– Es culpa tuya -insistió Sif-. Ahora estás muerto y todo se va a ir al Pandemónium y… ¿Se puede saber por qué diantre sonríes?
Loki no la escuchaba. Estaba dejando vagar sus pensamientos -acababa de descubrir que abatir demonios agudizaba su concentración- y repasando los acontecimientos de los últimos días. Aunque ya era demasiado tarde, acababa de percatarse de que le habían manipulado con gran astucia.
Gracias a las palabras de Frig lo comprendía todo. Le habían utilizado desde el principio, enviándole a la muerte en una misión imposible. Mientras, el Susurrante llevaba a cabo su trato con Hel, a la que había engañado para que sirviera a sus propios fines. La traición de Hel había abierto una grieta en el Caos. Ahora el Susurrante mandaba todo un ejército preparado, no para plantar batalla, como suponía Odín, sino para desencadenar el Caos en los mundos y contemplar cómo caían uno por uno.
Se dio cuenta de que había subestimado la ambición del Susurrante. Dando por sentado que se trataba de una simple venganza, había creído que, una vez saldada su deuda con Odín, tal vez se quedaría satisfecho, pero ahora sabía la verdad. El Susurrante había decidido que era su momento; deseaba el poder del Orden y del Caos, quería ser el Único Dios.
Loki formó Kaen, la lanzó contra una nube de efémeros y los dispersó como un enjambre de abejas. La desesperación le había devuelto su sentido del humor. Le daba igual lo que hiciera el Susurrante: en los últimos minutos que le quedaban estaba dispuesto a extinguirse en una gloriosa explosión de llamas. De sus dedos brotaban runas ígneas, sus ojos lanzaban destellos y su semblante, aunque mostraba señales de agotamiento, resplandecía de alegría. Supuso que debía de tratarse del Caos que llevaba en su propia sangre; pero el caso es que, para su propia sorpresa, Loki descubrió que se estaba divirtiendo más que en los últimos quinientos años.
Tras él, Tor y Tyr aguantaban espalda contra espalda, cubriéndose el uno al otro mientras lanzaban relámpagos mentales contra la sombra del pájaro negro. Éste seguía acercándose. A su estela venían el silencio, el espacio interestelar que giraba sobre sí mismo y el vacío inconcebible del Más Allá.
Palmo a palmo se aproximaba a ellos. Nubes de efémeros se agostaban y morían a su paso. Sus fauces devoraban demonios, algunos tan grandes como elefantes. Y seguía acercándose, inexorable, ajeno a la destrucción que desataba. Ya casi se encontraba encima de ellos. El Averno había caído y tan sólo las orillas del río seguían existiendo.
Así llegó Surt. Su sombra rozó el borde de la roca sobre la que resistían los æsir.
Entonces, de repente, mientras la propia piedra empezaba a desintegrarse bajo sus pies…
…todo se detuvo. Se hizo el silencio. El Averno se paralizó en el mismo momento de su destrucción. Mientras, Odín y el Innombrable se acercaban. Al principio lo hacían muy despacio, girando el uno alrededor del otro de forma casi imperceptible, como danzarines en un baile ritual lento y prolongado.
Maddy, a la que se le había acelerado el pulso al ver a su viejo amigo, dio un paso adelante, pero Bálder la detuvo agarrándola por el brazo.
– Déjalo -dijo en voz queda-. Si intervienes, puedes poner en peligro tanto tu vida como la suya.
Maddy sabía que Bálder tenía razón, pues ese combate le correspondía a Odín, no a ella. Mas no pudo evitar sentirse herida al ver que su amigo ni siquiera la había reconocido. ¿Acaso estaba enfadado con ella? ¿Es que ya no le importaba? ¿O, tras servir a sus propósitos, Odín había decidido apartarla a un lado tal como había hecho en el pasado con tantas otras personas?
Los dos guerreros seguían acercándose. Odín parecía cansado y descolorido junto a la deslumbrante figura del Innombrable, en cuyo bastón crepitaban las runas. La espada mental de Odín brillaba con el tono azul de un martín pescador.
Tras ellos, las diez mil voces del Orden empezaron a recitar el Libro de las Invocaciones.
Yo te llamo Odín, hijo de Bor…
– Has perdido -dijo el Innombrable-. Tu tiempo se acabó. ¡Abajo los viejos dioses! ¡Arriba los nuevos!
Odín sonrió.
– ¿Los nuevos? No hay ninguna novedad en esto, mi viejo amigo. Así es como funcionan y se mueven los mundos. La traición sirve a un bando o al otro. E incluso el Caos tiene sus reglas.
– Esta vez no -dijo el Innombrable-. Ahora soy yo quien dicta las normas.
– Las reglas ya están estipuladas. Tú también las sirves, te guste o no.
El Susurrante siseó.
– Yo no sirvo a nadie. Ni al Orden ni al Caos. Si todo lo demás tiene que derrumbarse, que así sea. Gobernaré solo. Lo único que existirá en todos los mundos seré yo. Un yo omnipotente que lo ve todo y lo sabe todo.
– Así que Mímir el Sabio no ha perdido ni un ápice de su sapiencia -se burló Odín.
En realidad, no estaba de humor para bromas. El poder del Innombrable era mayor incluso de lo que había imaginado. Su energía mágica era como el corazón de una estrella, y aunque su aspecto estaba tan sólo a medio formar, Odín sabía que ya era letal.
A su espalda, el ejército del Orden entonó:
Te llamo Grim y Gangleri,
Herían, Hialmberi,
Tekk y Tridi; Tund y Unn.
Cada nombre lo debilitaba más. Lanzó un golpe contra la figura que adivinaba borrosa gracias a su visión verdadera, pero su espada mental tan sólo azotó el aire. Detrás de él, en el ejército de los muertos, un hombre cayó, y otro se adelantó para ocupar su puesto.
El Innombrable atacó a su vez. El bastón rúnico tan sólo rozó la muñeca de Odín, pero quemaba como un hierro candente, y la fuerza del impacto lo derribó de espaldas y aturdido en la arena.
Te llamo Bólverk,
te llamo Grímnir,
te llamo Helblindi,
te llamo Svídrir…
Odín se enderezó, frotándose la muñeca.
– Te has hecho más fuerte -comentó con voz fría mientras se pasaba la espada mental a la mano ilesa.
– Ojalá pudiera decir lo mismo de ti -manifestó el Innombrable.
Odín amagó una finta, desvió un golpe y atacó de nuevo. La espada que aferraba en la mano se aceleró como un dardo, pero un ademán del bastón rúnico bastó para desviarla. El arma voló inofensiva por los aires y al caer al suelo abrió un cráter de casi dos metros de profundidad.
Te llamo Omi, el Altísimo,
te llamo Hárbard,
Hroptatyr.
El bastón rúnico volvió a relampaguear. Odín trató de esquivarlo, pero el Innombrable fue más rápido. La punta del báculo le tocó apenas la rodilla. El Tuerto cayó y rodó sobre sí mismo al mismo tiempo que arrojaba Yr con una sola mano. El bastón volvió a atacar, esta vez buscando su cabeza, pero erró el golpe, mientras Odín lanzaba Tyr contra su adversario.
En las filas de los examinadores cayó otro hombre que se desvaneció como una nubécula de humo en el aire del desierto. El Innombrable seguía incólume, más fuerte que nunca y con una sonrisa de triunfo en sus ásperas facciones.
Odín acometió de nuevo con la fuerza que da la desesperación. En el ejército se desplomó otro examinador, pero el Innombrable contraatacó con la rapidez de una serpiente y esta vez alcanzó a Odín de lleno en un hombro.
Te llamo Sann y Sanngetal,
Fiólsvid, Skílfing…
Era un punto débil, ya que apenas se había curado del disparo de la ballesta. Odín se desplomó como un leño. Ya en el suelo, rodó sobre sí mismo para apartarse del alcance de su adversario y lanzó Tyr con la mano izquierda al mismo tiempo que se incorporaba.
La runa impactó entre los ojos del Innombrable.
Tambaleándose, Odín retrocedió un paso para comprobar el resultado.