En realidad, ni él mismo sabía por qué no se había limitado a huir. No estaba actuando obligado por ninguna runa ni ensalmo. Ni siquiera le ataba ya la piedra rúnica, aunque todavía podía sentir la fuerza de su latido, como si una pequeña parte del Capitán siguiera encerrada en ella y se dirigiera a él en voz baja.
Ni siquiera sabía muy bien qué se suponía que debía hacer, ni por qué razón. Sin embargo, siguió moviéndose, casi pegado al suelo, hacia aquella vieja y desagradable energía mágica -el Susurrante- que había desencadenado todo aquello y que ahora yacía olvidada a un lado, mientras la criatura que había brotado del interior de la piedra se acercaba a Maddy y hablaba.
– Mi querida niña -dijo el Innombrable-. Escúchame.
Tal era su encanto que ella sintió que estaba a punto de obedecer y sucumbir a aquella meliflua voz.
– Estás agotada, Maddy -prosiguió el Innombrable-.Te mereces un descanso. No te resistas a mí ahora que estamos tan cerca el uno del otro…
Los muertos empezaron a hablar con voces tan átonas como el movimiento de la arena.
Yo te llamo Modi, hija de Tor,
hija de Jarnsaxa, hija de la ira.
Yo te llamo Aesk,
yo te llamo Fresno…
Maddy tenía menos nombres que el Tuerto, y sabía que probablemente su cántico sería breve. Ya podía sentir cómo actuaba sobre ella: le pesaba la cabeza y sus piernas parecían haber echado raíces en el suelo…
Con un esfuerzo se sacudió.
– ¿Resistirme? -dijo-. Creo que puedo intentarlo.
De su bolsa no sacó una runa ni un encantamiento, ni siquiera una espada mental, sino una sencilla navaja de campo, igual que la que podría haber llevado encima un herrero o el hijo de un granjero de Malbry.
En ese momento, Maddy presenció algo realmente asombroso, ella, que había llegado a creer que nada volvería a sorprenderla jamás. Se dijo que debía de tratarse de un milagro, pero ¿aquélla no era Ethelberta Parson, con Dorian Scattergood a su lado, y también Adam Scattergood, Nat Parson… e incluso un cerdito enano?
Pensó que se estaba volviendo loca. Esa era la única explicación posible. Le molestaba un poco soportar la visión de Nat Parson y Adam Scattergood en los últimos y desesperados instantes de su vida. Pero se dijo que, si todo acontecía conforme al plan, al menos no tendría que verlos mucho más tiempo.
– ¿Con eso? -preguntó el Innombrable, y empezó a reír.
Los diez mil se carcajearon con él. Sus voces sonaban como una bandada de aves de rapiña levantando el vuelo bajo aquel cielo metálico.
Pero la mirada de Maddy era directa y sincera.
– Necesitas mi cuerpo intacto -dijo-. Si muero aquí, mi espíritu se quedará en el Hel y el resto de mí se convertirá en polvo. No puedo matarte, pero sí puedo hacer esto.
Y Maddy apretó la punta de la navaja contra su propia garganta.
Capítulo 5
Una vez más el silencio se adueñó del Hel. Todo el mundo contemplaba a la muchacha, que, en el centro de un círculo de dioses y Gente, apretaba la navaja contra su cuello.
Loki, que veía lo que pasaba desde el Averno, sonrió a pesar del peligro.
Tor pensó: «Ésa es mi chica».
Odín no podía ver, pero sabía lo que estaba ocurriendo, así que daba igual.
Bálder, que también estaba mirando, había visto claro desde el primer momento cuál era la solución. No una batalla, ni siquiera una guerra, sino un sacrificio.
– ¡Maddy! ¡No! -aulló el Innombrable, y diez mil voces replicaron su grito como un eco-. Piensa en lo que te estoy ofreciendo. Mundos, Maddy…
La interpelada respiró hondo. Calculó que debía dar un golpe certero, pues tal vez no tendría una segunda oportunidad. Se imaginó su sangre dibujando un collar rojo y derramándose sobre la arena.
Comprobó que la mano le temblaba un poco. Trató de controlarla y…
…se dio cuenta de que no podía mover ninguna de las dos manos.
Era demasiado tarde. Estaba paralizada. Finalmente, el Libro de las Invocaciones había cumplido su misión. Lo único que podía hacer era observar con desesperación cómo el Innombrable se acercaba a ella, eufórico y con su voz ponzoñosa susurrando promesas en sus oídos.
– Mundos, Maddy, ¿qué otra cosa puede haber?
A Nat Parson se le escapó un grito sofocado. No sabía lo que estaba haciendo; ni siquiera se le pasó por la mente la posibilidad de que estuviera en peligro. Sólo podía pensar en aquella maldita chica. La misma que se había reído de él, que había frustrado todas sus maniobras y desbaratado sus planes, que le había dejado en ridículo. Y que ahora estaba a punto de llevarse lo que él ansiaba: la Palabra que por derecho le pertenecía.
– ¡No! -Se abalanzó sobre ella cuchillo en mano, con la cabeza agachada como un carnero que embiste-. ¡Ella nunca la ha querido! ¡Dámela a mí!
Agarró a Maddy por los cabellos y, recordando las cacerías con su padre, tantos años ha, tiró de su cabeza hacia atrás para cortarle el cuello.
Bolsa llegó junto a la cabeza abandonada y, cogiéndola con ambas manos, emprendió una carrera frenética por la explanada. Quemaba su piel como azufre, pero el trasgo no la soltó, y siguió corriendo y esquivando, con los ojos cerrados como dos ranuras en un gesto de concentración.
Encuéntrala, le había dicho el Capitán. Y arrójala a la parte más profunda…
El lugar que se le había ocurrido parecía lo bastante profundo. La cuestión era si lograría llegar a tiempo.
Se coló entre las piernas de Nat Parson, exclamando «huy, huy, huy», porque la cabeza de piedra le quemaba y las manos se le estaban llenando de ampollas mientras corría como una ardilla cargada con una manzana asada. A toda la velocidad que le permitían sus piernas achaparradas, más de lo que uno habría esperado viendo su tamaño, se dirigió hacia el río Sueño.
A Nat le cogió por sorpresa. Tenía toda su atención puesta en la chica, y cuando el trasgo se le metió entre las piernas, tropezó y estuvo a punto de besar el suelo. Se le cayó el cuchillo, se agachó para recogerlo y se encontró cara a cara con algo que siseaba, soltaba chispas y parecía bullir de furia y ambición frustrada. Nat no dudó ni un segundo, abrió los brazos, lo agarró y lo apretó, todavía aullando, contra su pecho.
El Innombrable no había visto acercarse a Parson, ya que apenas había prestado atención a aquel pequeño grupo de Gente, pero primero había aparecido aquella criatura chiflada que se interpuso entre él y la chica, y después el clérigo loco salió del desierto con ojos de poseso, la boca contorsionada y gritando: «¡No! ¡Tómame a mí!», mientras tendía unas manos ya agarrotadas y ennegrecidas por su contacto.
Diez mil guerreros gritaron alarmados, pero Parson siguió bramando «¡Tómame a mí!», arqueándose, estirándose, suplicando, ardiendo por la comunión, con la boca abierta en forma de O a causa del asombro y el horror. El Innombrable luchó para zafarse de él, y la Palabra brotó como una rosa prematura…
Para Nat fue como caer en un pozo lleno de serpientes. La mente del Innombrable no era como la de Elías Rede. Éste, al menos, había sido una vez un ser humano, con pensamientos y anhelos propios de un mortal, pero no existía nada humano, ni siquiera divino, en el Innombrable. Ni piedad ni amor, sólo un hondo sumidero de odio y de furia.
Ninguna conciencia humana podría haber sobrevivido a un impacto como aquél. Un segundo después, Nat cayó al suelo sangrando por la nariz y por los oídos. Pues si la Palabra tenía efectos violentos desde lejos, aquí, en su misma fuente, era un cataclismo. Aquella fuerza hizo que los respiraderos ardientes del Susurrante parecieran una simple cazuela hirviendo sobre el hogar. Las ondas de choque derribaron a los vivos y dispersaron a los muertos como motas de polvo.