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Loki.

De modo que el traidor había sobrevivido. La verdad es que no le sorprendía nada, ya que el Embaucador tenía un cierto hábito de salir airoso de circunstancias adversas contra todo pronóstico, y ese halcón había sido siempre uno de sus aspectos favoritos pero, en el nombre del Hel, ¿qué es lo que andaba haciendo por allí?

Loki, de entre todos, debería ser perfectamente consciente de la temeridad que suponía exhibir sus colores en el Supramundo. Y además, allí estaba a plena luz del día, con una prisa tan excesiva que le impedía cubrir las huellas.

En los viejos tiempos, claro, Odín habría derribado al pájaro con una sencilla runa mental. Hoy, y a esa distancia, era consciente de que más le valía no intentarlo. Runas que antaño habían sido para él apenas un juego de niños ahora le costaban un esfuerzo que no se podía permitir, pero Loki era un niño del Caos; llevaba sus armónicos en la sangre.

¿Qué le habría obligado a abandonar el alcor? ¿El examinador y sus invocaciones? Seguramente, no. Un simple examinador no habría expulsado al Embaucador de su fortaleza, y Loki no era uno de esos a los que les entra el pánico. Además, ¿qué sentido tenía abandonar su base? ¿Y por qué, de entre todos los lugares, había optado por dirigirse a los Siete Durmientes?

El Tuerto abandonó los campos por una grieta en la cerca y orillando el borde del bosque del Osezno, entornó los ojos antes de mirar hacia dónde volaba el halcón, apenas visible en el cielo vespertino. El camino del oeste estaba completamente desierto; los rayos del sol brillaban a escasa altura a través de la tierra salpicada de manchas de colores, haciendo que su larga sombra se desparramara a sus espaldas. Habían encendido una hoguera en la colina: el pueblo de Malbry estaba de celebración.

Odín dudó muy poco. No le apetecía abandonar la colina del Caballo Rojo, adonde con toda probabilidad iría a buscarle Maddy, pero la presencia de Loki en el Supramundo era demasiado alarmante como para ignorarla.

Sacó la bolsita de piedras rúnicas y las lanzó para leer su destino rápidamente, allí justo al lado del camino occidental.

Obtuvo la runa Os, los æsir, invertida…

y cruzada por Hagall, la Destructora…

y en oposición a Isa y Kaen…

…y por último, su propia runa, Raedo, invertida, y cruzada por Naudr, la Recolectora, la runa del Inframundo y de la muerte.

Una tirada semejante no le habría parecido una lectura alentadora ni siquiera en la mejor de las circunstancias, pero ahora había un examinador del Orden en la colina del Caballo Rojo, Loki andaba suelto de nuevo por el mundo, el Susurrante se hallaba en manos desconocidas y Maddy seguía perdida en el Trasmundo, por lo cual parecía una burla de las mismas Parcas.

Reunió las piedras rúnicas y se levantó. Le llevaría la mayor parte de la noche llegar a los Durmientes sin que nadie le descubriera. Supuso que su hermano haría el viaje en menos de una hora, pero eso era inevitable. El Tuerto comenzó el largo trayecto hacia las montañas, ayudándose con el cayado en su andadura.

Fue justo en ese momento cuando atacaron los hombres de la partida.

Más tarde se recriminó el no haber anticipado la celada. El bosquecillo se hallaba situado en las lindes de los campos de laboreo de un modo tan conveniente que era el lugar perfecto para una emboscada, pero él estaba ensimismado en sus pensamientos sobre Loki y los Durmientes, y cegado por el sol poniente, y no los había visto llegar.

Un segundo más tarde salían de entre los árboles, corriendo agachados por el suelo; una partida de nueve, armados con bastones.

Odín se movió sorprendentemente rápido. Tyr, el Guerrero, disparó algo parecido a un dardo de acero entre sus dedos, y el primer hombre, uno de los aprendices de Nat, Daniel Hetherset, cayó al suelo con las manos aferradas al rostro.

Hubo algún momento en el pasado en que aquello hubiera sido suficiente, pero no ahora, ya que los ocho miembros restantes de la partida apenas se alteraron, intercambiando rápidas miradas mientras se desplegaban en abanico a través del camino, con los bastones preparados.

– No deseamos que haya lucha -dijo Matt, el agente de policía, un hombre grande, serio, cuya constitución no estaba hecha para la velocidad.

– Eso parece -respondió el Tuerto en voz baja. En las puntas de sus dedos brillaba Tyr, como una hoja de luz, bastante corta para una espada mental, pero más afilada que el acero de Damasco.

– Tranquilízate -pidió Matt, cuyo rostro estaba blanco como la leche debido al miedo-. Te doy mi palabra de que te trataremos bien.

El Tuerto le mostró una sonrisa que hizo que el agente se echara a temblar.

– Si os da igual -comentó-, creo que será mejor que siga mi camino.

Aquí debería haber terminado todo, y de hecho, los hombres de la partida se retiraron un poco. Sin embargo, Matt se mantuvo en su puesto. Era un hombre grueso, pero no de carnes blandas, y bajo la mirada de sus paisanos de Malbry era plenamente consciente de su deber como agente de la ley.

– Has de venir con nosotros -aseveró-, tanto si quieres como si no. Sé razonable, te superamos en número. Te doy mi palabra de que tu caso será tratado con las garantías pertinentes y con toda la…

El Tuerto había estado vigilando a Matt y no vio al hombre que se había ido moviendo despacio, sí, muy despacio, aprovechando el punto muerto de su ojo ciego.

Los otros permanecieron inmóviles y diseminados. Tenían el sol a la espalda, de modo que el Tuerto estaba deslumbrado y no podía verles los rostros, que permanecían ocultos en las sombras.

Dan Hetherset, el que había caído bajo el golpe del Bárbaro, se recobraba. La espada mental no le había herido de gravedad y ahora luchaba por incorporarse, con la sangre fluyendo aún del feo corte que le cruzaba la mejilla.

El Tuerto no podía controlar con la vista el círculo de hombres abierto a su alrededor, hecho que Jan Goodchild, un cabeza de familia con dos hijos, miembro de una de las mejores familias del valle, aprovechó para acercarse a él por su punto ciego. Mientras Matt permanecía plantado delante de él, completamente inmóvil, Goodchild alzó el bastón y atizó la cabeza del Tuerto con todas sus fuerzas.

La lucha habría terminado en ese mismo momento si el leñazo hubiera dado en el lugar apropiado, pero Jan estaba nervioso y el palo se le fue de las manos y se hundió en el hombro del Tuerto, que perdió el equilibrio y cayó dentro del círculo formado por los integrantes del grupo.

A continuación tuvo lugar una confusa escaramuza en la que las armas revolotearon por todas partes de forma vertiginosa. Matt Law intentaba poner orden y el Bárbaro, con Tyr en la mano, golpeaba y fintaba con tanta habilidad como si llevara una espada corta real y no un simple hechizo sustentado por nada más que la fuerza de su voluntad.

El Tuerto, a diferencia de Loki, siempre había tenido un talento natural para las armas. Incluso así, notó pronto que el encantamiento se debilitaba; era necesaria una gran cantidad de poder para usar una espada mental y se le acababa el tiempo. Jan descargó otro golpe sobre él, que impactó en su brazo derecho con una energía escalofriante, de modo que el golpe que iba destinado a Jan salió despedido y alcanzó a Matt Law en su lugar, un duro impacto en el estómago.

El Tuerto lo conectó con otro golpe que esta vez sí llegó a Jan, dándole en las costillas, un corte limpio, y tuvo tiempo sólo para un pensamiento -«Le has matado, so idiota»-, antes de que Tyr empezara a parpadear y se extinguiera en sus manos.