Su viejo rostro se deformó en un gesto de rabia y sus ojos, que siempre habían sido fríos como el hielo, llamearon con una luz de la que había desaparecido la última chispa de cordura.
– Aquí, en carne y hueso -dijo el Susurrante-. Aquí, en la llanura, me enfrentaré con él. Y esta vez le mataré y seré libre.
– Pero ¿por qué? -preguntó Maddy-. Odín era tu amigo.
El Susurrante siseó de rabia.
– ¿Amigo? No lo fue jamás de los jamases. Me utilizaba cuando le convenía, y ya está. Fui su instrumento, su esclavo. Dime, mi niña, ¿en qué sueña el esclavo? ¿Lo sabes? ¿Puedes imaginártelo?
– ¿En la libertad? -aventuró Maddy.
– No -respondió el Susurrante.
– Entonces ¿en qué?
– El esclavo sueña en convertirse en amo.
– Lo primero, Bálder -dijo Hel, que había estado vigilando el río con su ojo muerto.
– Claro, cómo no. No es cuestión de retrasarse más.
El Susurrante levantó la vara. Un rayo rojo brotó de su punta y Maddy sintió cómo el vello de sus brazos y de su cabeza se erizaba en respuesta.
Pero el poder que invocó no iba dirigido contra Maddy. La energía distorsionó el aire como una tormenta encerrada en una botella, lanzó fragmentos de relámpago sobre la llanura y causó tal perturbación en el cielo que sobre su cabeza se amontonaron nubes negras como cuervos. Fue en ese momento cuando el Susurrante levantó su vara y abrió la boca para pronunciar la Palabra.
– ¡Bálder! -dijo, y las bocas de los diez mil muertos repitieron la Palabra como un eco-. Bálder -repitió-. Ven.
Maddy no llegó a oír la Palabra, pero la sintió. De pronto la nariz le empezó a sangrar y le dolieron los dientes. Una bruma pareció interponerse entre Maddy y el resto del mundo, y notó la sensación de que algo tiraba de ella. Una luz rodeó el cuerpo de Loki. Maddy todavía era incapaz de pensar en él como un cadáver, y lentamente aquel aspecto suyo empezó a desvanecerse, a transformarse. Bajo la mirada de Maddy, su cabello cambió de color, las cicatrices desaparecieron, los ángulos de sus facciones se suavizaron y cambiaron de forma, y sus ojos se abrieron, pero ya no eran verdes como antes, sino azules como el cielo soleado de un día de verano, y moteados de chispas doradas.
Si lo intentaba, Maddy aún era capaz de ver a Loki bajo aquel nuevo aspecto. Pero era como contemplar una imagen proyectada por una linterna mágica. Todo parecía confuso, y resultaba imposible decidir dónde acababa Loki y dónde empezaba Bálder.
Maddy no pudo sofocar un lamento.
Hel abrió la boca en un mudo jadeo.
El Susurrante mostró los dientes al esbozar una sonrisa de satisfacción.
Y Bálder el Bello, prisionero de la Muerte durante los últimos quinientos años, se movió, somnoliento al principio, y después abrió sus ojos azules, completa y asombrosamente vivo.
– Bienvenido de vuelta, Lord Bálder -dijo Hel.
Pero Bálder apenas le prestó atención.
– Espera un momento -dijo.
Se tocó el rostro con la mano. Por debajo del brillo de su aspecto, Maddy todavía veía los rasgos de Loki, como una imagen que se vislumbra a través de una gruesa capa de hielo. Cuando los dedos de Bálder palparon su frente, sus mejillas, su barbilla, su gesto de perplejidad se hizo más patente.
– Hay algo extraño en todo esto -dijo.
Volvió a apretarse los labios con los dedos. Bajo la presión, las cicatrices de Loki reaparecieron por un momento y después se desvanecieron. Reaparecer, borrarse, reaparecer…
Su mano buscó la energía mágica de su brazo. Era Kaen invertida, de un blanco incandescente.
– ¡Atiza! -exclamó Bálder-. Que yo sepa, antes no era Loki. ¿O sí?
Capítulo 9
Parson había escuchado desde lejos en un estado de abotargada indiferencia. Habían derrotado a su Cazadora y readmitido a su enemigo. Su esposa se había convertido en una especie de vidente, pero ¿qué importaba eso ahora? ¿Qué más daba todo, si había perdido la Palabra? La Palabra, eso era verdaderamente lo más duro.
Miró a Ethel, que estaba entre los vanir con Dorian a un lado y ese absurdo cerdo al otro. Incluso el trasgo se encontraba con ellos, pensó, experimentando un repentino arrebato de autocompasión al darse cuenta de que nadie le miraba a él. Podría marcharse e internarse en el desierto; daba igual, porque nadie le echaría de menos ni se daría cuenta de que se había ido. Si fuera por ellos, bien podría morirse. Incluso mostraban más respeto por ese maldito cerdo.
«¡Deja de lloriquear, por todos los dioses!»
Nat dio un respingo, como si le hubieran pinchado con un alfiler.
«¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha hablado? ¿Eres tú, examinador?»
Pero Nat sabía que no era la voz de un examinador. Tan sólo se trataba de un susurro en su mente. Y sin embargo lo conocía, lo había oído como a través de un sueño…
La verdad le golpeó como una bofetada.
«Pero si es mi voz», pensó Nat, levantando la cabeza. Al mismo tiempo que se daba cuenta de aquello, se le ocurrió otro pensamiento que iluminó sus ojos con una repentina ilusión y aceleró los latidos de su corazón.
Quizá ya no necesitaba a Elías Rede.
Rede era sólo un hombre más en un ejército de miles. Un ejército así tendría su propio general, alguien cuyos poderes serían inconcebiblemente mayores que los de un simple soldado raso. Un general que mostraría su agradecimiento si alguien con información confidencial lo ayudaba…
Nat examinó el Buen Libro que sostenía en las manos. Despojado de los poderes que el examinador le había otorgado, se dio cuenta de que tan sólo era un lastre inútil, y lo tiró sin pensárselo más. Ahora le importaba más el acero que llevaba en el bolsillo. No era más que una navaja como la que solía llevar cualquier aldeano, pero tenía un filo mortífero.
Sabía dónde golpear. La había utilizado muchas veces de niño, cuando cazaba ciervos con su padre en el bosque del Osezno. Nadie sospecharía de él ahora. Nadie le creería capaz de hacerlo, pero cuando llegara el momento, él sabría cómo actuar…
Nat se levantó y se incorporó al grupo. Siguió a los demás y los vigiló, aguardando su oportunidad, mientras la luz del Caos alumbraba la llanura y dioses y demonios marchaban a la guerra.
– ¡Dioses! -exclamó Héimdal-. ¡Son muchísimos!
Habían llegado al borde de la línea de batalla. Era mucho más vasta de lo que cualquiera de ellos había imaginado. En la falsa perspectiva de los dominios de Hel se veía inmensa: la línea de muertos llegaba de uno a otro extremo del horizonte.
Sin importar lo que hubieran sido en vida, pensó Odín, los miembros del Orden se habían fundido en un solo ser. Una última comunión, un mortífero enjambre armado con una Palabra que, una vez pronunciada, multiplicaría su poder por diez mil.
Ya podía notar cómo empezaba a formarse la Palabra: su poder hacía que se le erizara el vello de la nuca, que el suelo se estremeciese y que las nubes se movieran en círculos sobre sus cabezas. De haber habido aves entre aquellas nubes, se habrían desplomado en pleno vuelo. Incluso los difuntos lo sentían y se arremolinaban alrededor de aquella energía, como polvo arrastrado por un vendaval de electricidad estática.
Odín sintió que los difuntos estaban esperando una orden, alguna nueva instrucción que los galvanizaría para ponerlos en movimiento. Todos ellos estaban callados y con los ojos cerrados, ensimismados en la imperturbable concentración de los muertos. La columna parecía extenderse kilómetros y kilómetros. Y sin embargo, más allá aún, el Centinela con su mirada de halcón parecía ver algo. Pensó que era imposible. Estaba seguro de que no podía ser, pero casi habría jurado que…