– No lo haréis -zanjó con su voz de erudito-, en vez de ello seguiréis mis instrucciones al pie de la letra. Primero, tendréis a este hombre completamente inmóvil…
– Pero examinador -protestó Nat-, ¿cómo va a poder él…?
– Cuando digo completamente inmovilizado, lugareño, quiero decir exactamente eso. Lo quiero encadenado y amordazado. No quiero que mueva ni la punta de un dedo sin mi permiso, ¿está claro?
– Sí, señor -repuso Nat con rigidez-. ¿Puedo preguntaros por qué?
– Pues no -espetó el examinador-. En segundo lugar, no quiero que nadie mantenga ninguna conversación con el prisionero a menos que yo mismo le dé la orden. No os dirigiréis a él, ni le permitiréis que se dirija a vosotros. Tercero, los guardias se apostarán en la puerta, pero nadie entrará sin mi permiso. Cuarto, hay que enviar recado ahora mismo a la Ciudad Universal, al examinador jefe a cargo de los Registros. Yo redactaré el mensaje que le vamos a despachar con la mayor urgencia. ¿Lo entendéis? -Nat Parson asintió-. Por último, detendréis todo tipo de actividad en la colina. Se dejarán las máquinas en su lugar, se apostarán guardias, pero no se le permitirá acceso a nadie al túmulo ni proseguirán los trabajos en el terreno sin mi permiso expreso. ¿Está claro?
– Sí, señor.
– Ah, Parson… -El examinador se volvió y se dignó a ofrecer a Nat una mirada de disgusto-. Preparadme una habitación en vuestra casa. Necesito un espacio de trabajo, una buena mesa de despacho, instrumentos de escritura, una chimenea que no desprenda humo, una luz adecuada, por cierto, prefiero velas de cera más que de sebo, y completo silencio para ayudarme en mis meditaciones. Me gustaría quedarme aquí durante algunas semanas, hasta que… mis superiores lleguen y se hagan cargo de la situación.
– Ya veo.
El disgusto de Nat por el modo en que se había dirigido a él se había visto sólo ligeramente atemperado por la emoción.
Sus superiores, ¿eh? El párroco sólo tenía una vaga comprensión del complejo sistema de rangos y jefaturas dentro del Cuerpo de los Examinadores, pero ahora parecía que su examinador, aunque era indudablemente un oficial de categoría, tan sólo ostentaba un rango intermedio dentro del Orden. Vendrían más oficiales; oficiales que, si lo había considerado de forma correcta, podrían aprender a valorar los talentos de un hombre como Nat Parson.
Ahora pensó que por fin había comprendido los modales desabridos del examinador. El hombre estaba nervioso, fuera de sí. Nat dedujo que escondía su ineptitud detrás de una fachada arrogante y que pretendía enredarle de modo que pudiera arrogarse el crédito de todo su trabajo. «Bueno, ponte a pensar de nuevo, Señor Abstinencia -se dijo Nat, despiadado-. Un día yo también tendré la llave dorada y ese día haré que te arrepientas de haberme llamado "lugareño"».
El pensamiento era tan atractivo, que le llevó a sonreír realmente al examinador y el finismundés, sorprendido por la fiera brillantez de aquella sonrisa, dio medio paso hacia atrás.
– ¿Y bien? -se dirigió a Nat, en tono agudo-. ¿A qué estáis esperando? Hay algo menos de mil kilómetros hasta Finismundi, en el caso de que os hayáis olvidado, y quiero que el jinete haya salido mucho antes de que caiga el sol.
– Sí, señor -repuso el interpelado y se marchó de la cárcel a paso rápido, mientras el examinador acariciaba la llave del Libro de las Palabras y observaba con ansiedad cómo los guardias encadenaban al Tuerto a la pared de la cárcel por el cuello, los pies y los dedos.
El forastero seguía sorprendido por la sonrisa de Parson. «Ese hombre ha de ser medio tonto para sonreír de esa manera», dijo para sí.
Capítulo 8
El párroco consideró excesivas las precauciones adoptadas por el finismundés, excesivas por no decir cobardes, pero él no gozaba de la experiencia de su superior y apenas sabía nada de los Niños del Fuego. Sin embargo, el examinador -que había dejado de tener nombre, como todos los miembros del Orden, y respondía a un número tatuado en el brazo- se había encontrado con algunos demonios en el pasado.
Habían transcurrido casi treinta años desde que asistió a su primera aparición. En aquellos tiempos él era un mero aprendiz principiante, un estudiante en la Ciudad Universal, y había tenido poca participación en aquellos macabros procesos, pero los recordaba a la perfección. El interrogatorio había durado catorce horas y para entonces, la criatura, un ser débil, con una runiforma rota, casi había enloquecido.
Incluso entonces habían sido necesarios dos examinadores armados con la Palabra y tres aprendices para sujetarle; y cuando al final consiguieron conducirle, aullando, a la pira, los maldijo con tal fuerza que dejó ciegos a tres de ellos.
El joven aprendiz nunca lo había olvidado. Había estudiado duro y se había incorporado a las filas del Orden, interrumpiendo sus estudios con el fin de trabajar más activamente en el campo práctico, hasta que con posterioridad se convirtió en la punta de lanza de un programa de implantación de la nueva fe en Las Caballerizas, y aun más allá, para erradicar la maldad allá donde la encontrara.
Se le había otorgado la Palabra debido a este sacrificio a pesar de que no era habitual que la recibiera alguien entre las filas de los principiantes, especialmente un aprendiz que apenas había terminado su duodécimo año de estudio, pero se podían hacer ciertas excepciones en algunos casos; y además, los agentes de campo del Orden necesitaban la máxima protección posible.
El examinador había visto unas dos docenas de casos sobre los que mereciera la pena informar al Departamento de Registros en su viaje pionero desde Finismundi. La mayoría habían resultado ser verdaderas pifias: estafadores, mestizos, bárbaros y bichos raros sin ningún poder del que mereciera la pena hablar. Había terminado aceptando que la mayor parte de su trabajo cotidiano consistiría en eliminar plagas de trasgos, cegar manantiales sagrados, derribar anillos de menhires y asegurarse de que los viejos problemas siguieran bien muertos y enterrados.
Pero en algunos casos había visto cosas de lo más inquietante, que sin duda alguna justificaban su sacrificio. El hombre tuerto de Malbry era una de ellas, y el finismundés estaba dividido entre la esperanza de haber descubierto finalmente algo que mereciera la atención del examinador jefe y el miedo de verse obligado a lidiar él solo con la criatura.
Habría estado mucho más feliz si el hombre hubiera estado sujeto y atado por el poder de la Palabra, pero había agotado la mayor parte de su autocontrol en la colina del Caballo Rojo. La recuperación del mismo iba a requerirle mucho tiempo de meditación, y además, no se atrevía a emplearlo de nuevo…
… ya que la Palabra no era un instrumento de uso diario. Cualquier utilización de la misma debía estar plenamente justificada, salvo en tiempos de guerra, y debía reflejarse por escrito en un asiento de los libros del Departamento de Registros. Además, el manejo resultaba harto difícil y en ocasiones requería más y más horas de preparación, aunque sus efectos fueran inmediatos y devastadores.
Y también era peligrosa, por descontado. El finismundés la había empleado más que la mayoría de sus correligionarios, ciento cuarenta y seis veces en toda su larga carrera, pero nunca sin un escalofrío interior, ya que la Palabra era el idioma del Innombrable. Invocarla suponía adentrarse en otro mundo, y decirla era entrar en comunión con un poder más terrible que el de los demonios. Además, detrás del miedo yacía un secreto mucho más profundo y peligroso, que era el éxtasis de la Palabra.
Porque la Palabra era una adicción, un placer más intenso que ningún otro, y ése era el motivo por el que únicamente se le otorgaba a aquellos hermanos cuyos hombros hubieran demostrado ser lo suficientemente fuertes como para poder soportarla. El no osaba usarla dos veces en un mismo día, y nunca sin seguir el procedimiento apropiado. Porque a pesar de su abstinencia, él se mostraba insaciable en lo que se refería a la Palabra, y le costaba mucho esfuerzo mantener en secreto y bajo control sus apetitos todo el tiempo. Incluso ahora, la tentación de usarla era casi insoportable. Hablar, ver, saber…