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– No estaba equivocada -contestó él dulcemente-. Le aseguro que tengo a su hermana en la más alta estima y que jamás le haría daño a propósito.

La mirada de Pamela no se suavizó ni un ápice.

– Entonces, ¿porqué…?

– No lo sé. -Una sonrisa de arrepentimiento apareció en el rostro de él-. Soy un imbécil.

Pamela lo miró sin parpadear, con expresión implacable.

– No pienso llevarle la contraria -dijo con brutal sinceridad-, pero se lo está explicando a la señorita Albright equivocada. -Se liberó de los dedos de Stephen con un ademán brusco-. Ahora, por favor, discúlpeme.

Stephen observó cómo Pamela se reunía con Marshall. La orquesta empezó a tocar una nueva melodía, y los dos se dirigieron hacia la pista de baile. Stephen entró a pasos largos en el vestíbulo y salió del edificio a toda prisa.

La caminata de tres cuartos de hora hasta la casa de los Albright ofreció a Stephen la oportunidad que tanto necesitaba para pensar.

Sabía que aquella noche había hecho lo mejor que podía hacer por el bien de Hayley, pero, de todos modos, se sentía como un canalla. Estaba tan hermosa, con el rostro ruborizado e irradiando felicidad, tan increíblemente encantadora con su nuevo vestido. Había deseado tanto tocarla, besarla, cogerla en brazos y llevársela a un lugar íntimo donde pudieran estar los dos solos…

Pero ¿cómo iba a hacerlo yéndose a la mañana siguiente? Era un canalla, pero no tan canalla como para eso.

La idea de su inminente marcha le llenó de una profunda sensación de vacío, y sintió una fuerte opresión en el pecho. Se había encariñado mucho con los Albrigth en aquella breve estancia en su casa. Con todos ellos. Sobre todo con Hayley.

«¡Maldita sea!», pensó. Encariñarse era un eufemismo rayano con el ridículo. La admiraba. La respetaba. Le gustaba tremendamente.

Le importaba. Muchísimo.

Entró en la casa de los Albright. Grimsley no estaba en la puerta, de modo que Stephen asumió que se había retirado a su alcoba. Buscó a Hayley en la biblioteca y en el despacho, pero los dos estaban vacíos, de modo que supuso que se había acostado. Decidió esperar. Ya hablaría con ella a la mañana siguiente antes de partir. Así tendría toda la noche para pensar en las palabras adecuadas, aunque dudaba que existieran.

Mientras subía las escaleras, se aflojó el cuello de la camisa. Cuando entró en su alcoba, se quitó rápidamente la chaqueta y la dejó caer, junto con la corbata, sobre la butaca que había junto a la chimenea. Estaba desabrochándose la camisa cuando vio la cama por el rabillo del ojo. Sus dedos se detuvieron súbitamente y miró fijamente en aquella dirección.

El vestido que le había regalado a Hayley estaba desparramado sobre la cubierta.

Como si estuviera hipnotizado, se acercó a la cama. El precioso vestido estaba cuidadosamente extendido sobre la cama, con una nota encima del suave tejido. Al lado del vestido, perfectamente apilados, Hayley había dejado la combinación, las medias y los zapatos. Stephen alargó el brazo y cogió la nota.

Señor Barrettson,

Quiero darle las gracias por este precioso vestido y sus complementos, pero tras reconsiderarlo, opino que sería impropio aceptar un regalo tan elaborado y personal.

Mañana debo ir a un pueblo vecino para visitar a una amiga de la familia que está enferma y pasaré allí la noche. Puesto que sus heridas parecen estar bastante curadas, creo que sería mejor que usted se hubiera ido para cuando yo esté de vuelta pasado mañana.

Cuidarle ha sido un placer para mí y para toda mi familia y estamos muy contentos por su pronta recuperación. Por favor, acepte mis felicitaciones por su buena salud y mis más sinceros deseos de que siga así.

Cordialmente,

Hayley Albright

Stephen volvió a leer la nota, mientras su opresión en el pecho iba en aumento hasta que sintió como si un piano le estuviera aplastando los pulmones. Le estaba echando. Le había devuelto su regalo y le pedía que se marchara antes de que ella volviera a casa.

La cabeza le decía que Hayley estaba haciendo lo correcto. Era mejor así. Cuando ella regresara, él se habría marchado. Sin tristes despedidas. Sin tener que admitir sus mentiras.

Pero su corazón sabía que no podía marcharse de ese modo.

Sin saber lo que iba a decirle, Stephen cogió precipitadamente el vestido y los complementos, salió de la alcoba y cerró la puerta tras él.

Capítulo 21

Stephen oyó los llantos en cuanto se acercó a la alcoba de Hayley.

Llamó suavemente a la puerta, pero, al no obtener respuesta, hizo girar el pomo con delicadeza. La llave no estaba echada. Entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.

Hayley se hallaba de pie junto a la ventana, dándole la espalda y con la cara hundida en las manos.

Stephen sintió que aquellos sollozos ahogados le destrozaban el corazón.

– Hayley.

Hayley dio un respingo y se volvió, con los ojos anegados en lágrimas y abiertos de par en par. Se secó las lágrimas con dedos temblorosos.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– He venido a devolverte tu regalo…

Ella miró las prendas por un instante, luego se le endureció la mirada y se volvió.

– Ya te he dicho que no puedo aceptarlo -dijo-. Ahora, por favor, vete.

Stephen dejó las prendas sobre una silla.

– Ya lo habías aceptado.

– Sí. Pero eso era antes -dijo ella con voz cortante.

– Sí -ratificó Stephen, colocándose justo detrás de ella-. Eso era antes de que yo me comportara como un imbécil. Antes de que te ignorara. Antes de que te hiciera daño. -Le puso las manos sobre los hombros y la instó a girarse.

Ella primero se resistió, pero él ejerció una suave presión hasta que ella se dio la vuelta. A pesar de que estaba de cara a él, Hayley seguía mirando al suelo.

– Mírame, Hayley. -Colocándole un dedo en la barbilla, la obligó a levantar la cara. Las lágrimas seguían manando, dejando regueros plateados en sus mejillas color crema.

A él se le hizo un nudo en la garganta cuando vio cómo una sola lágrima resbalaba por el rostro de Hayley.

– Me he comportado mal esta noche. Por favor, perdóname. Te prometo que no quería hacerte daño. Jamás querría hacértelo.

Ella respiró hondo y tragó saliva con dificultad.

– No lo entiendo -susurró con voz temblorosa-. ¿Por qué le has tenido que seguir el juego? -Se le escapó un sollozo ahogado-. Me he puesto un vestido adecuado. Me he arreglado el pelo, me he comportado como una dama. Pero seguía sin ser suficientemente buena para ti. ¿Qué tengo de malo?

A Stephen se le escapó un atormentado suspiro y la estrechó entre sus brazos, hundiendo el rostro en el suave cabello de Hayley con olor a rosas.

– Hayley… Hayley -le susurró al oído-. ¡Dios! No tienes nada malo. Eres la mujer más extraordinaria que he conocido. Eres dulce y buena y generosa… -Dio un paso atrás y ahuecó ambas palmas alrededor de sus mejillas, apartándole delicadamente las lágrimas con los pulgares-. Eres un ángel. Lo juro por Dios, un verdadero ángel.

– ¿Entonces por qué…?

– Estaba pensando en ti, en tu felicidad. No quería echar a perder tu oportunidad de rehacer tu vida con Popplepuss.

– Popplemore.

– En serio. -Stephen sondeó la mirada de Hayley y se forzó a decir las palabras que sabía iban a hacerle daño-. Los dos sabemos que tendré que irme. Pronto. -«¡Santo Dios! Si supieras lo pronto que me voy a ir!»

– Lo sé -susurró ella.

– No quería echar a perder tu oportunidad de rehacer tu vida con otro hombre. Créeme cuando te digo que he tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano. Quería estar contigo, Hayley. Te lo prometo. Lorelei Smythe no te llega a la suela del zapato. -Negó repetidamente con la cabeza-. La primera vez en mi vida que actúo con nobleza y lo echo todo a perder.