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Stephen devolvió al muchacho el fuerte apretón de manos.

– Hecho.

– ¿Cuándo la retará? -preguntó el muchacho con impaciencia.

Stephen buscó a Hayley con la mirada, que en ese momento estaba mirando las cartas que tenía en la mano con expresión de seriedad.

– No te impacientes. La retaré esta misma noche -le contestó con voz pausada.

– Tengo entendido que eres muy buena jugando al ajedrez.

Hayley, cuando se dirigía al despacho para escribir después de que el resto de la familia se retirara a descansar, se detuvo sorprendida. Stephen estaba de pie junto a la puerta, apoyado en la jamba, soportando el peso de su larga figura con sus anchos hombros. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y sus ojos verdes la estudiaban con interés. Ella anduvo hacia él mientras intentaba calmarse el pulso, que se le había acelerado súbitamente.

– Pensaba que todo el mundo se había retirado a descansar -dijo Hayley, deteniéndose ante él.

– Todo el mundo… salvo nosotros -dijo Stephen con dulzura-. Andrew me ha informado de que eres una excelente jugadora de ajedrez. ¿Puedo retarte a una partida?

Hayley levantó las cejas en señal de sorpresa.

– ¿No se da cuenta de que no sería correcto que nos quedáramos los dos solos, mirándonos fijamente sobre un tablero de ajedrez? No soportaría recibir otro rapapolvo como el de antes.

– He reconocido que me he pasado de la raya. Creía que habías aceptado mis disculpas.

– Las he aceptado, pero…

– Entonces juega al ajedrez conmigo, y haz el favor de volver a tutearme como antes cuando estemos solos.

Hayley dudó un momento. Realmente necesitaba adelantar su trabajo de escritura. Pero la posibilidad de pasar un rato a solas con Stephen era sencillamente demasiado tentadora para ignorar aquella proposición. Las aventuras del capitán Haydon Mills podían esperar un par de horas.

Dirigiéndole una breve sonrisa, pasó de largo junto a él y entró en el salón.

– Me encantaría jugar.

Se sentaron uno enfrente del otro, separados por la mesita de ajedrez de madera de caoba que había delante de la chimenea.

Una lenta sonrisa arqueó las comisuras de los labios de Stephen.

– ¿Qué nos jugamos?

Hayley le miró sorprendida.

– ¿Que qué nos jugamos? ¿Se refiere a que nos apostemos algo? -Ella seguía sin tutearle.

– Exactamente. Eso hará la partida más interesante, ¿no te parece?

– Quizá -musitó Hayley, algo azorada por tener que admitir que no le sobraba precisamente el dinero para jugárselo-. Me temo que no me puedo permitir apostar demasiado.

– No me refiero a apostar dinero.

– ¿Ah, no? ¿Qué otra cosa podemos apostar?

Stephen se dio varios golpecitos en la mejilla con los dedos.

– ¡Ya lo tengo! Quien gane podrá pedir al perdedor que haga determinada tarea de su elección.

– ¿Qué tipo de tarea? -preguntó Hayley, completamente despistada.

– Bueno, por ejemplo, si ganas tú, me puedes pedir que arranque las malas hierbas del jardín, y, si gano yo, te puedo pedir que me cosas la camisa. -En los labios de Stephen se dibujó una lenta y seductora sonrisa-. O quizá que me vuelvas a afeitar.

Hayley contuvo momentáneamente la respiración. Era evidente que le estaba tomando el pelo.

– Pero, Stephen, yo estaría encantada de hacer cualquiera de esas dos cosas por ti de todos modos. -Por fin, se dignó tutearle.

– Oh. Bueno, seguro que se me ocurre algo -dijo él agitando la mano para quitarle hierro al asunto.

– Suponiendo que me ganas, claro.

– Claro. -Stephen se acercó a la mesa y le preguntó en tono desafiante-: ¿Jugamos?

Hayley se moría de ganas por iniciar la partida. Hacía siglos que no jugaba al ajedrez con nadie aparte de los chicos. Le dirigió una sonrisa confiada.

– Prepárate a recibir la paliza del siglo.

Hayley enseguida se dio cuenta de que Stephen era un gran jugador de ajedrez. Disfrutando del reto, desplegó una ofensiva poco habitual que le había enseñado su padre, y contraatacó ante cada movimiento de Stephen. Con cada jugada, fueron recobrando la fresca y desinhibida camaradería que tenían antes de la discusión. La distancia que había entre ambos al principio de la partida se disipó hasta tal punto que no dejaban de pincharse, bromear y reírse entre movimiento y movimiento.

Cuando llevaban dos horas de un juego sumamente reñido, Stephen se reclinó sobre el respaldo del asiento con una mirada de suficiencia después de hacer un inteligente movimiento.

– Agárrate.

– Si te empeñas. -Hayley se inclinó hacia delante y movió la reina-. Jaque mate.

La sonrisa de suficiencia y satisfacción se desvaneció de los labios de Stephen. Bajó la mirada hacia el tablero y negó repetidamente con la cabeza, visiblemente asombrado. Luego la expresión de asombro dio paso a otra de clara admiración.

– Efectivamente, jaque mate -asintió-. No sé cómo lo has hecho, pero no te he visto venir. -Se reclinó sobre el respaldo de la silla y sonrió-. Quiero que sepas que hacía años que no perdía una partida de ajedrez.

– No pareces demasiado molesto por la derrota. Tal vez no estés tan contento cuando me cobre lo apostado.

– ¿Por qué? ¿Acaso ya tienes pensado qué deseas que haga?

– Todavía no, pero lo de arrancar las malas hierbas del jardín tiene su atractivo.

Stephen se palpó el vendaje de las costillas y del hombro.

– Demasiado duro para un hombre en mi debilitado estado. -Tosió varias veces exageradamente en un intento de darle lástima.

Hayley frunció los labios en una mueca de fingida preocupación.

– Tienes razón, Stephen. Tal vez sea mejor que bañes a Winky, Pinky y Stinky. -Le faltó poco para reírse a carcajadas cuando vio que Stephen se ponía lívido.

– No, lo del jardín está bastante bien -se apresuró él a rectificar.

– Tranquilo. Te prometo no obligarte a hacer nada indecoroso.

– ¡Gracias a Dios! -Stephen se levantó y se dispuso a coger la garrafa de brandy que había junto a la ventana-. ¿Te importa que me sirva una copa?

– Por supuesto que no. Ya te lo dije ayer, siéntete como en tu propia casa. Sírvete tú mismo, siempre que lo desees. Me alegra saber que alguien sabe apreciar el brandy de mi padre.

– Muy agradecido. -La miró con curiosidad. Un demonio interior, tal vez uno que quería demostrarle que él también podía comportarse de forma no convencional, le incitó a preguntarle-: ¿Te apetece acompañarme?

Ella levantó las cejas.

– ¿Yo?

– Sí. Tu victoria bien merece un brindis. ¿Has probado el brandy alguna vez?

– No, pero el brandy no es una bebida de mujeres -contestó ella con una mirada maliciosa-. Seguro que tú ya lo sabes.

– Prometo no contárselo a nadie -contestó él en tono divertido e incitador-. ¿No sientes curiosidad por probarlo? Te aseguro que es un brandy excelente. Le alargó una copita. Pruébalo.

Hayley miró intrigada el líquido de color ámbar. El capitán Haydon Mills tomaba brandy a menudo, y Hayley pensó que, si escribía sobre ello, por lo menos debería probarlo. Con finalidad exclusivamente literaria, por descontado.

Espiró sonoramente en señal de resolución y dijo:

– Como diría Winston: ¡Arriba, abajo, al centro y «pa» dentro! -Y se tragó toda la copa de un solo trago.

El fuerte licor dejó un ardiente rastro en la garganta de Hayley, dejándola sin aliento y con lágrimas en los ojos.

– ¡Santo Dios! -dijo respirando con dificultad. Y luego empezó a toser.

Stephen se levantó y la ayudó a ponerse de pie. Colocándose detrás de ella, le dio palmaditas en la espalda hasta que ella dejó de toser.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó cuando vio que volvía a respirar con normalidad.