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– Hayley, yo no soy el dechado de virtudes que pareces creer que soy. De hecho, yo… -Sus palabras se perdieron en el aire cuando ella alargó el brazo y le tocó la mano.

– Sí, lo eres, Stephen. -Lo miró con ojos brillantes-. Sí, lo eres.

Suspirando hondamente, él la estrechó entre sus brazos, apretándola contra su palpitante corazón. Hundió el rostro en el perfume de su cabello y cerró los ojos intentando luchar contra la culpa y la vergüenza que le carcomían por dentro. Hayley le acababa de mirar como le había mirado Callie la noche anterior. La admiración brillaba en sus inmensos y límpidos ojos azules, una admiración que a Stephen le hizo sentir, por primera vez en la vida, que tal vez no era tan canalla, después de todo. Y sabe Dios lo mucho que le gustó aquella sensación.

Demasiado.

Pero él no era digno de aquella admiración.

«Aléjate de ella. Dile que te vas mañana.»

En lugar de ello, se acercó todavía más. La abrazó más fuerte e intentó absorber parte de su bondad, sabiendo que al día siguiente, cuando él ya no estuviera allí, aquella mirada de admiración desaparecería de los ojos de Hayley. Le invadió una profunda sensación de pérdida y la abrazó todavía más fuerte, disfrutando de la ternura de aquel momento, tan hermoso como fugaz.

«Pasado mañana todo se habrá acabado.»

– Está preciosa, señorita Albright -dijo Stephen a Pamela aquella misma tarde cuando la vio entrar en el salón. La repasó con la mirada de arriba abajo, fijándose en su vestido verde pastel y su favorecedor recogido-. Seguro que es el foco de las miradas de todos los hombres de la fiesta.

Un rubor rosado encendió las mejillas de Pamela.

– Muchas gracias, señor Barrettson. Usted también está excepcionalmente elegante.

– Gracias… -la voz de Stephen se desvaneció en cuanto vio a Hayley de pie en el umbral de la puerta, toda una visión con su vestido azul claro. Era exactamente del mismo color que sus ojos. El escotado corpiño resaltaba sus senos, dejando al descubierto una tentadora extensión de piel color crema. Sus rizos castaños estaban recogidos con suma habilidad en un elegante moño en la parte superior de la cabeza. Una cinta de color azul claro adornaba el fino recogido, y un par de resplandecientes zarcillos enmarcaban su hermoso rostro.

«¡Dios mío!» A Stephen se le quedaron los pulmones sin aire. Hayley le quitó literalmente el aliento. Avanzó hacia ella, con la mirada clavada en su rostro ruborizado. Cuando llegó a su lado, le tomó la mano y le dio un tierno beso en los enguantados dedos.

– Estás exquisita -dijo tiernamente-. Absolutamente exquisita.

Ella todavía se ruborizó más.

– El vestido es bonito, Stephen.

– La mujer que lo lleva es bonita. -Incapaz de contenerse, le besó la cara interna de la muñeca.

Ella dijo en voz baja y ligeramente sofocada:

– ¿No te parece que el escote es un poco escandaloso?

La mirada de Stephen descendió al torso de Hayley. Efectivamente, el corpiño era escotado, pero no exagerado ni indecente. De hecho, aquel escote era incluso moderado en comparación con los que llevaban las mujeres de la ciudad.

La piel color crema de Hayley resplandecía bajo la muselina azul claro, y el contorno de sus enhiestos senos cautivó la vista de Stephen. Él deseaba con todas sus fuerzas palpar aquellas tentadoras curvas, y sólo una considerable determinación le impidió hacerlo.

– Es perfecto -le aseguró, con voz ronca, intentando contener el deseo-. Pareces un ángel.

– Me encantan los pensamientos. Le dan un toque de elegancia.

– Si, ya sabes, «ocupas mis pensamientos». -«Como has hecho tú desde la primera vez que te vi», pensó.

– ¿Estamos listos para salir? -preguntó Pamela desde el otro extremo de la habitación.

– Por supuesto -dijo Stephen forzándose a apartar la vista de Hayley. Ofreció un codo a cada una de sus dos acompañantes y las condujo hasta la calesa que les estaba esperando. Grimsley sostuvo las riendas mientras Stephen ayudaba a las damas a acomodarse. Luego tomó asiento entre ellas y cogió las riendas. La calesa estaba pensada para dos pasajeros, de modo que los tres se tuvieron que apretujar, muslo con muslo, en el asiento. Stephen nunca había conducido un vehículo semejante, y cruzó los dedos para que no se notara su falta de experiencia. Puso la calesa en movimiento y deseó lo mejor.

Hayley entró en la elegante casa señorial de Lorelei Smythe con el corazón latiéndole fuertemente en señal de anticipación. La forma en que Stephen la había mirado, y la seguía mirando, con aquellos ojos verdes oscuros y tormentosos y aquella mirada tan cálida e irresistible, le dificultaba la respiración.

Las fiestas siempre le habían dado pavor. Las pocas a las que había asistido no le habían aportado nada más que malos ratos y un gran apuro. Era demasiado alta, nadie le pedía para bailar y su ropa siempre parecía pasada de moda.

Pero aquella noche era diferente. Aquella noche se sentía como una princesa. Llevaba un vestido precioso, y el hombre más apuesto y maravilloso del mundo era su acompañante.

– Hayley y Pamela -dijo Lorelei en tono de afectación mientras les tendía la mano-. ¡Cómo me alegra verlas! ¡Y, señor Barrettson, qué divino que también haya venido! -dirigió a Pamela una mirada superficial y luego clavó los ojos en Hayley-. ¡Santo Dios! ¡Qué vestido tan precioso, Hayley! -exclamó mientras tomaba nota de todos los detalles de su aspecto-. Creo que nunca la había visto tan elegante. -Colando sigilosamente el brazo del codo de Stephen, con un inequívoco gesto de posesión, prosiguió-: Hayley suele vestir de marrón oscuro y se lava con agua de lago. Sería bastante escandaloso si todo el mundo no estuviera acostumbrado a sus… excentricidades. Ahora, permítame que le presente a mis otros invitados, señor Barrettson. -Luego se dirigió a Pamela y a Hayley-. ¿Me disculpan, por favor? -Y pegándose todavía más a Stephen lo guió hacia la entrada del edificio.

– No soporto la forma en que te trata esa mujer -susurró Pamela a Hayley visiblemente enfadada-. Me gustaría borrar esa mirada arrogante y suficiente de su cara. ¿Cómo se atreve a llevarse a tu señor Barrettson de ese modo? ¿ Por qué…?

– Pamela, no es mi señor Barrettson -le susurró Hayley al oído mientras intentaba dominar los celos que le empezaban a corroer. La visión de las manos de Lorelei encima de Stephen le despertó el imperioso deseo de romper algo, tal vez las horrendas figuras pastorales de porcelana que había sobre una lujosa mesita de cerezo.

Pero tenía que pensar en Pamela, de modo que se quitó la idea de la cabeza. Conteniéndose, le dijo:

– Deja de poner mala cara, Pamela, Marshall nos acaba de ver y se dirige hacia aquí.

– Señorita Hayley, señorita Pamela -dijo Marshall en cuanto llegó hasta ellas. Hizo una reverencia a la primera y añadió-: Está preciosa esta noche, señorita…

– Gracias, Marshall.

Marshall se volvió hacia Pamela, y Hayley le vio tragar saliva con dificultad.

– Y usted está francamente… hermosa. -Le hizo una reverencia formal y luego ofreció sendos codos a ambas hermanas-. ¿Me permiten que las acompañe?

– ¿Quizás Hayley me concedería ese placer? -preguntó una voz grave detrás de Hayley.

Hayley se volvió para encontrarse cara a cara con Jeremy Popplemore. Él le sonrió cordialmente, y Hayley le devolvió la sonrisa. No le guardaba rencor y, si él quería que fueran amigos, ella no tenía ningún inconveniente.

– Buenas noches, Jeremy. Es muy amable de tu parte, pero Marshall…

– Me temo que ya ha entrado con tu hermana en el salón -dijo Jeremy en tono jocoso. Le ofreció su codo-. ¿Me concedes el honor?

Con pocas opciones entre las que elegir, Hayley apoyó sin demasiado entusiasmo su enguantada mano en el brazo de Jeremy y permitió a éste que la acompañara hasta el salón donde tenía lugar la recepción. Moquetas de Axminster cubrían los suelos de mármol pulido, y había elegantes mesas de madera de cerezo y caoba que realzaban la media docena de sofás de brocado. Debía de haber unas cuarenta personas en el inmenso salón, reunidas en corrillos, tomando vino de Madeira o ponche servidos por los mayordomos.