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– Estoy segura de que no será necesario -interrumpió Hayley sin apenas poder contener la risa-. Parece un hombre muy agradable.

– Parece un necio gorrón -masculló Winston.

– ¿Te ha dicho algo, Hayley? -preguntó Pamela en un evidente intento de modificar el cariz que estaba tomando la conversación.

– Sólo ha dicho unas pocas palabras. Tenía mucho dolor, de modo que le di un poco de láudano. Tal vez se encuentre mejor conforme vaya avanzando la mañana.

Tía Olivia levantó súbitamente la cabeza y miró hacia arriba, con una expresión de confusión en el rostro.

– ¿Cabaña? ¿Para qué queremos una cabaña?

Hayley se mordió la cara interna de los pómulos para contener la risa. Tía Olivia, que guardaba un extraordinario parecido con su fallecido padre, siempre estaba absorta en el libro que estaba leyendo o en su labor de punto. Con la atención fija en su última novela o labor, y siendo un poco sorda, raramente podía seguir una conversación entera.

– No, nadie va a construir ninguna cabaña, tía Olivia -contestó Pamela en lugar de su hermana levantando la voz-. Esperamos que el herido mejore durante esta mañana.

Tía Olivia asintió, con la comprensión reflejándose en sus ojos.

– Bueno, eso espero. La pobre Hayley ha cuidado a ese hombre hasta la extenuación. Recuperarse por completo es lo mínimo que puede hacer él. Y me alegra oír que no vamos a construir ninguna cabaña. No la necesitamos para nada. Ya tenemos bastante con la casa, el establo y el corral.

Todos los días, después de desayunar, el grupo recogía la mesa y luego cada uno se dedicaba a sus obligaciones. Todo el mundo se ponía manos a la obra para ayudar en las tareas domésticas. Yendo tan justos de dinero como iban, no podían contratar a ningún sirviente, exceptuando a una mujer que venía una vez por semana para ayudar a lavar la ropa.

Haciendo caso omiso de las protestas de Andrew y Nathan, Hayley reunió a toda la familia para encargarle a cada uno la tarea de aquel día. A los chicos les tocaba sacudir las alfombras de sus dormitorios, una tarea que odiaban, aduciendo que era cosa de mujeres. Sin inmutarse, Hayley los mandó afuera. A Pamela le tocaba sacar el polvo, y a tía Olivia zurcir ropa. Callie iría a recoger los huevos al gallinero mientras Winston reparaba el tejado. Y Hayley trabajaría en el jardín con Grimsley en cuanto comprobara cómo se encontraba Stephen.

Hayley fue a coger la cesta de los huevos para entregársela a Callie.

– ¿Has visto a Callie? -le preguntó a Pamela.

– No durante los últimos minutos. Probablemente ya está de camino al corral.

– Se ha olvidado de coger la cesta -dijo Hayley con un suspiro. Fue hasta la puerta principal, salió al exterior y cruzó el césped. Cuando llegó al corral, asomó la cabeza y miró dentro.

– ¿Callie? ¿Dónde estás? Te has olvidado de coger la cesta. -Sólo obtuvo el silencio como respuesta. Miró alrededor, sin ver ni rastro de su hermana pequeña.

«Y ahora, ¿dónde puede haberse metido esta niña?»

Stephen abrió lentamente los ojos con un gran esfuerzo, parpadeando ante la fuerte luz solar que se colaba por la ventana. En silencio, repasó mentalmente su anatomía y constató, para su alivio, que se encontraba mejor que la última vez que se había despertado. Le seguían doliendo la cabeza y el brazo, pero el dolor sordo que le paralizaba todos los huesos del cuerpo se había esfumado.

Giró la cabeza y se encontró mirando fijamente a una niña pequeña de cabello oscuro que estaba sentada en el sofá. Recordaba vividamente a la joven que había visto la última vez que se había despertado, y aquella niña era un duplicado en miniatura de ella.

Los mismos rizos relucientes, los mismos llamativos ojos de color azul claro. Era obvio que eran madre e hija.

La niña apretaba una vieja y desgastada muñeca entre sus rollizos bracitos y estudiaba a Stephen, con el rostro iluminado por una ávida curiosidad.

– Hola -le dijo con una sonrisa-. Por fin se ha despertado.

Stephen se humedeció los resecos labios con la punta de la lengua.

– Hola -le contestó con voz ronca.

– Me llamo Callie -dijo la niña, balanceando las piernas adelante y atrás como un péndulo-. Y usted se llama Stephen.

Stephen asintió con la cabeza y sintió un gran alivio al comprobar que el movimiento sólo le había provocado un leve latido en las sienes.

La pequeña le enseñó su muñeca.

– Le presento a la señorita Josephine Chilton-Jones. Puede llamarla señorita Josephine, pero no la llame nunca Josie. A ella no le gusta, y no se deben hacer cosas que no le gustan a la gente.

Stephen, sin saber si la pequeña esperaba una respuesta, se limitó a volver a asentir con la cabeza. Al parecer, su respuesta agradó a la niña, porque volvió a estrechar a la muñeca entre sus brazos y siguió hablando.

– Estaba muy grave. Los mayores se turnaron para cuidarle, pero a mí no me dejaron. Todo el mundo dice que soy demasiado pequeña, pero eso no es verdad. -Se inclinó hacia delante-. Tengo seis años, ¿sabe? De hecho, estoy apunto de cumplir siete. -Después de facilitarle esta información, se recostó en el respaldo del sofá y volvió a balancear las piernas.

En vista de la mirada expectante de la niña, Stephen llegó a la conclusión de que la pequeña quería que le dijera algo. Se rompió la cabeza intentando pensar en algo que decirle, pero se le había quedado la mente en blanco. La última vez que había mantenido una conversación con un niño él debía de ser también un niño.

– ¿Dónde está tu madre? -le preguntó por fin.

– Mi mamá está muerta.

– ¿Muerta? Pero… si la vi ayer por la noche -susurró Stephen visiblemente confundido.

– Ésa era Hayley. Es mi hermana, pero me cuida como si fuera una mamá. Nos cuida a todos. A mí, a Pamela, a Andrew, a Nathan, a tía Olivia, a Grimsley, a Winston y hasta a Pierre. Ah, y también a los perros y la gata. Mamá está muerta.

– ¿Dónde está tu padre?

– Papá también está muerto, pero tenemos a Hayley. Yo quiero mucho a Hayley. Todo el mundo la quiere. Tú también la querrás -predijo la pequeña asintiendo solemnemente.

– Ya entiendo -dijo Stephen, aunque no entendía nada. ¿Aquella joven cuidaba de toda aquella gente? ¿La única adulta? No, la niña había mencionado a una tía, ¿no?-. ¿Tienes una tía?

Callie asintió, y el gesto hizo rebotar sus brillantes rizos negros.

– Oh, sí, tía Olivia. Es hermana de papá, y vino a vivir con nosotros cuando él murió. Se parece mucho a papá, pero ella no tiene barba, sólo un bigote muy pequeño. Tienes que sentarte en su falda para verlo. Está bastante sorda, ¿sabe?, pero huele a flores y me cuenta cuentos divertidos.

Sin hacer ninguna pausa para respirar, la niña prosiguió:

– Y luego está mi hermana Pamela. Es muy guapa y viene a casi todas las meriendas que organizo. Andrew y Nathan son mis hermanos. -Hizo una mueca de disgusto-. Supongo que son simpáticos, pero siempre se están metiendo conmigo y eso no me gusta.

– ¿Y quiénes son los demás… Winslow, Grimsdale y Pierre?

A Callie se le escapó una risita.

– Querrá decir Winston, Grimsley y Pierre. Antes eran marineros, igual que papá, pero ahora viven con nosotros. Pierre es el cocinero. Es muy refunfuñón, pero hace pasteles que están para chuparse los dedos. Winston arregla las cosas que se estropean en casa. -Se acercó más a Stephen y se inclinó hacia delante, de una forma claramente conspiradora-. Tiene tatuajes por todo el cuerpo y los brazos muy peludos y dice las palabras más feas que se pueda imaginar, como «vete al asqueroso infierno», y dice que Grimsley es «una patada en el culo».