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Entonces se abalanzaron sobre él siete hombres cuyos bastones empezaron un rítmico sube y baja similar al de las hoces en la cosecha del maíz.

Odín se dobló al recibir un golpe en el estómago y un porrazo en la cabeza le hizo caer al suelo, donde yació despatarrado en medio del camino occidental. Y conforme los demás porrazos caían, demasiados para llegar a contarlos y demasiados también para que Yr y Naudr pudieran dispersarlos, el Tuerto tuvo tiempo para un único pensamiento más. «Esto es lo que se consigue por intentar ayudar a la Gente».

Inmediatamente después recibió un golpe en la parte posterior de la cabeza, y la pena y el dolor se lo tragaron por entero.

Capítulo 5

Entretanto, el viaje de Loki no estaba resultando tan sencillo como hubiese deseado. Habían pasado muchos años desde la última vez que se había acercado a los Durmientes por esta ruta, y ya había oscurecido cuando alcanzó las montañas. A sus pies, las laderas se veían lactescentes y desfiguradas a la luz de una luna en cuarto menguante que presidía el firmamento. Algunas nubéculas la velaban al pasar de vez en cuando, punteándola de plata.

Sobrevoló un gran saliente rocoso de espato situado encima de una ancha veta de piedra, donde se posó a descansar tras recuperar su aspecto, pues su transformación en pájaro le había consumido más energía mágica de lo esperado.

Por encima de él, majestuosos, los Durmientes se encontraban aislados por el hielo y a sus pies sólo había pedregales y roca desnuda. Más abajo, en las colinas, los angostos senderos zigzagueaban entre los matorrales y la maleza, entre los endrinos y espinos, donde tenían sus guaridas los gatos monteses que, en algunos casos, se alimentaban de las pequeñas cabras de pelambrera parda que corrían libremente por el brezo. Varias cabañas se alzaban en las faldas de aquellas colinas, probablemente construidas por los pastores, pero incluso esos exiguos signos de ocupación desaparecían conforme raleaba la vegetación.

Se levantó y alzó la mirada en dirección a los Durmientes. La entrada debía de estar a unos sesenta metros por encima de su cabeza, en la grieta profunda y estrecha de algún glaciar.

Él había accedido por allí en una ocasión, pero no habría escogido de nuevo la misma ruta de haber habido alguna otra opción…

…sin embargo, no la había, y ahora estaba allí, tiritando sobre el bloque de roca y sopesando con premura su posición. Una de las grandes desventajas de este tipo de cambio de forma era que no podía llevarse con él nada más que su propia pieclass="underline" ni armas ni comida ni, aún más importante, ropas. El frío agudo había empezado ya a afectarle; si no resolvía la situación, acabaría con él muy rápido.

Pensó en cambiar a su aspecto ígneo, pero desechó la idea en cuanto se le ocurrió. No había nada que pudiera quemar sobre el manto de nieve, y además, un fuego en la montaña atraería con toda seguridad algún tipo de atención indeseada.

Era evidente que siempre le quedaría la solución de sobrevolar la grieta y ahorrarse de ese modo una larga y agotadora ascensión por las zonas heladas. Sin embargo, era consciente de que el disfraz de halcón le convertía en una presa vulnerable, porque un halcón no podía realizar ensalmos con la palabra y el pico de un halcón no sustituía a los dedos a la hora de digitar las runas. A Loki no le hacía ninguna gracia la idea de volar a ciegas, sin hacer mención a la desnudez, sobre los Durmientes y meterse de cabeza en cualquier posible emboscada.

Bueno, fuera lo que fuese a hacer, debería ponerlo en práctica enseguida. Estaba demasiado expuesto allí, en la roca pelada, y sus colores podían percibirse a kilómetros de distancia, lo cual equivalía a haber escrito en las montañas «LOKI ESTUVO AQUÍ».

Volvió a adoptar la forma de ave y voló en dirección a la cabaña de pastor más cercana. Estaba abandonada, pero aun así se las ingenió para improvisar algunas ropas con poco más que harapos, aunque servirían de todos modos, y unas pieles para atárselas en los pies a modo de calzado. Las pieles olían a cabra y eran un pobre sustituto para las botas que había dejado atrás, pero halló una zamarra de borrego, basta pero cálida, que le protegería de lo más crudo del frío.

Comenzó a ascender, una vez ataviado de semejante guisa, con paso lento y seguro, ya que durante las últimas cinco centurias, el as había aprendido a valorar la seguridad por encima de todas las cosas.

Había estado escalando durante casi una hora cuando se topó al gato. En lo alto, la luna segaba los picos helados con su guadaña y destacaba el afilado relieve de los espolones de roca. Sobrepasó la línea de nieves perpetuas. La capa superior de un glaciar crujía a cada una de sus pisadas. El manto de hielo parecía de un blanco intenso visto a cierta distancia, pero observado más de cerca ofrecía el aspecto lúgubre de un rebujo apelmazado de piedras, nieve y hielo envejecido.

El Embaucador estaba extenuado y también dolorido por culpa del frío; las pieles y los harapos cogidos en la cabaña del pastor le habían servido bastante bien en las zonas más bajas de la ladera, pero poco podían hacer contra el frío cortante del glaciar. Se había metido las manos debajo de los brazos en busca de un poco de calidez, pero incluso así, le dolían de forma casi brutal. Tenía el rostro amoratado y los pies, envueltos en los envoltorios de pieles, habían perdido hacía tiempo toda sensación, razón por la cual iba dando tumbos como un borracho por la costra de nieve, donde siguió escondiendo su rastro lo mejor posible.

Una vez más consideró la idea de volver a su aspecto ígneo, pero el frío era ya demasiado intenso. Convertirse a su forma de fuego simplemente consumiría más rápido su energía mágica, dejándole indefenso.

Necesitaba descanso. Y calor. Ya se había caído casi una docena de veces y cada vez le resultaba más difícil luchar para levantarse. Al final volvió a venirse abajo y no fue capaz de ponerse en pie de nuevo, por lo que se dio cuenta de que ya no le quedaban más oportunidades. La posibilidad de morir congelado superaba en mucho al riesgo de ser visto.

Formó Sol, pero con torpeza, e hizo un gesto de dolor al mover los dedos congelados. Ya no tenía posibilidad de convertirse en halcón; había perdido las fuerzas y sólo le quedaban ya sus últimos ensalmos. La runa se encendió, pero le proporcionó poco calor.

Loki maldijo y lo intentó de nuevo. En este momento, el calor estaba más concentrado, una bola brillante del tamaño de una manzana pequeña que brillaba contra la nieve mate. Se acercó la bola cuanto pudo y poco a poco sintió cómo la vida regresaba a sus manos tullidas. También con ella, volvió el dolor. Loki profirió un grito: sentía como si le estuvieran clavando agujas al rojo vivo.

Quizá fue ese alarido el que alertó al felino, quizá fue el resplandor; de cualquier forma vino, y era enorme, quizá cinco veces más grande que el gato montes común, manchado de pintas marrones, similares a la piedra de la montaña. Los ojos relucían amarillos y hambrientos y las garras parecían forradas de suave acero sobre las plantas peludas de sus patas.

Loki hubiera tenido más probabilidades de rehuir el encuentro en la parte inferior de las laderas montañosas, que estaban llenas de otras posibles víctimas, pero las presas escaseaban en el glaciar y un humano como él, indefenso y de rodillas sobre la nieve, parecía casi un regalo para el carnívoro.

El felino se acercó. Loki, que sentía cómo las sensaciones volvían tanto a sus manos como a sus pies, intentó levantarse, pero cayó una vez más. Soltó un montón de maldiciones.

El gato se acercó aún más, con cautela, debido a la bola de fuego que brillaba entre las manos del as, preguntándose a su manera gatuna si sería un arma capaz de hacerle daño cuando saltara sobre él. Loki no lo vio y continuó maldiciendo mientras Sol le acuchillaba los dedos.