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Stephen la volvió a besar una y otra vez, y a cada segundo que pasaba perdía más el control. El tacto de las finas manos de Hayley, la sedosa caricia de su lengua contra la suya, su piel con perfume a rosas, le estaban volviendo loco. La palpitante rigidez de su erección chocaba dolorosamente contra sus apretados pantalones, torturándole con un ardiente deseo. Debería haber dejado que se marchase cuando se presentó la oportunidad, pero aquella mirada dolida y confusa al mismo tiempo en el rostro de Hayley se le había clavado en el corazón.

Ella suspiró su nombre, él la tumbó de espaldas sobre los blandos cojines del sofá, inclinándose hacia delante hasta estirarse completamente sobre ella. Su voz interior le gritaba: «¡No! ¡Para ya! ¡Retírate! Déjala sola. ¡Maldita sea! Esto no está bien.»

Pero se sentía tan bien.

Intentando apaciguar su conciencia, se dijo mentalmente que sólo quería besarla, nada más. Sólo un beso… sólo un beso más…

Pero le resultó imposible contentarse con un beso.

Ella le abrumaba en todos los sentidos, sin dejarle pensar coherentemente. Stephen apresó los senos de Hayley con ambas manos y, con los pulgares, le acarició los pezones, que inmediatamente se transformaron en dos montículos duros, enhiestos. Hayley gimió y enredó los dedos en el pelo de Stephen, instándole a acercársele todavía más. Incapaz de detenerse, él deslizó una mano hacia abajo, cogiendo el dobladillo del vestido y levantándolo lentamente. Introdujo la mano bajo la fina muselina y fue ascendiendo con los dedos por la pantorrilla. Cuando llegó a la rodilla, se encontró con el obstáculo de las bragas de algodón, una barrera que franqueó rápidamente.

Mientras los dedos de Stephen proseguían su placentera exploración pierna arriba, él se deleitaba escuchando los gemidos guturales y los suspiros entrecortados que se le iban escapando a Hayley. Cuando la mano de Stephen alcanzó la unión entre los muslos, todo el cuerpo de Hayley se tensó.

– Stephen… -susurró ella en sus labios.

Levantando la cabeza, él miró directamente aquellos ojos luminosos y dilatados por el placer. Y luego la acarició delicadamente con los dedos.

– Separa las piernas para mí, Hayley. Quiero tocarte. Necesito sentirte.

Sin apartar ni un momento la mirada de la de él, Hayley obedeció.

Los dedos de Stephen siguieron ascendiendo y acariciaron los suaves pliegues de carne femenina de Hayley, provocando en él un hondo gemido de placer masculino. Ella estaba húmeda y resbaladiza, caliente y tersa, y él se perdió en aquel contacto tan íntimo, aquella visión de Hayley con la cabeza echada hacia atrás, deleitándose con aquellas nuevas sensaciones.

Mientras ella se retorcía bajo las caricias de Stephen, aferrándose a sus hombros, él introdujo suavemente un dedo en su interior, observándola todo el rato. ¡Estaba tan mojada y suave por dentro! Él desplazó el dedo lentamente, entrando y saliendo del cuerpo de Hayley, viendo cómo crecía su pasión, cómo la respiración se le aceleraba y se le hacía más profunda. Stephen introdujo un segundo dedo en el interior de Hayley y emitió un grave gemido cuando notó que las paredes de terciopelo se contraían con fuerza.

Ella se apretó contra la mano de Stephen, y él supo lo que quería, consciente de lo ardiente y desesperada que se sentía en aquel momento. Exactamente como se sentía él.

– Stephen -le susurró, su voz convertida en un acelerado jadeo-, me siento tan rara, tan dolorida y tan maravillosamente bien al mismo tiempo, y… ¡ohhhhh! -exclamó entre jadeos.

Él la observó, completamente extasiado, mientras ella llegaba al clímax. Ella reaccionó abandonándose totalmente, la espalda arqueada, las caderas fuertemente apretadas contra él. Cuando se cayó de espaldas sobre los cojines, saciada, él retiró los dedos de su cuerpo. Stephen se tumbó a su lado y la apretó contra su palpitante corazón, hundiendo el rostro en su pelo y aspirando su perfume. Stephen nunca había visto nada más erótico, más sensual, que Hayley en su primer éxtasis pasional. Era un milagro que él no hubiera explotado también, aunque le había faltado bien poco.

Al poco rato, ella se inclinó hacia él y le tocó la cara. Él la miró y se quedaron mutuamente prendados de sus miradas.

Stephen giró la cara y le dio un ardiente beso en la palma de la mano.

– ¡Caramba, Hayley! Eres hermosa. Tan suave y tan ardiente, tan acogedora. -Su excitación aumentó y volvió a notar que los pantalones cada vez contenían menos su tiesa virilidad, un recordatorio de lo desesperadamente que deseaba hundirse en ella.

– ¿Qué me ha pasado? Nunca había experimentado nada semejante.

– Has experimentado el placer femenino -susurró él.

– ¡Ha sido… increíble! No tenía ni idea de que fuera así. -Acarició el rostro de Stephen con suavidad y dejó escapar un hondo suspiro-. ¡Qué sensación tan maravillosa, tan indescriptible!

Stephen apoyó la frente en la de ella y cerró los ojos, intentando tragarse el nudo de culpabilidad que se le había hecho en la garganta y amenazaba con ahogarle. Ahora que otra vez podía pensar con claridad, estaba profundamente enfadado consigo mismo. «Dios, soy un canalla asqueroso.» Acababa de comprometer la reputación de Hayley más allá de toda esperanza y, todavía peor, sabía que, si no se alejaba de ella, la comprometería todavía más. «Y, ¡maldita sea! Ella se merece mucho más que un revolcón en el sofá de un despacho con un hombre que la acabará dejando.»

Apoyándose en un hombro, Stephen apartó delicadamente un rizo de la frente de Hayley.

– Hayley, yo… -«¡Dios!» Sabía que debía disculparse, pero se sentía incapaz de hacerlo. Había sido demasiado hermoso. Ella era demasiado hermosa. Le embargó una profunda ternura. Tragó saliva y lo volvió a intentar-. No podemos seguir así, Hayley. No podemos seguir viéndonos a solas. Echarás a perder completamente tu reputación, y yo voy a acabar perdiendo la cabeza. No quiero comprometerte más de lo que ya lo he hecho. -«¡Maldita sea! En el fondo, me habría gustado llegar hasta el final. Me gustas demasiado, tanto que apenas puedo pensar con claridad.»

Las mejillas de Hayley se tiñeron de rojo carmesí, y ella hizo ademán de incorporarse.

– Por supuesto, tienes razón. Lo siento…

Stephen le puso un solo dedo en los labios, impidiéndole acabar la frase.

– No tienes que disculparte por nada, Hayley. Yo asumo toda la responsabilidad de lo ocurrido. Pero no soy más que un hombre, y no quiero poner en peligro tu reputación. Y, si volvemos a quedarnos solos como hoy, lo haré. No creo que me pueda controlar otra vez.

Haciendo un gran esfuerzo para separarse de ella, Stephen se sentó y luego ayudó a sentarse a Hayley. Se pasó los temblorosos dedos por el pelo y emitió un largo suspiro. Las partes íntimas le seguían palpitando y doliendo, pero él sabía que Hayley era la única persona que le podría saciar, y era la única que no podía tener. Menuda ironía que todas sus riquezas, haciendas y títulos no pudieran darle lo que realmente deseaba. Él sabía que podría tomarlo sin más, pero ¿a qué precio? «Me odiaría a mí mismo. Y, todavía peor, me odiaría ella. Tal vez no ahora, pero sí más adelante. Cuando me marchara.»

Al girarse hacia ella, vio que se estaba arreglando la ropa. Se veía vulnerable, confundida y más hermosa que ninguna otra mujer en quien él había posado los ojos. Tenía los labios enrojecidos e inflamados por los besos y los pómulos irritados por el roce con la barba. La melena castaña le caía con un atractivo desorden sobre los hombros. El resplandor del fuego proyectaba un halo dorado a su alrededor. Era evidente que tenía que alejarse de ella. Ya.

Levantándose, le tendió la mano.

– Vamos. Te acompañaré hasta tu alcoba.

Antes de que ella pudiera responder, la puerta de la biblioteca se abrió de par en par. Era Callie. Estaba de pie en el umbral, llorando como una magdalena.