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Pierre asintió.

– Se han ido a pgimega hoga de la mañana después de desayunag.

Tras disfrutar de una rápida taza de café, Hayley cogió a hurtadillas un trozo de pan recién hecho y entró en el despacho. En la casa reinaba una calma que era una verdadera bendición y, si conseguía mantener sus pensamientos alejados de Stephen, probablemente podría adelantar el trabajo que tenía pendiente.

Cerrando la puerta tras de sí, se sentó en el escritorio y extrajo sus papeles del último cajón. Intentó concentrarse, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. Sólo podía pensar en la noche anterior. Se debatía entra la absoluta vergüenza y la incrédula evocación de una sensación maravillosa. La sensación de las manos de Stephen sobre su cuerpo, tocándola, explorándola, acariciándola, no se parecía a nada de lo que había experimentado antes. Ella no quería que parara, pero él se había alejado de ella sin darle ninguna explicación. De hecho, hasta parecía molesto con ella. Indudablemente, por su comportamiento escandaloso y excesivamente desinhibido.

Hayley estuvo reflexionando y, tras casi una hora de mirar fijamente una hoja en blanco, sólo fue capaz de llegar a dos conclusiones.

Primera, deseaba a Stephen Barrettson con una intensidad que la desconcertaba.

Segunda, el único motivo de que esa mañana siguiera siendo virgen era que él se había retirado la noche anterior. Ella habría continuado, deseosa de explorar y aprender más cosas sobre aquellas sensaciones increíblemente nuevas que la bombardeaban.

Cerró fuertemente los ojos y negó con la cabeza. Stephen se iba a marchar dentro de dos semanas porque tenía que trabajar para una familia que vivía lejos de Halstead. Sólo con pensarlo, se le partía el corazón.

Tenía que mantenerse alejada de él.

Justin Mallory estaba sentado en su despacho privado, mirando fijamente la carta que acababa de recibir. Releyó la escueta misiva tres veces, frunciendo el ceño y levantando alternativamente las cejas.

– Pareces muy desconcertado, cariño -dijo Victoria mientras entraba en el despacho.

Justin se guardó rápidamente la carta en el bolsillo del chaleco y sonrió a su mujer.

– No es más que un mensaje un tanto desconcertante de uno de mis socios -dijo quitándole importancia. Se levantó y se acercó a Victoria, rodeando su diminuto cuerpo con los brazos y dándole un breve beso en su tersa frente.

Hasta que conoció a Victoria, Justin siempre se había visto como el eterno soltero. Pero enseguida quedó prendado de los encantos de aquella joven menuda de brillantes ojos verdes, cabello castaño oscuro y una sonrisa que podría derretir la nieve en enero.

– Estaba pensando en cómo convencerte para que me lleves a Regent Street -dijo Victoria, reclinándose hacia atrás para apoyarse en los brazos de su esposo-. Llevo varios días encerrada en casa.

– Tú podrías convencer a las estrellas para que bajaran del cielo, mi amor-le susurró Justin mientras besaba la boca que ella le acababa de ofrecer-. Necesito un par de horas para ultimar unos cuantos asuntos y luego estaré a tu entera disposición.

– Gracias, cariño. -Victoria se puso de puntillas, rozó con los labios la mandíbula de Justin y salió de la habitación, cerrando la puerta detrás de ella con delicadeza.

En cuanto volvió a estar solo, Justin se sacó la carta del bolsillo y la volvió a leer. Junto con la petición de más mudas de ropa, Stephen le pedía algunas cosas que se salían de lo corriente. Y ni siquiera le preguntaba cómo iban sus indagaciones. Sólo una escueta nota pidiéndole una serie de raros artículos que quería que le llevara dentro de dos días. Justin rió entre dientes. Se moría de ganas por ver de nuevo a Stephen para averiguar cómo le estaba yendo en casa de los Albright.

Si la lista de artículos que le pedía Stephen era un indicador, su estancia debía de estar siendo de lo más pintoresca.

Y si Justin lograba imaginarse cómo conseguir los objetos que necesitaba, todo iría bien.

– ¡Mira cuánto he pescado! -Stephen entró en el jardín pisando fuerte, deteniéndose ante Hayley con una sonrisa de oreja a oreja en el rostro-. ¡Mira! ¿Has visto alguna vez una pesca tan magnífica?

Hayley se levantó, se limpió las manos en el delantal y examinó el grupo de insignificantes pececillos que colgaban de un hilo de pescar que sostenía Stephen con orgullo.

– ¡Impresionante! -dijo intentando parecer seria-. Es evidente que eres un experto pescador.

Stephen entornó los ojos con expresión de recelo, sin estar seguro de si Hayley se estaba burlando de él o no.

– No te estarás burlando de mí, ¿verdad? -dijo él en tono amenazador.

Ella abrió los ojos de par en par en señal de fingida inocencia.

– ¿Yo? ¿Burlarme de ti? ¿Un hombre que, obviamente, es el mejor pescador que jamás ha recorrido las costas de Inglaterra? ¿Cómo se te puede ocurrir algo semejante?

– Debes saber que estoy bastante orgulloso de mí mismo. -Se inclinó hacia Hayley y ella contuvo una risita. Stephen apestaba a pescado-. Esta ha sido la primera vez que he ido de pesca.

– Se ha caído dos veces al agua -intervino inesperadamente Andrew, mientras entraba, junto con Nathan, en el jardín.

La mirada de Hayley se centró en las costillas de Stephen.

– ¿Te… se ha hecho daño?

– Unas pequeñas punzadas, nada más. Y no me caí, sino que me empujaron esos gamberros -informó Stephen a Hayley señalando con dedo acusador a los dos chicos, que se estaban riendo-. Tiene que enseñarle buenos modales -añadió mientras le guiñaba un ojo exageradamente.

– ¿Nunca había ido de pesca hasta hoy? -preguntó Hayley sorprendida.

– Nunca. Yo soy tutor, no pescador. No se me había presentado la ocasión, hasta hoy. Y he de admitir que, para ser la primera vez, lo he hecho francamente bien. -Levantó su hilo de pescar y dirigió una mirada de admiración a su exigua captura.

Hayley los miró a los tres y sacudió la cabeza. No estaba segura de qué había ocurrido exactamente en aquella salida de pesca, pero era evidente que los tres se lo habían pasado en grande. Y Stephen era quien tenía la sonrisa más grande de todos.

– Venga, señor Barrettson -instó Nathan a Stephen estirándole del brazo-. Entreguémosle lo que hemos pescado a Pierre para que pueda empezar a preparar la cena.

– Ahora tengo que irme -informó Stephen a Hayley con una sonrisa de suficiencia-. Ya sabe, Pierre nos espera en la cocina. -Le dedicó otra radiante sonrisa y dejó que Nathan le guiara.

Hayley observó al trío y se tapó la boca con la mano para evitar estallar en carcajadas mientras se alejaban.

Stephen tenía una raja en los pantalones de montar justo a la altura de las nalgas.

– ¿Qué plan tenéis para esta mañana, chicos? -preguntó Hayley a sus hermanos al día siguiente a la hora del desayuno-. Tenemos algunas clases pendientes.

Andrew y Nathan dirigieron sendas miradas anhelantes y suplicantes a Hayley.

– El señor Barrettson se ha ofrecido a darnos clase hoy. Habíamos pensado ir al prado. ¿Te parece bien?

Hayley miró a Stephen sorprendida.

– ¿Clases al aire libre? ¿He oído bien?

Stephen la miró por encima del borde de la taza de café.

– Sí. Debo zanjar una deuda de honor con los chicos y he pensado que podría darles clase al mismo tiempo. Si usted no ve ningún inconveniente, claro.

– No. No veo ningún inconveniente -musitó Hayley, extrañada-. ¿Qué tipo de deuda de honor debe zanjar con los chicos?

– Andrew y yo hicimos una apuesta antes de ayer por la noche y perdí.

Hayley enarcó las cejas.

– ¿Apostó… con Andrew? ¿Y perdió?

– Por lo visto, no era mi noche para las apuestas -dijo esbozando una sonrisa.

Hayley se ruborizó hasta las raíces del cabello cuando recordó en qué había desembocado su apuesta con Stephen.

Sin hacer ningún otro comentario, observó cómo los tres salían de la habitación. No tenía la más remota idea de qué hacer con Stephen. Desde la discusión que habían tenido hacía dos días y la posterior partida de ajedrez, lo encontraba cambiado. Menos reservado. Con todo el mundo, salvo con ella. A pesar de que había sido educado y atento con ella en todo momento, de algún modo, había erigido un muro invisible entre ambos.