– ¿Qué es? -preguntó, en el fondo sin importarle.
– Limítese a bebégselo -le ordenó Pierre en tono imperativo.
Stephen olió su contenido.
– ¡Puaj! ¿Qué demonios es esto?
– Una gueceta secgueta. Bébaselo.
«¿Y qué más da? Si no me cura, tal vez me mate. De todos modos, me encontraré mejor.» Cogió el vaso y engulló el brebaje. Era con diferencia la pócima más repugnante que había bebido en su vida. Se preguntó si el plan de Pierre consistiría realmente en quitarle el dolor aniquilándole.
Pierre cogió el vaso vacío y volvió a su pescado.
– Se sentigá mejog muy pgonto. Pierre es un maestgo.
Stephen se quedó completamente inmóvil sentado en la silla, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en las palmas. No había bebido tanto brandy desde que era un joven imberbe. Si se descuidaba, los Albright acabarían matándolo. En aquel momento se sentía morir.
Pero, al cabo de unos minutos, francamente no se sentía tan mal. De hecho, se fue encontrando mejor a cada minuto que pasaba. Al cabo de diez minutos, se sentía casi humano. Levantó la cabeza, moviendo el cuello tentativamente. El persistente dolor de cabeza se le había ido. Miró a Pierre estupefacto.
– ¿Se encuentga mejog, monsieur Baguettson? -preguntó Pierre, sin levantar la cabeza de la pila de pescado.
– Me encuentro bastante bien -dijo Stephen sorprendido. Ni siquiera el elixir de Sigfried lograba un efecto tan espectacular-. ¿Qué diablos me ha dado?
– Una gueceta familiag secgueta. Es lo mejog, ¿vegdad?
– Lo «mejog» -asintió Stephen.
– Me imagino que ahoga le empezagá a entgag hambgue -predijo Pierre asintiendo con una gran seguridad.
– Me muero de hambre -dijo Stephen sorprendido. Hacía sólo diez minutos, pensaba que no volvería a comer nunca más.
Sin decir nada, Pierre le preparó una comida ligera mientras Stephen iba dando sorbos a un café bien cargado. Stephen miró a su alrededor con interés, y comprobó que en aquella cocina había un inmenso horno de leña y decenas de cacerolas, sartenes y otros utensilios colgados de las paredes. De repente, se dio cuenta de que aquella habitación era cálida, acogedora y agradable. También cayó en la cuenta de que era la primera vez en su vida que ponía los pies en una cocina.
– ¡Voilà! -dijo Pierre, colocando una bandeja delante de Stephen-. Coma y se encontgagá très bien paga la cena de esta noche.
– Gracias -dijo Stephen, atacando los huevos con un entusiasmo fuera de lo común. Le supieron a gloria y devoró hasta el último bocado. Luego se recostó en el respaldo de la silla, satisfecho y encontrándose mucho mejor de lo que hacía un rato creía posible. Saboreó otra taza de café mientras observaba cómo Pierre limpiaba un pez tras otro-. Parece ser que Andrew y Nathan se han ido de pesca esta mañana -comentó Stephen al cabo de un rato.
– Oui. Ha ido toda la familia. Tgaído montones de pescados. Pierre muy ocupado.
– ¿Dónde están ahora?
Pierre se encogió de hombros.
– Cgueo que en el lago con los pegos. -Arrugó exageradamente la nariz en señal de disgusto- ¡Esos pegos! Quelle horreur! Lo desogdenan todo. Huelen fatal. A Pierre no gustag que entguen en la cocina.
– Perfectamente comprensible -murmuró Stephen, estremeciéndose sólo de pensar en el estropicio que aquellas bestias podrían hacer en la cocina. Se levantó y se acercó a Pierre, observando fascinado cómo aquel hombre menudo limpiaba el pescado.
El cuchillo de Pierre se movía de un lado a otro con una gran economía de movimientos, y la pila de pescados limpios iba creciendo a la misma velocidad. Tras observarle atentamente durante varios minutos, Stephen sintió el repentino impulso de probarlo por sí mismo.
– ¿Puedo ayudar? -preguntó con aire despreocupado.
Pierre se detuvo y lo miró de soslayo durante un momento antes de hablar.
– ¿Ha limpiado pescado alguna vez?
– No.
– Le enseñagué. -Le pasó a Stephen un cuchillo y un pez pequeño-. Pguimego le cogta la cabeza -dijo Pierre, y se lo demostró con el pescado que tenía en la mano.
Stephen lo cogió por la cola e imitó las acciones de Pierre.
– Luego cogta aquí abajo y le aganca las tguipas.
Stephen imitó a Pierre, haciendo una raja en el abdomen del pez y extrayéndole las vísceras.
– Luego, sosténgalo pog aquí y gasque con el cuchillo.
Stephen observó cómo Pierre cogía el pez por la cola y lo descamaba deslizando el borde romo del cuchillo a lo largo del cuerpo del pez.
– Luego cogta aquí y voilà. Ya está. -Pierre golpeó fuertemente la cola contra el poyo de la cocina y añadió el pez al montón de pescados limpios-. Usted se encagga del guesto y mientgas tanto Pierre hace otgas cosas.
Stephen cogió el cuchillo, primero torpemente, y estuvo a punto de rebanarse un dedo de cuajo, pero al final le cogió el tranquillo a la tarea, aunque sin igualar la velocidad y la destreza de Pierre.
Al principio, Stephen no entendía muy bien qué impulso se había adueñado de él para ofrecerse voluntariamente a ayudar a Pierre, aparte de una curiosidad insana por aprender una actividad completamente desconocida para él. Pero, para su sorpresa, comprobó que en el fondo le gustaba limpiar pescado. Cuando acabó y dejó el cuchillo sobre el mármol, se sentía bastante orgulloso de sí mismo.
Pierre examinó su trabajo y dijo:
– Ha hecho un buen tgabajo. Ahora le enseñagué a cocinag.
Stephen se pasó la próxima hora en la cocina con su maestro, aprendiendo los detalles de preparar la comida para una familia hambrienta. Codo con codo, frieron la pila de pescados, hicieron al vapor una enorme cacerola de hortalizas y hornearon varias barras de pan mientras Pierre iba explicando anécdotas sobre sus años como cocinero a bordo del barco del capitán Albright.
Escuchando aquellas divertidas anécdotas, Stephen experimentó un desconocido sentimiento de pertenencia, algo que nunca le había ocurrido en su propia casa. Iba acompañado de una agradable sensación de logro y satisfacción. Algo tan sencillo como limpiar pescado o trocear verdura era capaz de inspirarle una camaradería que nunca había sentido hasta entonces. ¿Era aquello lo que hacían sus sirvientes? ¿Charlar y reír mientras trabajaban? ¿Establecían lazos de amistad entre ellos? Stephen sacudió la cabeza. No tenía la más remota idea, y el hecho de saber tan poco sobre la gente que trabajaba para su familia le llenó de vergüenza. Tenían sus vidas y sus familias, pero él nunca se había interesado por ellas. Por supuesto, si el marqués de Glenfield se hubiera ofrecido para ayudar en la cocina, sus sirvientes se habrían muerto del susto.
Poco antes de llevar la comida al comedor, Pierre preparó un plato con cabezas de pescado y lo dejó en el suelo para Berta, la gata.
– Creía que odiaba a la gata -comentó Stephen con una sonrisa mientras veía cómo el cocinero acariciaba cariñosamente al felino en la cabeza mientras éste se le restregaba entre las piernas.
– Begta es buena. Y mantiene a gaya a los gatones -contestó Pierre con una breve sonrisa-. Pero no se lo diga a mademoiselle Hayley. Es nuestgo secgueto, oui?
Stephen asintió y luego ayudó a Pierre a llevar las fuentes llenas de humeante comida al comedor. Llegaron justo cuando los Albright entraban en la habitación.
Hayley miró a Stephen sorprendida cuando lo vio cargando con sus manos una pesada fuente, que dejó en el centro de la mesa.
Stephen se dio cuenta de que ella lo miraba y sonrió:
– Quiero informar a todo el mundo de que he ayudado a preparar la comida -anunció, incapaz de ocultar el orgullo en su voz.
– ¿Ah, sí? -Hayley miró a Pierre, quien confirmó las palabras de Stephen asintiendo solemnemente.