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Giró la cabeza y volvió la vista atrás para echar una rápida ojeada a las cuatro máquinas en la colina, unas gigantescas taladradoras de madera y metal arrastradas cada una de ellas por dos bueyes. Desde los cuatro puntos de perforación, dos a cada extremo del Caballo, surgían ahora glebas de arcilla roja.

Alrededor de estos lugares, los cascos de los animales habían hecho unos surcos tan profundos en la tierra que apenas era visible el contorno del Caballo, pero incluso Adam era capaz de ver que la entrada todavía seguía tan cerrada como siempre.

¡Bum, bum, bum!

Una vez más las máquinas excavadoras habían topado con piedra. Los bueyes seguían tirando y bajando. Nat Parson elevó su voz sobre los chirridos de la máquina. Los minutos se escabulleron uno tras otro. Los bueyes continuaron esforzándose y una perforadora dio media vuelta hasta que se oyó un chasquido y se soltó el mecanismo.

Dos hombres se acercaron a las cabezas de las bestias y otro subió hasta el agujero para inspeccionar el daño sufrido por la máquina mientras las tres restantes seguían su trabajo inexorable. Nat Parson no parecía impresionado por el revés. El examinador le había advertido que llevaría tiempo.

LIBRO CUATRO

La palabra

Son los historiadores, y no los reyes, quienes gobiernan el mundo.

Proverbios, 19

Capítulo 1

Bolsa se había vuelto huraño en cuanto quedó claro que se esperaba de él que recorriera a pie toda la distancia hasta llegar a los Durmientes.

– ¿Cuánto queda aún? -preguntó Maddy.

– Ni idea -contestó el trasgo de forma adusta-. ¿Es que alguna vez me he alejado tanto? ¿eh? Y tú tampoco, o sabrías dónde está eso.

– ¿Y por qué no me lo dices? -repuso Maddy, conteniendo el impulso de lanzar un rayo mental al trasgo que lo aplastara contra la pared más cercana.

– ¿Y cómo podría decírtelo? -intervino el Susurrante-. No tiene más guía que leyendas e historias, los instrumentos que utilizan los ignorantes a beneficio de los imbéciles y de la confusión de los crédulos.

Maddy suspiró.

– Supongo que tampoco tú vas a contármelo.

– ¿Para qué? -replicó-. ¿Para estropear la sorpresa?

Y así fue como continuaron arrastrándose a través de un pasaje en desuso y con el aire viciado, por lo que las leguas del trayecto se les hicieron muy largas, a pesar de que en realidad el recorrido no pasó de seis kilómetros. El martilleo de las máquinas se iba desvaneciendo conforme se alejaban de la colina, aunque todavía escuchaban el peculiar sonido que seguía a cada golpe, similar al de una salva de aplausos, y sentían el seco temblor que se extendía a lo largo de toda la capa de granito que tenían sobre sus cabezas.

Maddy se detuvo.

– Por el Hel, ¿qué ha sido eso?

«Era el sonido de la magia», pensó ella. Esa sacudida resultaba inconfundible, aunque mucho más alta, más fuerte que cualquier otro ensalmo que ella hubiera escuchado antes.

El Susurrante brilló como un ojo.

– Tú lo sabes, ¿a que sí? -inquirió Maddy.

– Oh, sí -contestó el Susurrante.

– Entonces, dime, ¿qué ha sido eso?

El Susurrante relumbró con suficiencia.

– Eso, querida mía -repuso-, era la Palabra.

Capítulo 2

Nat Parson apenas podía contener el entusiasmo. Había oído hablar del tema, claro, como todo el mundo, pero en realidad nunca la había visto en acción, y el resultado era más espléndido y más terrible a la vez de lo que jamás se hubiera atrevido a esperar.

El examinador había necesitado más de una hora de oración antes de estar preparado. Al llegar el momento, toda la colina estaba ya temblando bajo el efecto de una resonancia profunda que parecía taponarle los tímpanos a Nat. Los aldeanos se estremecieron y se echaron a reír sin saber por qué cuando lo percibieron, y también los bueyes mientras se esforzaban y tiraban de los arneses para que las máquinas siguieran perforando. El sudor bañaba el rostro pálido del examinador, que frunció el ceño y alzó la mano al fin, temblando de los pies a la cabeza a causa del esfuerzo, y luego habló.

Lo cierto es que nadie había escuchado lo que había dicho. La Palabra era inaudible, aunque después todos declararon que habían sentido algo. Algunos se echaron a llorar. Otros gritaron. Algunos creyeron haber oído las voces de quienes habían muerto hacía mucho tiempo. Otros experimentaron un éxtasis que les pareció casi indecente y asombroso.

Loki lo percibió desde el bosque del Osezno, pero en su obsesión por buscar a Maddy y al Susurrante, había confundido la vibración y el crujido subsiguiente con el trabajo de las máquinas excavadoras de la colina.

Una repentina oleada de añoranza se apoderó del Tuerto, una nostalgia llena de recuerdos de Bálder, el hijo muerto por una vara de muérdago; de Frig, la fiel esposa; de su hijo Tor, y de todos cuantos había perdido mucho tiempo atrás, y cuyos rostros rara vez habían vuelto a sus pensamientos.

A Nat se le puso el vello de punta cuando la colina sufrió un temblor cada vez más intenso. Inmediatamente después se oyó un retumbar muy similar al del trueno.

¡Dioses, qué poder!

– Por las Leyes -dijo.

El examinador era el único que no parecía impresionado por el proceso. De hecho, Nat pensó que le había parecido casi aburrido, como si fuese una especie de rutina cotidiana, algo de alguna manera fatigoso, pero no más emocionante que cavar para abrir un nido de comadrejas.

Después, se le olvidó todo y como los demás, simplemente se quedó mirando.

A los pies del finismundés se había abierto ahora una grieta desigual en la tierra de medio metro más o menos de largo y quizá de unos diez centímetros de ancho aproximadamente. Su forma tenía un aspecto significativo, aunque de manera vaga, porque era como Yr, los Cimientos, invertida, aunque Nat no reconoció su importancia al no estar familiarizado con el Alfabeto Antiguo.

– He roto la primera de las cerraduras -comentó el examinador con voz inexpresiva-. Las ocho restantes siguen intactas, pero la invertida era la más importante.

– ¿Por qué? -preguntó Adam, lo cual agradó a Nat porque era la pregunta que él quería hacer, pero no la había formulado por no parecer un ignorante.

El examinador exhaló un pequeño suspiro de impaciencia, como si deplorase el desconocimiento de esta clase de aldeanos rústicos.

– Fíjate en esta marca; es una runiforma. Esto señala la entrada al túmulo de los demonios. Habrá que romper las otras ocho cerraduras antes de que las máquinas puedan entrar.

– ¿Y cómo sabéis que no hay otro camino hacia el interior de la colina? -inquirió Dorian Scattergood, que estaba allí al lado, de pie.

– Hay varios -contestó el examinador, muy ufano de sí mismo, aunque su voz permanecía seca y despectiva-. Sin embargo, la primera defensa del enemigo es cerrar la colina contra los intrusos y enterrarse lo más hondo posible, como hacen los conejos cuando huelen al halcón. Así que ahora, como veis, la colina está sellada. Nadie puede escapar de dentro, no hay forma de entrar desde fuera; pero como cualquier cazador sabe, algunas veces es útil rellenar las pequeñas conejeras con tierra, antes de poner la trampa en la principal entrada de la madriguera. -El finismundés exhibió una sonrisa gélida-. Y cuando al fin se abra, párroco, entonces los sacaremos a todos de ahí.