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Pero Maddy estaba intentando recordar la palabra que había dicho el trasgo.

¿Moquero? No, ése no era.

¿Andrajoso? No, ése tampoco.

¿Pajillero? Frunció el ceño, buscando la inflexión exacta, sabiendo que el trasgo intentaría distraerla y sabiendo también que el ensalmo no funcionaría a menos que lo pronunciara de forma totalmente correcta.

– ¿Ero, oso?

– «Llámame Tiznajo, llámame Lamparón. -El trasgo se puso a parlotear sin cesar en un intento de romper el ensalmo de Maddy con uno de su propia cosecha-. Llámame Araña, Picaruelo y Mamporrón. Llámame Limpito, llámame Lentorro…»

– ¡Silencio! -le conminó Maddy

Tenía la palabra en la punta de la lengua.

– Dilo entonces.

– Lo haré.

Lo recordaría enseguida. Bastaba con que la criatura dejara de hablar…

– ¡Lo has olvidado! ¿A que sí? -Había una nota de triunfo en la voz del trasgo-. ¡Lo has olvidado, olvidado, olvidado!

Maddy sentía cómo perdía la concentración poco a poco. Eran demasiadas cosas para hacerlas a la vez; no podía aspirar a mantener sometido al trasgo y hacer al mismo tiempo el esfuerzo de recordar el ensalmo que lo mantendría sujeto a su voluntad. Tanto Isa como Naudr estaban a punto de disolverse también. El trasgo tenía ya un pie libre y entornaba los ojos con malicia mientras intentaba liberar el otro.

Era ahora o nunca. Soltando las runas, Maddy volcó toda la fuerza de su voluntad en decir el verdadero nombre de aquella criatura.

– Rastri-llero…

Sonaba rápido y contundente, pero el trasgo saltó de la esquina como el corcho de una botella apenas ella abrió la boca, y antes de que hubiera terminado de decirlo ya estaba a medio camino de la pared de la bodega, donde se puso a excavar como si le fuera la vida en ello.

Si la muchacha se hubiera detenido unos momentos a cavilar sobre la situación, habría caído en la cuenta de que le bastaba con ordenarle al trasgo que se detuviera; se habría visto obligado a obedecerla si hubiera dicho el nombre correctamente y ella podría haberle interrogado a placer, pero Maddy no se paró mucho tiempo a pensar. Vio cómo el pie del trasgo desaparecía en la tierra y gritó algo que ni siquiera era un ensalmo, al mismo tiempo que formaba con toda la contundencia posible Thuris, la runa de Tor, en la boca de la madriguera.

Dio la impresión de que había arrojado unos fuegos artificiales contra el suelo de ladrillos alineados, levantando un surtidor de chispas. Luego, se elevó una nubecilla de humo maloliente.

No pasó nada durante un par de segundos, pero después surgió un sordo estruendo bajo los pies de Maddy, y de la madriguera salió un ruido mezcla de maldiciones, pataleos y revuelo de tierra, como si algo en el interior se hubiera tropezado con un obstáculo imprevisto.

La muchacha se arrodilló y miró dentro del hueco. Podía escuchar las maldiciones del trasgo, demasiado lejos de su alcance, y después se oyó otro ruido, una especie de deslizamiento, luego chillidos y un sonido parecido al pateo que Maddy casi llegó a reconocer…

La voz del intruso sonaba amortiguada, pero con una nota de urgencia.

– ¡Mira la que has terminado por liar! ¡Gog y Magog, déjame salir!

Se oyó a continuación otro deslizamiento de tierra y la criatura invirtió su camino, saliendo disparada del agujero. El trasgo cayó de pie, pero se estampó contra un montón de barriles vacíos que se vinieron abajo con un estrépito suficiente para despertar a los Siete Durmientes en sus lechos, temió Maddy.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

Pero antes de que el interpelado pudiera replicarle, algo salió del agujero de la pared con un estampido. En realidad, fueron varias cosas; bueno, varias no, docenas; no, cientos de criaturas gordas, marrones, que se movían a toda velocidad, arremolinándose en torno a la madriguera como…

– ¡Ratas! -exclamó Maddy al tiempo que se recogía la falda en torno a los tobillos.

El trasgo la miró con rencor.

– Bien, ¿qué esperabas que pasara? -repuso-. Lanza un hechizo como ése en el Trasmundo y estarás hundida hasta las rodillas en aguas putrefactas e infestadas de alimañas antes de que tengas tiempo de darte cuenta.

Maddy miró el agujero con desánimo. Había intentado llamar sólo al trasgo, pero la llamada, y aquella runa formada con tanta premura, aparentemente habían convocado a todo lo que había a su alcance. Ahora, no sólo salían ratas a borbotones por el agujero, sino también escarabajos, arañas, cochinillas, ciempiés, molinetes, tijeretas y gusanos, además de un generoso vertido de aguas fétidas (posiblemente procedentes de una cañería rota) hasta constituir un brebaje asqueroso que se derramó de la madriguera y avanzó serpenteante a una velocidad pasmosa por todo el suelo.

Y entonces, justo cuando estaba convencida de que probablemente no podría ocurrir nada peor, escuchó el sonido de una puerta que se abría lentamente al comienzo de las escaleras y una voz aguda, de tono un tanto nasal, que le llegó desde la cocina.

– ¡Eh, señoritinga! ¿Vas a estar ahí toda la mañana o qué?

– Oh, dioses.

Era la señora Scattergood.

El trasgo le dedicó a Maddy un guiño alegre.

– ¿Me has oído? -inquirió la señora Scattergood-. Hay unos cuantos pucheros para fregar aquí, ¿o se supone que tengo que hacerlo yo todo?

– ¡Un minuto! -respondió Maddy, apurada, refugiándose en los escalones de la bodega-. ¡Sólo… estoy resolviendo unas cuantas cosas aquí abajo!

– Bueno, pues ahora ven y termina otras cuantas aquí arriba -replicó la señora-. Sube corriendo y arregla esos pucheros. Y si asoma por aquí otra vez ese pillo tuerto e inútil, ¡le puedes decir de mi parte que se largue!

El corazón de Maddy se le subió a la boca. «¿Ese pillo tuerto e inútil?» Eso quería decir que su viejo amigo había regresado después de más de doce meses de vagabundeo, y ninguna clase de ratas o cucarachas, ni siquiera trasgos, iba a evitar que le viera.

– ¿Está aquí? -preguntó, subiendo los escalones a la carrera-. ¿Está aquí el Tuerto? -Emergió en la cocina sin aliento.

– Ah, sí. -La señora Scattergood le ofreció un paño de cocina-. Aunque no sé por qué eso te agrada tanto. Había pensado que tú, de entre toda la gente…

Se detuvo y ladeó la cabeza para escuchar.

– ¿Qué es ese ruido? -inquirió con voz aguda.

Maddy cerró la escalera de la bodega.

– No es nada, señora Scattergood.

La dueña la miró con suspicacia.

– ¿Qué hay de esas ratas? -preguntó-. ¿Lo has arreglado todo bien esta vez?

– Tengo que verle -repuso Maddy.

– ¿A quién? ¿Al pillo tuerto?

– Por favor -respondió-. No tardaré mucho.

La señora Scattergood apretó los labios.

– Es mi dinero, así que no -replicó-. No te voy a pagar unas buenas monedas para que andes callejeando con ladrones y mendigos.

– El Tuerto no es un ladrón -negó Maddy.

– No empieces a darte aires, señorita -replicó la señora Scattergood-. La Ley sabe que no puedes evitar ser lo que eres, pero al menos podrías esforzarte un poco. Deberías hacerlo por el bien de tu padre y la memoria de tu santa madre. -Hizo una pausa para tomar aliento que duró menos de un segundo-. Y ya puedes ir borrando esa expresión de la cara. Cualquiera pensaría que estás orgullosa de ser…

Y entonces se detuvo, con la boca abierta, cuando se oyó un sonido al otro lado de la puerta de la cava. A la tabernera le pareció un sonido de lo más peculiar, como un rumor punteado de vez en cuando por alguno que otro golpe sordo. Le hizo sentirse bastante incómoda, como si hubiera allí abajo en la bodega algo más que barriles de cerveza. ¿Y qué era ese soniquete tan similar al de los chapoteos, como sí fuera día de colada en el río?