Gregory y Victoria habían tenido mucho más tiempo libre para jugar. Su padre era mucho menos estricto con su hija y con su segundo hijo varón. Les permitía correr por toda la finca y jugar -cualquier cosa que los mantuviera ocupados y alejados de él-, pero Stephen muy pocas veces podía unirse a ellos. Se pasaba la mayoría de los días encerrado en el cuarto de estudio bajo la estricta mirada de sus incontables tutores. «Y aquí estoy, con veintiocho años cumplidos, corriendo por el bosque como un chiquillo y pasándomelo condenadamente bien.»
En aquel preciso momento, los dos chicos llegaron con un cubo lleno de agua fresca. Stephen bebió con fruición y se secó la boca con el dorso de la mano. Los pelos de la barba le pincharon la piel de la mano y se dio cuenta de que llevaba varios días sin afeitarse. Se pasó las palmas por la recia mandíbula y recordó la sensación de los suaves senos de Hayley apretados contra su brazo mientras ella se inclinaba sobre él para rasurarle la cara. Pedirle que le volviera a afeitar probablemente no era una buena idea.
Andrew y Nathan se tumbaron en el suelo al lado de Stephen, y él se fijó en ellos. Reprimió una sonrisa cuando se dio cuenta de que los chicos se habían remangado las camisas y desabrochado los botones de una forma similar a la suya. Era evidente que le estaban imitando. Inesperadamente, sintió que una oleada de orgullo masculino le hinchaba el pecho.
Stephen observó cómo Andrew se pasaba las manos por la cara como acababa de hacer él.
– Supongo que pronto tendré que empezar a afeitarme -dijo el chico como quien no quiere la cosa.
Antes de que Stephen pudiera contestar, Nathan estalló en carcajadas.
– ¿Estás tonto o qué? -Miró la cara de su hermano mayor con atento y exagerado interés-. Ni un solo pelo. Eres más imberbe que un huevo.
Andrew se sonrojó.
– No es verdad. Ya tengo bastante bigote. -Se giró hacia Stephen-. ¿Verdad que sí, señor Barrettson?
A Stephen le vino inmediatamente a la mente la imagen de sí mismo cuando tenía la edad de Andrew. Todavía un niño, tambaleándose en la delicada antesala de convertirse en hombre, impaciente y al mismo tiempo aterrado por cruzar esa frontera. Entonces habría necesitado y deseaba desesperadamente tener una charla de tú a tú con un hombre, pero su padre no tenía el tiempo ni la disposición necesarios para dedicarle unos minutos. Él sabía muy bien qué era crecer sin el amor y la atención de un padre; se le encogió el corazón y sintió una gran complicidad acompañada de una sincera compasión por aquellos dos chicos que habían perdido a su padre.
Con fingida concentración, Stephen inspeccionó atentamente el rostro de Andrew. Era tan imberbe como un bebé.
– Hummm. Es verdad, Andrew. Creo que te está empezando a salir bigote. Predigo que tendrás que empezar a afeitarte muy pronto. -Casi se le escapa una sonrisa ante el evidente alivio del chico-. Por supuesto -prosiguió Stephen-, cuando un hombre empieza a afeitarse, todo cambia drásticamente.
Los dos chicos se sentaron y enderezaron la espalda, con los ojos como platos.
– ¿Todo cambia? -repitieron al unísono-. ¿En qué sentido?
Stephen dudó, intentando encontrar las palabras adecuadas, y maldijo para sus adentros su falta de experiencia para impartir algún tipo de sabiduría masculina a su entregado público. Sabiendo que se había metido en camisa de once varas, pero decidido a intentarlo, inspiró profundamente y se lanzó.
– Una vez que te haces hombre, la vida se vuelve… complicada. Hay innumerables normas que seguir y te asaltan muchas obligaciones y responsabilidades. Tienes que aprender a confiar en ti mismo. El mundo está lleno de gente de la que no te puedes fiar, que intentará aprovecharse de ti o hacerte daño. -«O matarte.»
Nathan se acercó rápidamente a Stephen hasta que chocaron sus rodillas y le dijo:
– Pero Hayley nunca permitiría que nadie nos hiciera daño. Ella nos protege y cuida de nosotros.
– Sí, es verdad -asintió Stephen-, pero, cuando te conviertas en un hombre, serás tú quien tendrá que cuidar de ella. Y también de Pamela y de Callie.
Andrew se puso serio de repente.
– Pero no tendré que asistir a las aburridas meriendas de Callie, ¿verdad que no?
– Cuando digo «cuidar de ellas», me refiero a ser considerado con ellas -aclaró Stephen-, respetarlas, hacer cosas por ellas sin protestar. Protegerlas de todo mal y de la gente mala. Creedme, no todo el mundo es tan bueno y generoso como vuestra familia, de modo que tenéis que estar atentos para protegeros y proteger a los vuestros. -Dudó un momento y luego añadió-: Y, por supuesto, luego está el tema de… las chicas.
Nathan soltó un bufido.
– ¿Chicas? ¡Menuda lata! Yo no soporto a las chicas. Sólo quieren jugar con muñecas y no soportan ensuciarse.
Stephen le despeinó.
– Lo verás diferente dentro de unos años.
– ¿Cuando necesite afeitarme?
Conteniendo una risita, Stephen contestó:
– Sí, Nathan. Ese es más o menos el orden de los acontecimientos. Primero te das cuenta de que te gustan las chicas, luego te empiezas a afeitar y luego te conviertes en un hombre.
Los ojos de Nathan brillaron como si, súbitamente, hubiera caído en la cuenta de algo.
– ¡Por eso a Andrew le está empezando a salir bigote! ¡Es porque le gusta Lizzy Mayfield!
– ¡No es verdad!
Intentando evitar la incipiente discusión, Stephen puso una mano en el hombro de cada uno de los chicos.
– Ya basta, caballeros. Nathan, haz el favor de dejar de meterte con tu hermano. Entenderás por qué cuando tengas catorce años. Y tú, Andrew, no hay nada malo en que te guste una chica. Tan sólo es una parte de hacerse mayor. -Y, dirigiéndole un guiño de complicidad, añadió-: La mejor parte.
Andrew esbozó una sonrisa.
– Gracias, señor Barrettson. Yo…
– ¡Ahí están!
Stephen se giró y vio a Hayley, Pamela y Callie avanzando entre las altas hierbas del prado.
Nathan se puso de pie de un salto y dijo:
– Voy a coger la armadura de nuestro escondite secreto antes de que lleguen. -Y desapareció entre los árboles.
– Parece ser que nuestra conversación de hombre a hombre ha llegado a su fin -dijo Stephen.
– ¿De hombre a hombre? -preguntó Andrew, con los ojos como platos.
Stephen asintió.
– De hombre a hombre. -Luego tendió la mano a Andrew. La mirada del chico se deslizó del rostro a la mano de Stephen. Tragó saliva visiblemente y luego estrechó con fuerza la mano de Stephen. La gratitud que brillaba en los ojos de Andrew llenó a Stephen de orgullo.
– ¡Mirad qué castillo! -chilló Callie, batiendo palmas mientras corría hacia la estructura.
Hayley y Pamela inspeccionaron el muro y lo declararon una maravilla arquitectónica. Luego se reunieron con Andrew y Stephen.
Apoyándose en los codos, Stephen decidió concederse una satisfacción y se permitió mirar a Hayley. Deslizó la mirada hasta su rostro y se le desbocó el corazón al comprobar que ella estaba mirando fascinada su camisa medio desabrochada.
Inmediatamente Stephen se la imaginó tocándolo, desrizándole las suaves manos por el pecho, los hombros, y descendiendo luego por la espalda. El dolor le atenazó las partes íntimas y se sentó de golpe, con expresión de seriedad. «¡Santo Dios! ¡Esta mujer es capaz de endurecer mi virilidad sólo con mirarme! Si no vuelvo pronto a Londres y hago una visita a mi amante, voy a volverme loco.»
– ¿Dónde está Nathan? -preguntó Pamela, escudriñando el prado con la vista.
– Ha ido a buscar la armadura a nuestro escondite secreto -contestó Andrew.