la tina de lavar. ¡Si no estoy encima de ella, podría estropearnos toda la ropa!
Una media sonrisa iluminó los labios de Stephen. Nadie como Hayley para hacer que su tía se sintiera importante. Se acabó el café, se levantó de la silla y se acercó a tía Olivia. Cuando estuvo justo enfrente de ella, le tomó la mano, le hizo una reverencia formal y le dio un breve beso en el dorso de la mano.
– Hayley y los niños tienen mucha suene pudiendo contar con usted, tía Olivia. -Le dijo en voz alta, y supo que ella le había oído cuando un sonrosado rubor le iluminó las mejillas.
– Bueno. -Se atusó el pelo y dejó caer los párpados con disimulada coquetería-. ¡Qué cosas tan maravillosas dice, señor Barrettson! Apostaría a que usted es incluso más encantador que el mismísimo rey. -Lo miró tímidamente desde abajo y se ruborizó todavía más.
Stephen se rió.
– No estoy muy seguro de que la palabra «encantador» sea la más adecuada para describir a Su Majestad.
A tía Olivia se le pusieron los ojos como platos.
– ¡Santo Dios! Pero… ¿acaso usted le conoce en persona?
– Por supuesto. -De repente Stephen se dio cuenta de lo que estaba diciendo y añadió-: No. -Luego tosió varias veces-. Por supuesto que no. -«¡Maldita sea!, tengo que acordarme de quién soy, o mejor, de quién se supone que soy. Desde luego, los tutores no suelen intimar con reyes»-. Si me disculpa -prosiguió- creo que voy a dar un paseo hasta el lago para ver a los demás. -Volvió a hacer una reverencia sobre la mano de tía Olivia y salió del comedor.
– ¡Qué joven tan simpático! -dijo tía Olivia en voz alta cuando se quedó sola-Es tan encantador. Y tan endiabladamente apuesto. Me pregunto qué estará planeando mi sobrina al respecto.
Stephen oyó sus voces antes de verlos.
Deteniéndose tras un bosquecillo de hayas, se mantuvo fuera de la vista del grupo y estuvo un rato escuchando.
– Excelente. -Era la voz de Hayley-. Y ahora, quién puede decirme quién era Brabancio?