A continuación, Callie sostuvo a la señorita Josephine mientras Stephen le lavaba con gran delicadeza la carita de porcelana. Cuando acabaron, Stephen la secó con cuidado con una toalla.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Callie, acunando a la muñeca envuelta en una toalla-. La ropa de la señorita Josephine todavía está mojada, y sigue sin brazos.
– ¿Tienes más ropita? -preguntó Stephen, en un mar de confusiones.
– No, la señorita Josephine sólo tiene un vestidito.
– Hummm… -Stephen se frotó la barbilla con la mano, preguntándose cómo podía resolver el problema de la falta de vestuario de la señorita Josephine.
– Tal vez podríamos coserle los brazos -sugirió Callie.
– ¿Coser?
– Sí. Creo que eso seria lo mejor.
– ¿Tienes los, eh… utensilios adecuados para coser? -preguntó él, rezando para que la respuesta de Callie fuera negativa.
– Sí. -Callie cogió lo necesario de una cestita que tenía junto a la cama y se lo pasó a Stephen.
Stephen observó el hilo y la aguja que reposaban sobre la palma de su mano. Su consternación no habría sido mayor si le hubieran puesto una tarántula en la mano.
Aunque era evidente que los brazos de la señorita Josephine tenían que coserse a su cuerpo, Stephen no tenía ni la más remota idea de cómo hacerlo.
– ¿Sabes enhebrar agujas? -preguntó.
– Por supuesto que sí. -Callie cogió el hilo y la aguja, se acercó al fuego y, sumamente concentrada, enhebró la aguja e hizo un nudo en un extremo del hilo-. Aquí la tiene -añadió mientras alargaba la aguja enhebrada hacia Stephen.
Stephen cogió la aguja y la miró como si se tratara de una serpiente. «¡Dios mío! ¡En menudo lío me he metido!»
Pero, por difícil que pareciera la empresa, él se tenía por un hombre de recursos. Seguro que se las podía arreglar para dar un par de puntos. Echó una rápida mirada a su alrededor, como si pretendiera asegurarse de que ninguno de los miembros más preciados de la alta sociedad londinense estuviera agazapado tras las sombras, preparado para pillarle in fraganti y censurarle por conducta impropia. El marqués de Glenfield cosiéndole los brazos a una muñeca. Stephen sabía que, si era lo bastante imbécil como para explicarle a alguien aquel episodio, de todos modos, no le creerían.
– Bueno, vamos allá. -Flexionando las piernas, se sentó en el suelo cerca del fuego.
Callie se sentó a su lado, y los dos juntos fueron cosiéndole los brazos a la señorita Josephine. La pequeña sostenía los brazos mientras Stephen daba una serie de torpes e irregulares puntadas, haciendo un gran esfuerzo por mantener los labios cerrados cada vez que se clavaba la puntiaguda aguja en el dedo.
– Es mejor que no se pinche demasiado, señor Barrettson, o acabará con un tatuaje.
– ¿Qué?
– Así es como se hacen los tatuajes, ¿sabe? Con agujas. Oí a Winston y a Grimsley hablar sobre ello. Primero te bebes algo que se llama Blue Ruin hasta que te sientes un poco atontado, luego te pinchan con agujas y después te vas con tus amigos a una casa de citas. -Ladeó la cabeza en señal de interrogación-. ¿Qué es una casa de citas?
Stephen soltó la muñeca y estuvo a punto de atragantarse.
– Es un lugar adonde, bueno… van caballeros y señoritas a… eh, a… jugar.
– ¡Qué divertido! Me encantan los juegos. ¿Crees que en Halstead habrá alguna casa de citas adonde pueda ir yo?
Stephen se tapó la boca con las manos y musitó una palabrota para sus adentros.
– Sólo está permitida la entrada a los adultos. -La mera idea de que aquel tipo de vulgaridades pudiera manchar algún día a aquella inocente niña le revolvió las tripas.
Callie lo miró decepcionada.
– Bueno… Tal vez cuando sea mayor.
Poniéndole las manos en sus estrechos hombros, Stephen la miró a los ojos y se esforzó por encontrar las palabras adecuadas.
– Las señoritas decentes y… limpias no van a casas de citas. Nunca.
A Callie se le pusieron los ojos como platos.
– ¿Qué? ¿Quiere decir que es un lugar adonde van las señoritas que no se bañan?
– ¿Bañarse? Eh, bueno, sí. Eso.
Callie arrugó su naricita chata.
– Entonces no me verán por allí. Me encanta jugar en la bañera. Hayley me deja quedarme hasta que se me empieza a arrugar la piel. -Bajó la mirada y se fijó en la muñeca que estaba en la alfombrilla entre ellos dos-. ¿Y si acabamos de curar a la señorita Josephine?
Stephen aprovechó la oportunidad y cogió la muñeca con el mismo celo con que un perro hambriento corre tras un hueso. Y empezó a coser como si le fuera en ello la vida, rezando por que a Callie no se le ocurriera hacerle más preguntas.
– Ya está -dijo él por fin, haciendo un nudo y cortando el hilo con los dientes. Levantó la muñeca para que Callie la pudiera inspeccionar. «No está mal. Nada mal.» Aunque le dolían los dedos, estaba orgulloso de sí mismo. «¿Y qué más da si los brazos de la muñeca están un poco torcidos y uno es más largo que otro? La cuestión es que ahora tiene brazos.»
– ¡Tiene un aspecto magnífico! -dijo Callie y después emitió un hondo suspiro. Sus ojos rebosaban gratitud.
Una profunda sensación de logro y autocomplacencia invadió a Stephen.
– Sí, lo tiene. Ahora veamos cómo está su ropa. Tal vez ya se haya secado.
Callie fue a buscar el vestidito de la muñeca.
– Sólo tiene los bordes un poco húmedos.
– Perfecto. Sugiero que vistamos a la señorita Josephine y la acostemos.
– Opino lo mismo. Ha tenido una noche agotadora.
Stephen sujetó la muñeca mientras Callie le introducía el vestido por la cabeza. Y se lo abrocharon entre los dos.
– Gracias, señor Barrettson -dijo Callie, abrazando a la muñeca contra su pecho-. Le ha salvado la vida a la señorita Josephine y siempre le estaré agradecida. -Se acercó la muñeca al oído y escuchó, con los ojos abiertos de par en par. Luego miró a Stephen-. A la señorita Josephine le gustaría darle un beso y un abrazo.
Stephen hincó una rodilla en el suelo enfrente de Callie. Ella acercó la carita de porcelana de la muñeca a la mejilla de Stephen e hizo el sonido de un beso.
– Gracias, señor Barrettson -dijo Callie con voz aguda, simulando ser la señorita Josephine-. Le quiero.
A Stephen se le hizo un nudo en la garganta, un nudo que le resultó casi insoportable cuando Callie se abalanzó sobre él, le rodeó el cuello con sus bracitos y lo abrazó con todas sus fuerzas. Al principio, Stephen dudó, pero luego apretó a la pequeña contra su pecho, mientras sentía que se le expandía el corazón ante semejante muestra de gratitud. «¡Qué sensación tan distinta abrazar a un niño! Distinta, increíble y maravillosamente enternecedora.»
– Yo también le quiero, señor Barrettson -le susurró en el cuello. Le dio un jugoso beso en la mejilla sacando mucho los labios y luego se retiró y le sonrió, con los ojos brillantes.
«¡Maldita sea! Esta niña va a acabar por desmontarme.» Stephen carraspeó y, de algún modo, consiguió esbozar una sonrisa.
– Creo que ya es hora de que tú y la señorita Josephine os vayáis a la cama -dijo con voz ronca, embargado por la emoción.
Callie se subió a la cama y Stephen las arropó a ella y a la señorita Josephine. No estaba seguro de haberlo hecho correctamente, pero Callie bostezó inmediatamente y cerró los ojos. Al poco rato, tenía la respiración profunda y regular propia del sueño.
Stephen se quedó de pie junto a la cama durante varios minutos, observándola. Un halo resplandeciente de rizos oscuros y brillantes rodeaba la preciosa carita de Callie, las pestañas proyectaban sombras en forma de media luna sobre sus regordetas mejillas, y su boquita de piñón parecía robada de un querubín.