Miró boquiabierto a los dos hombres y se dibujó una expresión de horror en su rostro.
– ¡Ah, ya! Déjenme que lo adivine. ¡Callie les ha invitado a tomar el té! ¿Verdad?
Stephen esbozó una mueca de arrepentimiento.
– Eso me temo.
Justin se inclinó y se quedó mirando fijamente al chico.
– Pero… Andrew, ¿qué diablos te ha pasado en la cara?
Andrew se palpó la mejilla y dirigió una tímida sonrisa de complicidad a Stephen.
– El señor Barrettson me ha enseñado a afeitarme.
– ¿Que el señor Barrettson te ha enseñado…? -Justin sacudió enérgicamente la cabeza-. Ya puedes darle las gracias a Dios, chico. Tienes mucha suerte de poderlo contar. Stephen no tiene ni idea de…
– ¡Ejem! -Stephen dirigió a su amigo una mirada asesina para hacerle callar y luego se volvió hacia Andrew.
– ¿Y si nos echaras una mano para levantarnos?
– Con mucho gusto -dijo Andrew. Se inclinó hacia delante y primero ayudó a Stephen y luego a Justin a desencajar las caderas de las diminutas sillas, intentando no romper éstas.
Justin levantó una de las sillas después de liberar las nalgas y dijo:
– Resistente, para ser tan pequeña. Es increíble que haya podido soportar mi peso.
– Gracias, Andrew -dijo Stephen frotándose los agarrotados muslos.
Andrew dirigió a los dos amigos una sonrisa de complicidad.
– No hay de qué. He tenido que soportar más de una de las dichosas meriendas de Callie y estoy bastante familiarizado con esas horribles sillitas. -Cogió una pasta de la bandeja prácticamente vacía, se la llevó a la boca y entró en la casa a paso lento.
Justin recogió del suelo el paquete que había traído y apremió a Stephen:
– Vamos, Stephen. Salgamos de aquí antes de que nos ocurra algo más.
Stephen asintió, y tomaron un sendero de piedra que se alejaba de la casa. Tras andar durante un rato, se detuvieron y se sentaron en un banco de piedra.
– ¿Dónde está el resto de los Albright? -preguntó Justin, apoyándose en el respaldo del banco y estirando las piernas.
– Hayley, Pamela y tía Olivia están en el pueblo, y Nathan guardando cama. Ayer se cayó de un árbol.
– ¿Está bien? -preguntó Justin.
– Sí, pero el médico le recomendó guardar cama durante todo el día de hoy. -A Stephen se le escapó una risita-. Creo que tanto encierro está matando al pobre muchacho.
Justin miró a su amigo con curiosidad.
– Pareces estar adaptándote bastante bien a la familia -dijo como quien no quiere la cosa-. Cuando hablamos por última vez parecías opinar de los hermanos Albright que eran unos gamberros ruidosos e ingobernables.
– Son unos gamberros ruidosos e ingobernables. Sencillamente, en cierto modo, me he acostumbrado a ellos. -Sonrió para sus adentros, pensando en la radiante y encantadora sonrisa de Callie cuando él le dijo que aceptaba su invitación para tomar el té. A pesar de las diminutas sillas, había disfrutado, y la alegría de la pequeña le había enternecido de una forma hasta entonces desconocida para él-. A los muchachos les falta pulir un poco los modales -comentó Stephen-, pero todos tienen un gran corazón. -«De hecho, son maravillosos.» Deslizó la mirada hasta el paquete que Justin había dejado en el suelo-. ¿Son ésas las cosas que te pedí?
Justin asintió con la cabeza y alargó el paquete a Stephen.
– Sí.
– Excelente. Necesitaba desesperadamente varias mudas de ropa más. -Se lamentó en silencio de la raja que se había hecho en uno de sus pantalones.
Justin arqueó una ceja.
– ¿Ah, sí? ¿Por eso me pediste que te trajera un vestido? ¿Un vestido de muselina azul claro? ¿Con zapatos y complementos a juego?
Stephen dirigió a Justin una gélida mirada.
– El vestido es para la señorita Albright.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál de ellas? Hay varias, como tú bien sabes.
– Es para Hayley -dijo Stephen con voz tirante.
– Ah. Un regalo que se sale de lo corriente. Muy personal. Y bastante caro, para venir de un tutor. Has de saber que necesité una cantidad considerable de tiempo, esfuerzo, dinero e inteligencia para conseguir ese vestido. De hecho, casi necesito un acta parlamentaria para traértelo.
– Por descontado, te lo pagaré, hasta el último penique -dijo Stephen gélidamente.
– Preferiría que satisficieras mi curiosidad.
– Olvídalo, Justin -le avisó Stephen.
– Como quieras -dijo Justin sonriendo-. Sólo espero que Victoria no se entere de mi compra. Si llegara a enterarse, podría tener graves problemas. ¿Cómo demonios quieres que le explique que compré el vestido para ti? Seguro que cree que tengo una amante.
– Eres un hombre de recursos. Seguro que se te ocurre alguna excusa plausible. Ten por seguro que nunca oirá la verdad de mis labios. Ahora, cuéntame. ¿Cómo van las cosas por Londres?
– Ha habido bastante movimiento -contestó Justin-. De hecho, aunque no me hubieras pedido que viniera, tenía pensado venir. Uno de nuestros sospechosos, Marcus Lawrence, está muerto.
Stephen miró fijamente a Justin.
– ¿Muerto?
Justin asintió.
– Suicidio. Lo encontraron en su despacho hace un par de días. Aparentemente, se metió una pistola en la boca y apretó el gatillo. El magistrado estaba a punto de levantar cargos contra él por el asunto del cargamento ilegal. Eso, junto con su ruina financiera, aparentemente le llevó al límite.
Stephen entornó los ojos.
– ¿Y cómo sabes que no fue un asesinato?
– Al parecer, varios testigos le vieron la noche de su muerte. Estaba como una cuba, divagando sobre sus pérdidas financieras y profundamente abatido. Según explicó su mayordomo, Lawrence llegó a su casa a medianoche y se fue directo al despacho. El mayordomo oyó el disparo varios minutos después.
– ¿Y si había entrado alguien por una ventana? -preguntó Stephen.
Justin negó con la cabeza.
– Imposible. Sólo había una ventana y estaba cerrada por dentro. Además dejó una breve nota a su mujer, pidiéndole perdón. Sin lugar a dudas, fue un suicidio.
– O sea que, en el caso de que Lawrence fuera nuestro hombre -reflexionó Stephen en voz alta-, entonces ya no estoy en peligro.
– En el caso de que Lawrence fuera nuestro hombre -asintió Justin.
Stephen miró a su amigo y una oleada de complicidad fluyó entre ambos sin mediar palabra.
– Siguiendo nuestro plan, expliqué a tu personal y a tu familia que te habías ido de viaje al continente -informó Justin-. Nadie cuestionó mi relato, pero Gregory me ha preguntado varias veces por tu paradero exacto. Yo le he dicho que preferías mantenerlo en secreto porque estabas disfrutando de unas vacaciones íntimas con tu nueva amante.
Al oír las palabras de Justin, a Stephen le subió por el cuello una oleada de calor. Se aclaró la garganta y dijo:
– Con Lawrence muerto, Gregory es nuestro principal sospechoso.
– Heredar varios millones de libras, junto con numerosas propiedades y títulos nobiliarios es un buen motivo para asesinar a alguien -afirmó Justin.
– Pero Gregory no necesita dinero.
– Yo no estaría tan seguro de eso, Stephen. He oído que debe una cantidad considerable en el club White, y ha estado frecuentando algunos locales de juego de mala reputación. Pero, de todos modos, creo que ya va siendo hora de que vuelvas a Londres. Si Lawrence era nuestro hombre, tu vida ha dejado de estar en peligro. Si el culpable es Gregory, necesitamos desenmascararlo. -Miró el torso de Stephen-. ¿Cómo tienes las costillas para montar a caballo?
Stephen asintió con mirada ausente.
– Supongo que bien. Pero ¿y si nuestro hombre no es ni Lawrence ni Gregory?
– Pues también debemos desenmascararlo -contestó Justin-. Aunque no es mi intención ponerte en peligro, no vamos a conseguir nada si te quedas aquí. Es hora de volver a casa, Stephen.