– Gracias por el poema. Es precioso.
La suave caricia de la voz de Hayley en su oreja debilitó las defensas de Stephen. Apartando firmemente su sentido común, Stephen dio rienda suelta a sus deseos, largamente reprimidos. Introdujo los dedos entre los sedosos rizos de Hayley y cubrió sus labios con los suyos, buscando con la lengua la entrada de su boca.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y abrió los labios, acogiendo el empuje de la lengua de Stephen y devolviéndole el beso con un abandono que todavía alimentó más el fuego que ardía dentro de él. Stephen hundió su boca en la de ella una y otra vez, aumentando la duración y la intensidad con cada beso hasta que sintió que iba a explotar. Sin separar su boca de la de Hayley, la sentó sobre sus muslos. Stephen contuvo un gemido cuando ella, al cambiar de postura, apretó involuntariamente las nalgas contra su creciente excitación.
«Tengo que parar. Parar de besarla. Parar de tocarla.» Pero, mientras se repetía aquellas palabras, empezó a acariciar la cálida y prominente redondez de su seno. El pezón se contrajo al entrar en contacto con su palma, y él supo que su conciencia acababa de perder la batalla. Con un hondo gemido, Stephen empujó la espalda de Hayley contra los cojines del sofá, recostándola y medio cubriéndola con su cuerpo.
Enredó los dedos en los sedosos cabellos de Hayley, luego recorrió sus costados con ambas manos y volvió a subir a los senos, acariciando sus tersos contornos y apresándolos con las palmas de las manos. Completamente perdido en la exquisitez de aquel tacto y de aquel embriagador perfume a rosas, sus labios recorrieron el cuello de Hayley y siguieron descendiendo, besándole los senos a través del fino tejido del vestido.
Él levantó la cabeza.
– Abre los ojos, Hayley.
Ella abrió lentamente los párpados y, al contemplar el brillo del deseo en sus acuosas profundidades, Stephen sintió que se le tensaban los genitales con un palpitante dolor. Se llevó la palma de Hayley a los labios y la besó ardientemente. Ella elevó la parte inferior del cuerpo, haciendo gemir a Stephen al apretar los muslos contra su excitación. Mirando fijamente aquellos luminosos ojos, rebosantes de deseo, nublados por el placer, Stephen apretó los dientes para contener el acuciante impulso de poseerla. Quería hacer muchísimo más que besarla.
Ella era una hembra acogedora y entregada que pedía más, y él un macho que ardía en deseos carnales, atormentado por aquel palpitante dolor en la entrepierna. El impulso de levantarle las faldas y hundirse en su calidez de terciopelo le estaba volviendo loco. «Es mía. En menos de diez segundos podría estar dentro de ella, poniendo fin a este incesante e insoportable dolor.»
Pero no podía hacerlo. Hayley era virgen y, sin lugar a dudas, estaba mareada y confusa a consecuencia de aquel generoso trago de brandy. Y ella merecía muchísimo más que un rápido revolcón en un sofá con un hombre que iba a marcharse dentro de poco, un hombre que le había pagado su bondad con mentiras y duras críticas.
Pero, ¡maldita sea!, Hayley no se parecía a ninguna de las vírgenes que él había conocido. Él era alérgico a las mujeres inocentes. Eran apocadas, aburridas, sosas y generalmente iban custodiadas por una madre obsesionada con encontrarles marido. Hayley le retaba, le provocaba, le confundía y le fascinaba. Y, lo peor de todo, le excitaba hasta el punto de provocarle dolor.
Nunca supo de dónde sacó las fuerzas para alejarse de Hayley, pero, murmurando una blasfemia contra sí mismo, se obligó a separarse de ella y se incorporó, sentándose en el sofá. «¡¡Maldita sea!! ¡¡Maldita sea!!»
Apoyando la cabeza en las manos, Stephen cerró los ojos e intentó calmar sus desquiciados nervios. Tenía que alejarse de aquella mujer. De alguna forma, ella había sido capaz de despojarle de su sentido común. Se moría por ella. Su cuerpo pedía a gritos el contacto con su piel. Le estaba volviendo completamente loco. «No debería haber iniciado esto. Debería haber dejado que siguiera enfadada conmigo.» Pero había preferido egoístamente volver a ver aquel brillo tentador en sus ojos.
Ella se incorporó y se apoyó en el brazo de Stephen.
– Oh… la cabeza -se quejó- ¡Cómo me late!
«Yo sé muy bien lo que es latir, créeme», pensó y, sacando fuerzas de flaqueza, se levantó.
– Subamos arriba -dijo lacónicamente. La cogió firmemente por las axilas, la ayudó a ponerse en pie y luego prácticamente la arrastró por el salón.
– ¡Espera! -le dijo respirando con dificultad-. Todo me da vueltas.
Pero Stephen no esperó. No se atrevió a hacerlo. Sujetándola con firmeza con un brazo, medio la guió, medio la arrastró escaleras arriba. No se detuvo hasta que llegaron a la alcoba de Hayley. Abrió la puerta, la empujó dentro con delicadeza y luego cerró la puerta con un decidido clic.
Tras entrar en su propia alcoba, Stephen recorrió nerviosamente una y otra vez toda la longitud de la estancia, pasándose repetidamente los dedos por el pelo hasta que vio que se había arrancado varios mechones. Intentó desesperadamente no pensar en Hayley, Hayley ardiente y acogedora, Hayley entregada, tendiéndole los brazos, con los ojos rebosantes de deseo.
No podía pensar en otra cosa.
Podía haberla hecho suya.
Si su maldita conciencia no se hubiera interpuesto, ahora podría estar hundiéndose en las profundidades de sus suaves muslos, acariciando su piel con perfume a rosas, besando sus labios, aliviando aquel palpitante dolor que tenía en los genitales.
«¿Por qué diablos se habrá despertado mi conciencia, largamente dormida, justo ahora? ¡Vaya momento tan asquerosamente inadecuado para hacerse oír!» Hundiéndose en una butaca orejera, estuvo mirando fijamente el fuego con la frente arrugada hasta que las ascuas casi dejaron de brillar. Tras una hora de examen de conciencia, sólo fue capaz de llegar a dos conclusiones.
Primera, por mucho que intentara negarlo y por mucho que intentara convencerse a sí mismo de lo contrario, deseaba a Hayley Albright con una intensidad que le desconcertaba. Le afectaba como ninguna otra mujer le había afectado nunca.
Segunda, el único motivo de que en aquel preciso momento no estuviera hundido en sus acogedoras profundidades era que aquella mujer le importaba demasiado como para arrebatarle la inocencia y después abandonarla sin más.
Cerró fuertemente los ojos y negó con la cabeza.
«¡Maldita sea! Me importa; me importa mucho. No quiero que me importe, pero me importa.»
Le habría gustado no desearla hasta el punto de volverse loco, pero la deseaba.
Deseaba desesperadamente ser capaz de hacerla suya y largarse sin más, pero no podía hacerlo.
Girando la cabeza, miró fijamente la única rosa amarilla que reposaba sobre la mesita que había junto a su butaca. Cogió la flor marchita y tocó sus pétalos con dedos dubitativos.
Incluso con un asesino pisándole los talones, de algún modo sospechaba que estaría más seguro en Londres.
Necesitaba marcharse de allí.
Y cuanto antes mejor.
Capítulo 13
A la mañana siguiente, Hayley entró en la cocina bastante tarde.
– ¿Dónde se ha metido todo el mundo? -preguntó a Pierre. Había pasado una noche movida e inquieta, sin poder conciliar el sueño hasta el amanecer. Necesitaba desesperadamente un café.
– Sus hegmanas ido con tía, Weenston y Grimsley al megcado -contestó el cocinero mientras preparaba la masa para hacer pan-. Los chicos llevan a monsieur Baguettson a pescag.
– ¿A pescar? -preguntó Hayley sorprendida.