– ¿Queréis… al Pueblo Feliz? -inquirió una voz detrás de él.
Era Nan la Loca, de la Posta de la Fragua, quizá la única persona que habría osado hablar abiertamente de los de Faerie, pensó Nat, y además, nada más y nada menos que delante del examinador.
– Llamadlos por su nombre, señora -replicó el examinador-. ¿Qué bien puede venir de un lugar en sí perverso? Ellos son los ígneos, los Niños del Fuego, y debe entregárseles al fuego, a todos y cada uno de ellos; hasta que el Orden reine por encima de todo y el mundo sea depurado para siempre de su presencia.
Un rumor de aprobación recorrió las filas de los presentes, aunque el párroco se percató de que Nan y algunos otros lugareños no se unían al sentir general, y no era difícil ver el motivo, dijo para sí. Un poder como el del examinador era raro incluso en Finismundi, pues se trataba de un honor conferido sólo al rango más alto y sagrado del clero. Torval Bishop no lo habría aprobado, para un viejales de su calaña ese tipo de cosas se parecía demasiado a la magia, la cual consideraba una abominación, y eso estaba fuera de toda duda; pero para Nat Parson, que había viajado y visto poco del mundo, estaba claro cuál de los dos se equivocaba.
– Espero que a los niños no -insistió Nan-. Me refiero a los trasgos, al Pueblo Feliz. Está muy bien eso que decís, pero no vamos a depurar a ningún niño de verdad, ¿no?
El examinador suspiró.
– Los Niños del Fuego no son niños.
– Oh -Nan la Loca pareció aliviada-, porque he conocido a Maddy Smith desde que era una muchacha y aunque sea un poco rebelde, no…
– Señora, eso tendrá que juzgarlo el Orden.
– Oh, pero seguramente…
– Por favor, señorita Fey -la interrumpió el párroco-. Esto no es tema de vuestra competencia en absoluto. -Hinchó un poco el pecho-. Es un asunto de la Ley y el Orden.
Capítulo 3
– ¿La Palabra? -preguntó Maddy-. ¿Quieres decir que existe?
– Por supuesto que sí -repuso el Susurrante-. ¿Cómo crees si no que cayeron derrotados los æsir?
Maddy nunca había leído el Buen Libro, aunque conocía al dedillo la Tribulación y las Penitencias debido a los sermones dominicales de Nat Parson. Sólo el párroco y un puñado de aprendices, todos chicos, tenían permiso para leer cualquier parte e incluso entonces, su lectura se restringía a los denominados capítulos «abiertos» de la Tribulación, las Penitencias, las Leyes, los Listados, las Meditaciones y los Deberes.
Sin embargo, había otros capítulos del Libro que eran inaccesibles. Unos broches plateados mantenían las páginas cerradas y sólo podían abrirse con la llave que el párroco llevaba en una fina cadena alrededor del cuello. Nunca había preparado ningún sermón con el contenido de estos capítulos reservados, tal como se llamaban, aunque Maddy conocía algunos de sus nombres a través del Tuerto.
Estaba el Libro de los Apotecarios, un tratado de medicina; el Libro de los Inventos, en el cual había historias de la Era Antigua; el Libro del Apocalipsis, que predecía la Depuración final; y el más importante: el Libro de las Palabras, que contenía todos los ensalmos permitidos, o cánticos, como prefería llamarlos el Orden, para que los usara parte de la élite especial cuando llegara el tiempo de la Depuración.
Pero a diferencia del resto de los capítulos reservados, el Libro de las Palabras estaba sellado con un broche dorado, y era el único capítulo que le estaba vedado incluso al párroco. No tenía ninguna llave para la cerradura dorada, y aunque había intentado varias veces abrirlo, siempre había fallado.
Había utilizado un punzón de peletero para forzar la cerradura dorada durante el último intento, pero ésta empezó a brillar de forma alarmante y se calentó de un modo casi insoportable, por lo que a partir de ese momento Nat tuvo buen cuidado de no meterse donde no le llamaban. Sabía identificar una cerradura hechizada en cuanto le ponía la vista encima; de hecho, no era tan diferente del hechizo rúnico que la chica de los Smith había colocado en la puerta de la iglesia, y aunque le disgustaba el hecho de que sus superiores hubieran mostrado tan poca confianza en él, sabía que era mucho mejor no desafiar esa decisión.
Maddy sabía todo esto porque el párroco le había pedido que abriera la cerradura cuando tenía diez años so pretexto de que había perdido la llave y necesitaba consultar el Libro para asuntos de la parroquia.
La muchacha había sentido un placer malicioso al rehusar.
«Yo pensaba que a las chicas no se les permitía tocar el Buen Libro», había contestado ella con tono modesto, fingiendo mirar al suelo mientras le observaba entre las pestañas entornadas. Y era cierto. Hacía menos de una semana que Nat lo había explicado durante el sermón, en el transcurso del cual había denunciado la sangre sucia de las mujeres en general, sus malos hábitos e intelecto débil. Después de eso, el clérigo no volvió a insistir más, por supuesto, y el Libro de las Palabras continuó cerrado…
…aunque esa malicia no había servido precisamente para que Maddy se granjeara el afecto de Nat; de hecho, fue a partir de ese momento cuando el disgusto que el párroco sentía por la joven Smith se transformó en odio y había empezado a vigilarla para encontrar el más mínimo signo que le permitiera justificar una Exanimación oficial de la descarada y lista hija de Jed Smith.
– Pero el párroco no tiene la Palabra -replicó Maddy-. Sólo un examinador podría… -Se detuvo y miró fijamente al Susurrante-. ¿Examinadores? -murmuró, incrédula-. ¿Acaso ha llamado a los examinadores?
«Son los historiadores, y no los reyes, quienes gobiernan el mundo». Ése era un proverbio que solía citar el Tuerto, aunque entonces Maddy no se había dado realmente cuenta de la verdad que encerraba.
El Orden de los Examinadores había sido fundado hacía quinientos años, en el Departamento de Registros de la gran Universidad de Finismundi. Tendría que haber sucedido por aquellas fechas, era lo más probable. Finismundi fue siempre el centro de todos los acontecimientos. Era la capital financiera y la sede del rey, también estaba allí el Parlamento y la gran catedral del Santo Sepulcro y corrían los rumores de que en las bóvedas del Departamento de Registros había más de diez mil libros de poesía, ciencia, historia y grimorios a los cuales únicamente tenían acceso los investigadores serios, como profesores, magistrados y otros cargos pertenecientes al rango superior.
En aquellos días, los examinadores eran meros funcionarios de la universidad, burócratas de naturaleza íntegramente secular, y sus procedimientos para la Examinación no pasaban de ser simples cuestionarios escritos, pero la universidad se había convertido en uno de los símbolos del Orden después de la Tribulación y la época oscura que la siguió. Su influencia había crecido gradualmente. Se escribió la historia, se asentaron las conclusiones y se ocultaron los libros peligrosos. El poder cambió de manos de forma pausada pero estudiada y pasó, no a las de los reyes o los guerreros, sino a las del Departamento de Registros y una pequeña camarilla de historiadores, académicos y teólogos que se habían autoproclamado los únicos cronistas de la Tribulación.
La culminación de ese trabajo había sido el Buen Libro, una historia del mundo y de su casi completa destrucción por culpa de las fuerzas del Caos. El Buen Libro era un catálogo de conocimientos del mundo, ciencia, sabiduría y medicina, y también una lista de mandamientos que garantizaba el triunfo futuro del Orden, sucediera lo que sucediese.