– ¡Venga, chicos! -gritaron Nathan y Andrew. Recogieron varios palos y corrieron hacia la orilla del lago.
Al cabo de varios segundos, los perros entraban nadando en el agua, persiguiendo con visible entusiasmo los trozos de madera.
– ¿Necesita un pañuelo? -preguntó Hayley a Stephen mirándole sin ningún disimulo la cara manchada de saliva.
Stephen se tocó la mejilla con los dedos.
– De hecho, creo que un buen baño sería más apropiado -dijo en tono de guasa. Si Sigfried hubiera vivido aquella escena, su impecable ayuda de cámara habría muerto de apoplejía, inmediatamente después de condenar a muerte a aquellos perros.
– Espere aquí, le mojaré una servilleta.
Hayley se levantó, caminó hasta el lago, se agachó y sumergió el extremo de una servilleta de lino en el agua.
– ¡Cuidado, Hayley!
El aviso de Andrew llegó demasiado tarde.
En cuanto Hayley se levantó, una de las bestias saltó sobre ella y le apoyó las enormes patas delanteras encima de los hombros.
Hayley, que evidentemente no estaba preparada para recibir un saludo tan entusiasta, perdió el equilibrio. Se cayó hacia atrás y aterrizó en el agua, con una sonora salpicadura, mientras el gigantesco animal seguía encima de ella, lamiéndole la cara.
Stephen se puso de pie de un salto, ignorando el dolor que aquel repentino movimiento le provocó en las costillas, y corrió hacia la orilla.
– ¡Para ya, perro loco! -chilló Andrew, dándole a la bestia un fuerte empujón.
El perro obsequió a Hayley con un último lametón en la cara y se alejó, corriendo orilla abajo, seguido por sus compañeros en una frenética carrera.
Cuando Stephen llegó a la orilla, Andrew y Nathan habían ayudado a Hayley a ponerse de pie y la estaban ayudando a salir del lago. Stephen se detuvo y contempló la escena.
Hayley estaba empapada, de pies a cabeza. Tenía la melena aplastada contra el cráneo, pequeñas hojitas pegadas a los cabellos y manchas de lodo salpicándole la cara, como pequeñas pecas sobre su pálida piel.
El vestido, manchado de lodo negro, se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Stephen la repasó de arriba abajo con la mirada, mientras su imaginación se deleitaba con la perfección de las curvas que se insinuaban bajo el tejido.
Las ventanas de la nariz se le contrajeron en cuanto le llegó una bocanada de aire procedente de Hayley. Olía a perro muerto. Era evidente que Stinky era el culpable. La mirada de Stephen se volvió a detener en el rostro de Hayley y se quedó de piedra, atónito ante lo que veían sus ojos.
Esperaba que Hayley estuviera enfadada. Cualquiera de las mujeres que conocía, incluyendo su hermana, que tenía buen corazón, estaría furiosa y enrabiada después de semejante incidente.
Pero Hayley sonreía.
– ¿Estás bien? -le preguntó Pamela mientras tomaba a Callie de la mano.
Hayley se rió y se miró de arriba abajo.
– Bueno, tengo un aspecto horrible y huelo todavía peor, pero aparte de eso, estoy bien. -Dirigió una tímida mirada a Stephen-. ¿Le había comentado que los perros son algo excitables?
A Stephen se le ocurrieron inmediatamente varios adjetivos más para describir aquellas bestias asquerosas, pero antes de que pudiera decirlas, los perros volvieron corriendo a todo galope con las lenguas colgando. Las tres bestias rodearon al grupo y se sacudieron simultáneamente para secarse, salpicando chorros de agua con lodo en todas direcciones. Luego despegaron al unísono, desapareciendo entre los árboles.
Stephen se miró la camisa empapada e hizo ademán de secarse las gotas de agua de la cara con la manga mojada.
– ¿Ha dicho excitables? -preguntó repasando con la mirada al resto del grupo.
Estaban todos mojados y sucios, especialmente la pequeña Callie, que estaba calada hasta los huesos.
– Quizás excesivamente entusiastas sea la palabra -sugirió Pamela con una risita, mientras se apartaba el pelo mojado de la cara.
– Y también demasiado apasionados -añadió Andrew con una sonrisa.
– De hecho, mentalmente desequilibrados sería más exacto -masculló Stephen mientras negaba repetidamente con la cabeza.
Nathan se giró hacia su empapada y sucia hermana mayor y la miró con ojos suplicantes.
– Hayley, por favor, ¿podemos bañarnos en el lago? Venga, por favor. Ya estamos calados.
Stephen creía que Hayley se opondría, pero vio brillar una chispa de malicia en sus ojos. Se bajó súbitamente la falda empapada hasta las rodillas y dijo:
– ¡Tonto el último!
El resto de los Albright, incluyendo Pamela, la única que hasta aquel momento Stephen había considerado que estaba en su sano juicio, se lanzó al lago. Nathan aterrizó de barriga, salpicando a todos los demás al sumergirse en el agua. Stephen se quedó de pie en la orilla, entre divertido y horrorizado por aquel comportamiento tan eufórico y desinhibido. Empezaron a salpicarse agua unos a otros al tiempo que se proferían insultos shakesperianos.
– «¡Oh, atroz es mi delito! ¡Su corrompido hedor llega hasta el cielo!» -Salpicadura.
– «¡Huelo por todas partes a orines de caballo, lo que pone a mi nariz en gran indignación!» -Salpicadura.
– «¡El suyo es un olor deshonroso y escandaloso!» -Salpicadura.
Stephen negó repetidamente con la cabeza en señal de desconcierto. Todos eran candidatos para ingresar en el manicomio. Pero, maldita sea, su alegría era contagiosa. Inclinando la cabeza hacia atrás, Stephen se rió hasta que le empezó a doler la mandíbula. Sencillamente, no se podía contener. La familia al completo, desde Hayley, supuestamente adulta, hasta la pequeña Callie, estaba empapada, sucia y, evidentemente, pasándoselo en grande.
– ¡Señor Barrettson! ¡Señor Barrettson! Usted es el tonto; todavía no se ha bañado en el lago. -Callie corrió hasta Stephen y le cogió la mano, tirando de él-. ¡Vamos! ¡Se está perdiendo toda la diversión!
Stephen dudó. «¿Juguetear en el lago? ¿Vestido?» Nunca había hecho nada tan indecoroso en toda su vida. Una cosa era verlo y otra muy distinta practicarlo.
Callie volvió a estirarle del brazo.
– No tenga miedo, señor Barrettson. No es más que agua.
Stephen estiró en sentido contrario.
– No tengo miedo.
Acercándose más, Callie le dijo en voz baja:
– Si Winston estuviera aquí, le diría: «Meta su asqueroso culo en el agua de una puñetera vez. No se le va a encoger.» Eso es lo que les dice a Andrew y Nathan cuando se niegan a bañarse.
Una serie de escandalosas carcajadas casi dejan a Stephen sin respiración. Entre horrorizado y divertido ante el desparpajo de Callie, Stephen dio un par de pasos hacia delante mientras se debatía entre si debía o no corregir a la pequeña.
Callie interpretó claramente aquel movimiento como un signo de recapitulación. Se colgó del brazo de Stephen y éste desistió. «¡Qué diablos! ¡Nadie se enterará!» Dejó que Callie le arrastrara hasta la orilla. En el instante en que se unió al resto del grupo, una pared de agua le golpeó el rostro, cogiéndole desprevenido y dejándole farfullando.
– ¡Ahí va eso! -Hayley le dirigió una sonrisa desafiante. Decidido a recuperar su dignidad, Stephen soltó un fuerte gruñido y golpeó la superficie del agua con ambas manos, salpicando agua con todas sus fuerzas. Sus doloridas costillas protestaron, pero él ignoró el dolor, empeñado como estaba en recuperar su honor. Callie y Andrew se pusieron de su lado, en contra de Nathan, Pamela y Hayley, y enseguida se declaró una guerra total.
Tras casi media hora, Hayley pidió un alto el fuego.
– ¡Alto! -dijo sofocadamente, jadeando por el esfuerzo.
Stephen seguía agachado, con las manos bajo la superficie, preparado para atacar. Miró al bando opuesto con ojos achinados.
– ¿Os rendís?
– Sí, yo me rindo. Ya no puedo más -dijo Hayley, apartándose el pelo mojado de la frente.
– Tampoco yo -dijo Pamela jadeando.