«Yo también le quiero, señor Barrettson.» «Que Dios me ayude.»
Stephen salió del dormitorio, cerrando silenciosamente la puerta tras él.
Cuando entró en su alcoba, Stephen se fue directo a la garrafa de brandy. «¡Estoy perdido! Los habitantes de esta casa van a acabar volviéndome loco.» No sabía cómo había ocurrido, pero cada uno de ellos se las habían apañado para, de alguna manera, colarse con la habilidad de un experto ladrón en su hastiado corazón y robarle un pedacito.
Pero ninguno lo había logrado tan completamente como Hayley. «¡Dios! Ni siquiera creía que tuviera un alma hasta que ella me la despertó con su valiente compasión, su ternura y su afecto.» Ella era un ángel que le tentaba más allá de lo imaginable y le hacía sentir cosas que nunca había experimentado antes, cosas que ni tan siquiera era capaz de describir, que le estremecían íntimamente y le hacían sentir que iba a estallarle el corazón.
Dominado por la inquietud, Stephen se bebió una copa de brandy y volvió a servirse otra enseguida. Era una buena cosa que tuviera que abandonar pronto la casa de los Albright. Se había implicado demasiado con aquella gente, en sus vidas y sus problemas. No podía permitir que le importaran.
No. Era demasiado tarde.
«¡Maldita sea! Ya me importan. Todos ellos.»
Intentó alejar sus pensamientos del rato que acababa de pasar con Callie, pero no lo consiguió. No sabía absolutamente nada sobre niñas pequeñas, pero, cuando la encontró llorando por su querida muñeca, notó que estaba a punto de partírsele el corazón. Si hubiera sido necesario, habría luchado contra dragones para que la pequeña volviera a sonreír.
Y lo había conseguido. Bajó la mirada y contempló sus dedos doloridos y no pudo evitar esbozar una sonrisa. Por lo menos no «le había salido» un tatuaje. «¡Dios mío! Qué hermosura de niña. Tan abierta, sincera e inocente.» «Yo también le quiero, señor Barrettson.»
Nadie le había dicho antes aquellas palabras. Ni su madre, ni su padre, ni su hermana, ni ninguna de sus numerosas amantes. Nadie. Lo cierto era que él nunca había concedido ninguna importancia a aquellas tres breves palabras hasta que las había oído en boca de una niña de seis años que lo miraba con ojos brillantes y llenos de admiración, unos ojos que eran un duplicado exacto de los de su hermana mayor. «Qué extraordinario que una niña tan pequeña haya experimentado el amor cuando yo, alguien que se supone que lo tiene todo, no lo ha hecho nunca.»
Stephen dio un buen trago al brandy, el fuerte licor le dejó un ardiente rastro de camino al estómago. Fuera como fuese, tenía que dejar de pensar en Hayley. Pero, por mucho que lo intentaba, no podía alejar sus pensamientos de ella. Recordó el rato que habían pasado a solas la noche anterior; Hayley entregada y temblorosa entre sus brazos, experimentando su primer éxtasis pasional. La sedosa textura de su piel, con olor a rosas, la aterciopelada calidez de su feminidad contrayéndose alrededor de sus dedos, sus suspiros de placer, la caricia de sus labios…
Dentro de cuarenta y ocho horas estaría de vuelta en Londres, fuera de la vida de Hayley. Se le revolvieron las tripas sólo de pensarlo y sintió un dolor que no se atrevió a nombrar. ¡Maldita sea! Aquella mujer se le había metido debajo de la piel y no sabía cómo sacársela de allí. Tenía que marcharse, por el bien de los dos.
Musitando con rabia una obscenidad, cogió la garrafa de brandy, se sirvió otra copa y se hundió en la butaca orejera que había enfrente de la chimenea con un sonoro suspiro.
Casi eran las cuatro de la madrugada. Se bebió el brandy y volvió a llenarse la copa.
¿Acabaría aquella noche alguna vez?
Hayley estaba tumbada sobre un costado, con los ojos como platos, mirando fijamente el vestido que colgaba de su armario abierto, pensando en el hombre que se lo había regalado.
Stephen.
Emitiendo un hondo suspiro, cerró los ojos y dibujó mentalmente su atractivo rostro. Casi podía oler su fragancia, limpia y salvaje al mismo tiempo, sentir sus manos explorando su cuerpo, la caricia de sus labios.
Nunca había sospechado que en ese punto tan tardío de su vida podría enamorarse tan loca y desesperadamente. Lo único que ahora se preguntaba era qué debía hacer, en el caso de que debiera hacer algo.
Stephen tenía una vida, un trabajo, lejos de Halstead. Y para ella su familia era su principal preocupación.
¿Se plantearía él la posibilidad de buscar trabajo en Halstead? ¿Se atrevería ella a pedírselo? Si no se lo pedía, ¿se pasaría el resto de su vida lamentándose y preguntándose qué habría respondido él? Pero ¿y si se atrevía a pedírselo y él le daba una negativa?
«Se me partiría el corazón.»
Pero ¿y si decidía quedarse?
Hayley cerró los ojos con fuerza y negó con la cabeza, temerosa de soñar siquiera con que Stephen pudiera quedarse, aterrada de desear tan intensamente que se enamorara de ella, que pudieran tener un futuro juntos. ¿Estaría dispuesto a cargar con el peso de toda su familia?
Mucho riesgo, mucho que perder.
Pero mucho más que ganar.
Hayley barajó mentalmente sus opciones una y otra vez sin llegar a una decisión casi hasta el amanecer.
Cuando despuntaron los primeros rayos del sol tras el horizonte, tiñendo el cielo de un resplandor anaranjado, por fin logró conciliar el sueño, tras haber tomado una decisión.
Iba a decirle a Stephen lo que sentía por él y a pedirle que se estableciera en Halstead. E iba a rezar para que le contestara que sí.
«Mucho riesgo, pero mucho más que ganar.»
Capítulo 19
A la mañana siguiente, Stephen se despertó muy tarde, con una de las peores resacas que había tenido en años. Parecía como si la cabeza le fuera a explotar, y las sienes le latían con tal fuerza que casi le resultaba imposible pensar. Se levantó de la cama, avanzó con paso vacilante hasta la ventana y descorrió con sumo cuidado las pesadas cortinas.
Craso error.
La fuerte luz del sol le golpeó los ojos, y retrocedió tambaleándose, apartándose de los hirientes rayos con un hondo gemido. Categóricamente, la abstinencia no estaba hecha para él. Sintió que se le revolvían las tripas y volvió a gemir. Pensándolo bien, el brandy tampoco estaba hecho para él.
Jurándose a sí mismo no beber nada más que té hasta el fin de sus días, se vistió lentamente. Cada movimiento le repercutía en la cabeza, como si le estuvieran clavando afilados dardos en el cerebro. ¡Dios! Necesitaba desesperadamente uno de los asquerosos brebajes que le preparaba Sigfried en las contadas ocasiones en que bebía más de la cuenta.
Cuando, por fin, se hubo vestido, Stephen bajó las escaleras ansiando desesperadamente un café. Tras asomarse al comedor y encontrarlo desierto, se dirigió hacia la cocina, donde se encontró a Pierre limpiando pescado. Al percibir aquel fuerte olor a pescado, casi le fallan las rodillas.
– Tiene aspecto de pagueceg mal de mer, monsieur Baguettson -dijo Pierre.
– Me encuentro incluso peor, se lo aseguro -contestó Stephen, sentándose con cuidado en una silla de respaldo rígido delante de una mesa grande de madera. Dejó caer la dolorida cabeza sobre las manos-. ¿Le importaría prepararme un café?
Pierre dejó el cuchillo y se secó las manos en el delantal.
– ¿Demasiado bgandy fgancés del capitán? -preguntó con una sonrisa de complicidad.
Stephen asintió y luego deseó no haberlo hecho. Y pensó que alguien debería decirle al maldito gato que dejara de pasearse por allí.
– Pierre sabe cómo ayudag a monsieur. Dentgo de poco se sentigá mejog. Ya vegá.
Stephen no contestó, se limitó a apoyar su palpitante cabeza en las manos y luego gruñó.
Al cabo de cinco minutos Pierre colocó un vaso delante de Stephen. Éste levantó la cabeza y lo miró con ojos legañosos.