– Ayudaré a Winston y luego iré a ver cómo te va. Que disfrutes de la cabalgada.
– Gracias. -Intentando disimular su azoramiento, Hayley se dirigió hacia la puerta. «Casi nos besamos en el vestíbulo. ¡Por el amor de Dios! He perdido la cabeza. Callie casi nos cogió in fraganti ayer por la noche, un error que me juré no repetir, y ahora he estado a punto de hacer lo mismo.» Negando con la cabeza, se recordó a sí misma que se suponía que estaba intentando mantenerse alejada de Stephen, una misión que parecía ser incapaz de cumplir durante más de dos segundos seguidos. Cuanto más lo conocía y más tiempo pasaba con él, más insoportable se le hacía la idea de su partida.
«¡Que Dios me ayude! ¡Quiero que se quede!»
«Pero él pronto tendrá que reemprender su vida.»
Fue entonces cuando Hayley descubrió que, a pesar de sus mejores intenciones, nunca aprendería a dejar de desear lo que no podía tener.
Tras ayudar a Winston con las cajas, Stephen fue al establo, pero no había ni rastro de Hayley o Pericles. Volvió a entrar en la casa, fue a la biblioteca y cogió un número atrasado de Gentleman's Weekly. Sentándose cómodamente en el sofá de brocado, buscó la página de Las aventuras de un capitán de barco. Estaba a medio relato, cuando un párrafo le hizo detenerse súbitamente. Volvió a leerlo, seguro de que le estaban engañando los ojos.
– No hay nada más maravilloso que los hijos -dijo el capitán Haydon a su tripulación-. Cuando nació cada uno de mis hijos, mi esposa y yo lo miramos y recordamos el momento en que lo habíamos concebido. -Su risa retumbó en la calma de la brisa marina-. Les pusimos nombres en honor al lugar donde nos habíamos amado. ¡Menos mal que ninguno fue concebido junto a un riachuelo o el pobre se habría llamado «Aguado» o «Riachuelo»!
Miró fijamente la página, boquiabierto, mientras las piezas empezaban a encajar. ¿«Aguada»? ¿Elegir el nombre de los hijos en honor al momento en que fueron concebidos? H. Tripp, Tripp Albright, capitanes de barco, las indagaciones de Justin sobre la situación financiera de los Albright… «¡Maldita sea! Si Hayley no es la autora de los relatos, desde luego tiene alguna relación con ellos.»
¿Era así como mantenía a toda la familia? ¿Vendiendo relatos basados en las experiencias de su padre a Gentleman's Weekly? Stephen recordó la conversación que habían mantenido sobre Las aventuras de un capitán de barco. Hayley se ofendió cuando él cuestionó las habilidades literarias de H. Tripp. Y reconoció que se leía todos los relatos. Por supuesto que los leía, los escribía ella misma. O, por lo menos, ayudaba a alguien a escribirlos.
Empezó a dar vueltas a las implicaciones de todo aquello. Era evidente que Hayley tenía que mantener en secreto su participación en los relatos. Gentleman' s Weekly era la revista de mayor prestigio entre los miembros masculinos de la alta sociedad. Cada lord que Stephen conocía la leía asiduamente, de cabo a rabo. Si los preciados miembros de la aristocracia llegaran a descubrir algún día que los relatos por capítulos de su revista favorita eran obra de una mujer, se escandalizarían y horrorizarían, aparte de dejar de comprar inmediatamente la revista. Un escándalo de ese calibre arruinaría a la revista… y dejaría a la familia de Hayley sin lo que Stephen imaginaba que era su única fuente de ingresos.
Debería haberse escandalizado. Que una mujer vendiera relatos a una revista para hombres era algo que estaba fuera de toda norma, algo completamente inaceptable. Pero, de algún modo, la admiración superaba con creces la conmoción que le había provocado aquel descubrimiento. Cuando tuvo que enfrentarse a circunstancias adversas, Hayley había sabido encontrar la forma de sacar adelante a su familia. Pero, ¿era Hayley el mismo H. Tripp, o simplemente la asesora del verdadero autor de los relatos?
La imperiosa necesidad de conocer la respuesta a aquella pregunta sorprendió a Stephen. Necesitaba ver a Hayley, hablar con ella. ¿Sería capaz de leer la verdad en sus ojos? Sólo había una forma de averiguarlo. La forma en que Hayley se ganaba la vida no era de su incumbencia, pero no podía aplacar la imperiosa necesidad de saber la verdad.
Decidido a hablar con Hayley, se dirigió hacia la terraza. En el vestíbulo se encontró a Grimsley echando una cabezada en una butaca. Dos semanas antes, la visión de un sirviente durmiendo en el vestíbulo le habría enfurecido y consternado. Pero en aquel lugar y en aquel momento, le parecía, en cierto modo, apropiado. Intentando no hacer ruido para no molestar a Grimsley, Stephen se dirigió hacia la puerta que daba al jardín, moviendo repetidamente la cabeza en gesto de negación. Lacayos miopes durmiendo en el vestíbulo, groseros ex marineros vociferando por los pasillos, cocineros lanzando por los aires cazos y sartenes, niños revoltosos rebosantes de energía…; la casa de los Albright y sus ocupantes eran lo más opuesto a aquello a lo que él estaba acostumbrado. Pero, aunque al principio se había sentido aturdido ante aquel caos, ahora sabía que aquel caos no era más que otra forma de llamar al paraíso. Y le iba a resultar muy duro tener que marcharse de allí.
Una vez en el exterior, vio dos figuras en la distancia acercándose a la casa. Enseguida supo que eran Hayley y Callie. Se acomodó en una silla de hierro forjado para esperarlas e inspiró profundamente el aire con olor a tierra. Apoyando la cabeza en el respaldo de la silla, disfrutó del suave picor de los cálidos rayos del sol en la cara. Dentro de dos días estaría de vuelta en Londres, reanudando su vida normal, intentando dar caza a un asesino. «Debo decirle a Hayley que me voy al día siguiente de la fiesta. No puedo posponerlo más, por mucho que lo desee. Se lo explicaré esta misma tarde.»
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de unas voces femeninas. Irguiéndose en la silla, Stephen se protegió los ojos del fuerte sol con una mano. Hayley y Callie estaban corriendo por el césped con los brazos abiertos. Incapaz de resistir la atracción que aquellas risas ejercían sobre él, se levantó de la silla y se acercó a la barandilla del patio para tener mejor perspectiva.
– ¿A que no me pillas? -chillaba Callie, corriendo todo lo deprisa que le permitían sus cortas piernas.
– Oh, sí. ¡Ya lo creo que te voy a pillar! -dijo Hayley mientras la perseguía y simulaba estar a punto de cogerla-. Esta vez no te me escaparás.
Callie siguió dando grititos y riéndose mientras se acercaba al patio, con Hayley pisándole los talones. Stephen observó sus payasadas, y una extraña sensación, una indescriptible nostalgia, le embargó por completo, filtrándosele por las venas. ¿Cómo debía de ser una infancia llena de juegos y risas? ¿De abrazos y sonrisas? Le bastaba con mirar el rostro de Callie, radiante de felicidad, para saber que tenía que ser maravillosa. Hayley estaba siendo una madre excelente para sus hermanos y, si sus sospechas eran correctas, los quería con una profundidad y una generosidad que él creía que no podían existir.
La mirada de Stephen la buscó, siguiéndola mientras perseguía a su escurridiza hermanita simulando que la quería pillar. Se le había soltado el pelo, y sus brillantes rizos castaños flotaban tras ella en un salvaje desorden mientras corría. Stephen sintió que se le agarrotaba la garganta. ¡Era tan condenadamente bonita! Una fascinante combinación de inocencia y naturalidad.
Pero ya no era sólo su hermoso rostro lo que cautivaba a Stephen. Era su belleza interior. Su limpia sonrisa, sus cariñosas caricias. Su corazón generoso, su paciente fortaleza. Si las cosas fueran diferentes…