Stephen se quedó allí parado, mirándola fijamente mientras se alejaba. No lograba recordar la última vez que alguien se había atrevido a contradecirle. O la última vez que se había disculpado. Ni aquel desagradable remordimiento por haber hecho sufrir a otra persona. Ni tampoco que le importara que alguien pensara mal de él.
Lo único que sabía era que le dolía el corazón.
Y no tenía nada que ver con los golpes que Hayley le había dado en el pecho.
Capítulo 12
La mirada de Stephen se detuvo en Hayley y se le aceleró el pulso. Llevaba el pelo cuidadosamente recogido en la nuca con un pulcro moño. Sus miradas se cruzaron y, cuando ella le dedicó una breve sonrisa, a Stephen le invadió una reconfortante sensación de alivio por todo su cuerpo. Entonces se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
Aquella tarde le tocaba a Nathan dar las gracias por los alimentos y todo el mundo se dio la mano. Todo el mundo menos Stephen y Hayley. Callie deslizó su diminuta manita en la mano de Stephen, pero, aunque Hayley le dio la mano a Pamela, no hizo en ningún momento ademán de dársela a Stephen.
A Stephen le embargó una profunda sensación de pérdida. «Toca a la gente para mostrarle su afecto. Pero no me quiere tocar a mí.» Un padecimiento completamente desconocido para él le encogió el corazón. No podía culpar a nadie salvo a sí mismo. «Maldita sea, yo no me refería a que no quería que volviera a tocarme nunca más.»
Con un nudo en la garganta, Stephen tendió la mano a Hayley. Ella miró hacia abajo y en sus ojos brilló la sorpresa, pero no hizo ningún ademán de darle la mano.
En voz baja para que sólo ella le pudiera oír, Stephen dijo una palabra que el marqués de Glenfield raramente utilizaba, si es que la había utilizado alguna vez:
– Por favor.
Se volvieron a cruzar sus miradas y, tras varios latidos, ella depositó su mano en la de él. Sus palmas entraron en contacto y el calor fluyó súbitamente por todo el brazo de Stephen. Él apretó suavemente la mano de Hayley y una sonrisa iluminó sus labios cuando ella le devolvió el apretón. Después de todo, eso de tocarse, no era tan terrible. Por supuesto, él lo estaba soportando únicamente para hacer bien el papel de tutor. De hecho, estaba sumamente impresionado con sus recién descubiertas dotes de actor.
Mientras Nathan daba las gracias por los alimentos, Stephen dejó vagar la mente, evocando la imagen de Hayley tal y como había salido del lago, empapada y sucia, sonriendo y riéndose, luego con los ojos encendidos, desafiándole y golpeándole en el pecho. Volvió a apretar los dedos involuntariamente alrededor de su mano.
– Señor Barrettson, ahora ya puede soltar la mano de Hayley -dijo Callie estirando de la manga de Stephen-. La oración ya ha finalizado.
Stephen miró a la pequeña y soltó lentamente la mano de Hayley.
– Gracias, Callie -le dijo con una sonrisa.
Callie sonrió alegremente.
– No hay de qué.
La comida fue ruidosa y animada, con los niños explicando lo que habían hecho aquel día a tía Olivia, Winston y Grimsley.
– ¡Que me cojan por los pantalones y me lancen de cabeza desde el nido del cuervo! -exclamó Winston negando con la cabeza-. Los asquerosos de… -Captó la mirada de aviso de Hayley y tosió-. Los locos de esos perros seguro que acaban provocando un accidente algún día.
Grimsley miró a Winston entornando los ojos.
– Si no recuerdo mal, fuiste tú quien animó a la señorita Hayley a quedarse con esas bestias indómitas. -Levantó la nariz con gesto altivo y añadió-: Yo habría…
– Pero si tú ni siquiera puedes ver a esos sarnosos perros callejeros, viejo bobo y ciego -espetó Winston-. No sabrías distinguir un perro de una mesita incluso aunque te cayeras encima de uno.
Grimsley enderezó sus delgados hombros.
– En calidad de ayuda de cámara personal del capitán Albright, nunca me he caído encima de ningún perro ni de ninguna mesita.
– Seguro que lo has hecho, pero no lo reconocerías nunca, miope saco de huesos.
Hayley se aclaró la garganta con un sonoro «ejem» y los dos hombres dejaron de discutir. Aunque no intercambiaron más que unas pocas palabras durante toda la cena, Stephen fue muy consciente de que Hayley estaba sentada a su lado. Cada vez que ella se movía, un sutil perfume a rosas inundaba sus fosas nasales. El suave sonido de su risa le acariciaba los oídos con la dulzura de la miel. Sus dedos se rozaron una vez cuando los dos fueron a coger el salero al mismo tiempo y a él casi se le para el corazón. Una oleada de calor le subió por el brazo, y él negó con la cabeza, aturdido por la intensidad de la reacción.
Tras la cena, el grupo se retiró al salón, donde Andrew retó a Stephen a una partida de ajedrez. Desesperadamente necesitado de estimulación mental, Stephen aceptó. Hayley, Pamela, Nathan y Callie se pusieron a jugar a cartas mientras tía Olivia se concentraba en su labor de punto. Stephen se quedó impresionado por lo bueno que era Andrew jugando al ajedrez. El chico jugó astuta e inteligentemente, y Stephen se lo pasó en grande.
– Jaque mate -anunció Stephen al final, mientras movía el alfil-. Has jugado de maravilla, Andrew. Eres bueno -elogió al muchacho-. No me has dejado bajar la guardia. ¿Te enseñó a jugar tu padre?
– Sí, mi padre nos enseñó a todos, salvo a Callie, claro. Siempre gano a Nathan, pero todavía no he conseguido ganar a Hayley.
Stephen levantó las cejas en señal de sorpresa.
– ¿Tu hermana juega al ajedrez?
– Hayley jugaba incluso mejor que mi padre, y mi padre era muy bueno, se lo aseguro-. Miró a Stephen con curiosidad-. Usted es bueno, pero apuesto lo que quiera a que Hayley le gana.
Stephen llevaba años sin perder una sola partida de ajedrez. Recordaba su última derrota. Debía de tener aproximadamente la edad de Andrew y perdió con su tutor privado. Aquella derrota le había granjeado el mordaz desprecio de su padre.
– Perderías, Andrew.
– ¿Lo dice en serio? ¿Quiere que hagamos una apuesta? -preguntó Andrew con los ojos brillantes.
Las manos de Stephen hicieron una pausa en la tarea de guardar las piezas de ajedrez.
– ¿Una apuesta?
– Sí, yo apuesto por que Hayley le gana al ajedrez.
– ¿Cuáles son tus condiciones?
Andrew estuvo un rato pensando, con la frente arrugada. De repente, se le iluminó el rostro.
– Si usted pierde, tendrá que ayudarnos a Nathan y a mí a acabar de construir nuestro castillo en el prado que hay junto al lago.
Stephen arqueó una ceja.
– ¿Y si gano?
– No ganará -afirmó Andrew taxativamente.
– Pero… ¿y si, por algún milagro, ganara yo?
– Bueno… -Era evidente que a Andrew aquella posibilidad no le cabía en la cabeza.
Stephen se inclinó hacia delante.
– Si gano yo, tú y tu hermano ayudaréis a vuestras hermanas a arrancar las malas hierbas del jardín.
Una expresión de verdadero horror se dibujó en el rostro de Andrew.
– ¿Arrancar las malas hierbas del jardín? Pero eso es… es cosa de chicas -refunfuñó a modo de excusa poco convincente.
– Yo solía pensar como tú -dijo Stephen, sonriendo para sus adentros al pensar en la noche anterior-, pero hace poco he descubierto que las flores son algo sobre lo que debería saber todo hombre.
– ¿Ah, sí? -Era obvio que Andrew no sabía si tomarse o no en serio aquel consejo de hombre a hombre.
Stephen se puso la mano en el pecho.
– Confía en mí, Andrew. Ayudar en el jardín también es cosa de hombres. Además -Stephen dirigió una sonrisita al muchacho-, si Hayley es tan buena jugando al ajedrez como tú dices, no hará falta que arranques ni una sola hierba del jardín.
– Tiene razón -dijo Andrew aliviado-. Me temo que va a tener que ayudarnos a construir el castillo. -Alargando la mano sobre el tablero de ajedrez, el chico estrechó la mano de Stephen y añadió-: Hecho. Apuesta cerrada.