Maddy le clavó una mirada aguda.
– «¿Un general solo a su frente veo?»
El Susurrante le dedicó una sonrisa helada.
– Así que estabas prestando atención. Es estupendo sentirse apreciado -admitió-. Ahora sé buena chica y despierta a los Durmientes; luego, pondremos en buen camino el resto de mi profecía…
– Uf, bueno -vaciló-. Necesitaría hablar primero con el Tuerto.
– Pues en ese caso nos aguarda una larga espera -refunfuñó el Susurrante, y sus colores refulgieron del modo que Maddy había terminado por relacionar con la petulancia.
– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Qué le ha pasado?
El Susurrante le habló a Maddy del arresto del Tuerto; de la lucha que había tenido lugar con los hombres de la partida y de lo que había sucedido a continuación. No había duda al respecto, aseveró el Oráculo. Estaba en armonía con el General, conocía su mente y sentía cada fragmento de hechizo que lanzaba.
– Luchó contra ellos -le contó-, pero eran demasiados y perdió. Si estuviera muerto, yo lo sabría. Luego, supongo que se lo han llevado a cualquier sitio apropiado para encerrar a alguien que tengáis en el pueblo…
– La cárcel -repuso Maddy.
– Eso es lo más probable -continuó él-.Y allí, debemos asumir, sea quien sea el que esté usando la Palabra contra la colina estará de lo más impaciente por interrogarle.
Los ojos de la muchacha se dilataron y mostraron una expresión de espanto.
– No le harán daño, ¿no?
– ¿Eso es una pregunta?
– ¡Pues claro! -exclamó ella.
El Susurrante soltó una sonrisita de suficiencia.
– Pues entonces, sí. Le harán daño. Le sacarán cualquier pizca de información que posea y le matarán cuando hayan terminado, e irán detrás del resto de vosotros cuando le hayan matado, y no pararán hasta que el último de vosotros haya sido eliminado. Espero que esto responda a tu pregunta.
– Oh -exclamó la muchacha, e hizo una larga pausa. Luego preguntó-: ¿Esto es una… opinión profesional, o una profecía de verdad?
– Ambas cosas -repuso el Susurrante-. A menos, claro, que hagas algo al respecto.
– Pero ¿qué es lo que podemos hacer? -replicó Maddy, desesperada.
El Susurrante se echó a reír, con un sonido seco y desagradable.
– ¿Hacer? -inquirió-. Querida mía, tendrás que despertar a los Durmientes.
Capítulo 7
Según el Libro de la Meditación, los estados elementales de la dicha espiritual eran nueve.
Uno, la oración. Dos, la abstinencia. Tres, la penitencia. Cuatro, la absolución. Cinco, el sacrificio. Seis, la abnegación. Siete, la valoración. Ocho, el arbitraje. Nueve, la investigación.
Según esta definición, Nat Parson había alcanzado el séptimo estado elemental y estaba a punto de entrar en el octavo. Se sentía bien. Tan bien, de hecho, que había empezado a preguntarse si pronto se le permitiría enfrentarse con los estados intermedios -los de la Exanimación y el Juicio-, para los que se sentía más que preparado.
El Bárbaro era culpable, y no cabía duda alguna a ese respecto. Nat Parson le había acusado de más de una docena de cargos de delitos comunes, tales como robo, vagancia, corrupción y bandolería, aunque la sustancia real estaba en los cargos penales: intento de asesinato de un agente, conspiración, conjura, artificio y el más prometedor de todos, herejía.
Herejía. Eso sí que llegaría a alguna parte, había pensado Nat Parson. No había habido ninguna acusación de herejía en Malbry desde hacía más de medio siglo. Finismundi era diferente, más civilizada, más especial. Los ahorcamientos eran comunes en la Ciudad Universal. Los examinadores estaban avezados en descubrir la herejía tan pronto como alzara su horrible faz y no mostraban tolerancia alguna hacia todas las cosas extrañas.
Odín el Tuerto estaba al tanto, claro. Sabía un montón de cosas, de hecho, que hubieran propiciado que se le quedara floja la mandíbula al párroco, aunque para frustración de Nat no había dicho ni una palabra desde su arresto.
Bueno, él iba a conseguir que hablara, se prometió el párroco con fiereza; y de todos modos, la runiforma que atravesaba la órbita llena de cicatrices del ojo ciego del Bárbaro hablaba por sí sola.
Y le había hablado bien claro al examinador. Si todo el asunto de la colina no había llegado a conmoverle, la captura del Bárbaro le puso casi en estado de agitación. Al principio, cuando se le pidió que abandonara su lugar en la colina, se mostró irritado, pero tan pronto como vio aquella runiforma y al hombre que estaba repantigado de manera insolente contra el muro interior de la cárcel, perdió la mayor parte de su anterior actitud distante.
– ¿Quién es este hombre? -preguntó con voz ahogada.
– Un vagabundo -contestó Nat, contento al fin de haber encontrado algo que impresionara al finismundés.
Hasta ese momento nada lo había conseguido, ni siquiera su ágil pensamiento, ni la amenaza de debajo de la colina del Caballo Rojo, ni siquiera la cocina de Ethelberta, que se consideraba excelente hasta en el mismo Hindarfial e incluso más allá.
Sin ir más lejos, la noche anterior, Ethelberta se había preocupado de cocinarle una comida al examinador que Nat hubiera dicho que se encontraba entre las mejores que había hecho: codorniz rellena y champiñones fritos además de pasteles de miel con almendras; pero el visitante había rechazado cualquier alimento que no fuera pan, verduras crudas y agua, recordando a ambos las alegrías de la abstinencia, el tercer estado elemental de la dicha espiritual, de modo que ninguno de los dos había comido demasiado y a Ethelberta le había dado una pequeña pero intensa rabieta en la cocina, y Nat, a pesar de su rotunda admiración por los finismundeses, se había sentido bastante enfadado con el muchacho.
Ahora, en la cárcel, se sentía como si hubiera recuperado un poco su lugar…
…Él se encontraba muy a gusto en la cárcel. No era un edificio grande, ya que apenas tenía el tamaño de la cocina de su casa, pero estaba sólidamente construido con buen granito de las montañas y carecía de ventanas. Si Matt Law se hubiera salido con la suya, no habría habido ninguna cárcel en absoluto; diez años atrás no la había y generaciones de agentes de la Ley habían usado las celdas para encerrar a algún deudor o borracho ocasional.
Nat Parson, que tenía reciente su peregrinación, había puesto fin a esa clase de pereza. Estaba satisfecho de haberlo hecho; el examinador los consideraba ya bastante atrasados tal como iban las cosas hasta ahora. Aun así, estaba impresionado con el prisionero, y el párroco sintió una gran oleada de orgullo por la eficacia con la que habían manejado al Bárbaro.
– ¿Un vagabundo? ¿Qué nombre tiene?
– Va por ahí con el nombre del Tuerto -contestó Nat, que estaba disfrutando el momento.
– No me importa el nombre con el que ande por ahí -aclaró. La voz del examinador se había vuelto aguda-. Dame tu nombre verdadero, villano -increpó al preso, que aún seguía repantigado contra la pared, aunque en realidad era difícil que pudiera estar de otra manera, ya que tenía los pies encadenados al suelo.
– Te diré el mío si tú me dices el tuyo -replicó el Tuerto, mostrándole los dientes.
El examinador apretó los labios exangües hasta formar una línea muy fina en la que la boca apenas era visible.
– Hay que interrogar a este hombre -repuso, toqueteando la llave de oro, su único adorno, que colgaba de una cuerda alrededor del cuello.
– Ya urdiré el modo -repuso Nat-, estoy seguro de que entre Matt y yo nos las arreglaremos para proporcionaros todas las respuestas que…
Pero el finismundés le atajó de plano.
– No lo haréis -zanjó con su voz de erudito-, en vez de ello seguiréis mis instrucciones al pie de la letra. Primero, tendréis a este hombre completamente inmóvil…
– Pero examinador -protestó Nat-, ¿cómo va a poder él…?
– Cuando digo completamente inmovilizado, lugareño, quiero decir exactamente eso. Lo quiero encadenado y amordazado. No quiero que mueva ni la punta de un dedo sin mi permiso, ¿está claro?
– Sí, señor -repuso Nat con rigidez-. ¿Puedo preguntaros por qué?
– Pues no -espetó el examinador-. En segundo lugar, no quiero que nadie mantenga ninguna conversación con el prisionero a menos que yo mismo le dé la orden. No os dirigiréis a él, ni le permitiréis que se dirija a vosotros. Tercero, los guardias se apostarán en la puerta, pero nadie entrará sin mi permiso. Cuarto, hay que enviar recado ahora mismo a la Ciudad Universal, al examinador jefe a cargo de los Registros. Yo redactaré el mensaje que le vamos a despachar con la mayor urgencia. ¿Lo entendéis? -Nat Parson asintió-. Por último, detendréis todo tipo de actividad en la colina. Se dejarán las máquinas en su lugar, se apostarán guardias, pero no se le permitirá acceso a nadie al túmulo ni proseguirán los trabajos en el terreno sin mi permiso expreso. ¿Está claro?
– Sí, señor.
– Ah, Parson… -El examinador se volvió y se dignó a ofrecer a Nat una mirada de disgusto-. Preparadme una habitación en vuestra casa. Necesito un espacio de trabajo, una buena mesa de despacho, instrumentos de escritura, una chimenea que no desprenda humo, una luz adecuada, por cierto, prefiero velas de cera más que de sebo, y completo silencio para ayudarme en mis meditaciones. Me gustaría quedarme aquí durante algunas semanas, hasta que… mis superiores lleguen y se hagan cargo de la situación.
– Ya veo.
El disgusto de Nat por el modo en que se había dirigido a él se había visto sólo ligeramente atemperado por la emoción.
Sus superiores, ¿eh? El párroco sólo tenía una vaga comprensión del complejo sistema de rangos y jefaturas dentro del Cuerpo de los Examinadores, pero ahora parecía que su examinador, aunque era indudablemente un oficial de categoría, tan sólo ostentaba un rango intermedio dentro del Orden. Vendrían más oficiales; oficiales que, si lo había considerado de forma correcta, podrían aprender a valorar los talentos de un hombre como Nat Parson.
Ahora pensó que por fin había comprendido los modales desabridos del examinador. El hombre estaba nervioso, fuera de sí. Nat dedujo que escondía su ineptitud detrás de una fachada arrogante y que pretendía enredarle de modo que pudiera arrogarse el crédito de todo su trabajo. «Bueno, ponte a pensar de nuevo, Señor Abstinencia -se dijo Nat, despiadado-. Un día yo también tendré la llave dorada y ese día haré que te arrepientas de haberme llamado "lugareño"».
El pensamiento era tan atractivo, que le llevó a sonreír realmente al examinador y el finismundés, sorprendido por la fiera brillantez de aquella sonrisa, dio medio paso hacia atrás.
– ¿Y bien? -se dirigió a Nat, en tono agudo-. ¿A qué estáis esperando? Hay algo menos de mil kilómetros hasta Finismundi, en el caso de que os hayáis olvidado, y quiero que el jinete haya salido mucho antes de que caiga el sol.
– Sí, señor -repuso el interpelado y se marchó de la cárcel a paso rápido, mientras el examinador acariciaba la llave del Libro de las Palabras y observaba con ansiedad cómo los guardias encadenaban al Tuerto a la pared de la cárcel por el cuello, los pies y los dedos.
El forastero seguía sorprendido por la sonrisa de Parson. «Ese hombre ha de ser medio tonto para sonreír de esa manera», dijo para sí.