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¿Tendría valor para despertarla? ¿Podría llegar a estar segura alguna vez de que Freya o alguno de los vanir le serían de más ayuda que Skadi o la misma Idún? Sin duda, Skadi era la única de los vanir que lo era por matrimonio; procedía del Pueblo del Hielo del norte, una raza salvaje con la cual los dioses habían llegado a establecer una tregua precaria. Seguramente había sido cuestión de pura mala suerte que fuera Skadi a la que habían despertado primero. Y lo más probable era que los otros vanir se mostrasen entusiasmados y listos para rescatar al General.

Maddy repasó con rapidez en su mente todo lo que recordaba sobre Freya. Era la diosa del deseo, la bella Freya, la veleidosa, la del ala de halcón…

«Ah. Ahí estaba».

Una esperanza repentina la asaltó. Había un destello de esperanza -no mucho, aunque sí suficiente- que una vez más puso a latir su corazón.

Las runas le parecieron familiares ahora, y se encendieron con rapidez bajo sus dedos. También aquí, la red que las contenía bullía con impaciencia. Los enlaces picaban y los encantamientos brillaban de forma imperiosa.

Maddy los tocó con una sola mano, un manojo de lazos de colores como los de un poste de mayo. Tiró y…

…todo el entramado se soltó con un sonido de desgarro, rasgándose con una gran llamarada de gamas y tonos de color.

Esta vez el hielo no se resquebrajó, sino que se derritió, dejando a la durmiente húmeda e intacta, pestañeando y bostezando con delicadeza.

– ¿Quién eres tú? -inquirió cuando finalizó el proceso.

Ella le explicó con la mayor diligencia posible lo de la captura del Tuerto, el despertar de Skadi, la presencia del examinador, la reaparición del Susurrante y la irrupción de la Palabra. Freya escuchó, con sus grandes ojos azules abiertos de par en par, pero los entrecerró de nuevo en cuanto la muchacha mencionó el nombre de Loki.

– Te lo advierto ahora -le espetó con rigidez-. Tengo ciertos asuntos pendientes… con Loki.

Maddy se preguntó por un momento si es que había alguien en los Nueve Mundos que no tuviera cosas pendientes con aquel tramposo.

– Por favor -le urgió ella-. Préstame tu capa de plumas de halcón. Así no es como si te estuviera pidiendo que vinieras conmigo.

Freya observó a Maddy con ojo crítico.

– Es la única que tengo -repuso-. Mejor será que no la estropees.

– Tendré muchísimo cuidado.

– Mmm, será mejor que sea así.

Unos momentos más tarde, Maddy la tenía en sus manos: una falsa capa de plumas tan ligera que parecía un puñado de aire. Sintió la deliciosa calidez susurrante de las plumas contra la piel en cuanto se la echó sobre los hombros, y una vez puesta, comenzó a adquirir esa misma forma.

Parecía que aquella cosa cobraba vida por obra de un encantamiento. Las runas y sus enlaces le picaban. Maddy podía sentirlos hurgando, arraigando en su carne y sus huesos de forma indolora, y transformándola en otro ser.

Era algo aterrador, pero a la vez la llenaba de gozo. En unos segundos sus músculos se alargaron y su visión se agudizó mil veces, y las plumas le brotaron de los brazos y los hombros. Se le abrió la boca de asombro, pero no salió de ella nada más que un agudo chillido de pájaro.

– Mira, te sienta bastante bien -comentó Freya, inclinándose sobre ella para inspeccionar el resultado-. Ahora, cuando quieras alzar el vuelo, lo único que tienes que hacer es digitar Naudr invertida…

«¿Cómo?», pensó Maddy.

– Ya te las apañarás -dijo Freya-. Simplemente asegúrate de traerla de vuelta.

Le llevó unos cuantos minutos acostumbrarse a las nuevas alas. Durante un rato larguísimo revoloteó de un lado para otro, confusa por la perspectiva alterada de las cosas y medio muerta de pánico por el espacio constreñido donde se encontraba, pero al final, encontró la salida a cielo abierto y partió disparada como un proyectil hacia la noche.

«Oh, qué felicidad -pensó-, ¡el aire!»

Debajo de ella se extendían el valle, que parecía un tapiz tachonado de plata, el glaciar y el sinuoso camino de descenso hacia el paso del Hindarfial. Quedó deslumbrada por el fulgor de la luna, en lo alto del cielo estrellado. El júbilo y la excitación del vuelo fueron tan grandes que Maddy chilló y se dejó llevar hacia el cielo luminoso durante un tiempo imposible de precisar.

Luego, recordó la tarea que tenía entre manos y, con esfuerzo, retomó el control. Gracias a la visión aumentada logró ver cómo un halcón y un águila, Loki y Skadi, volaban a casi dos kilómetros de distancia, hendiendo el cielo en dirección a Malbry.

Debajo de ellos los campos comenzaban a cambiar, pasando del amarillo propio del mes de la Cosecha al marrón propio de fin de año. Todavía brillaban algunas luces en Malbry y el olor del humo de las chimeneas colgaba sobre la tierra como un estandarte. En algún lugar entre aquellas luces, imaginó que su padre aún estaría despierto, bebiendo cerveza y observando el cielo. Su hermana dormiría tranquila sin sueños, en su cama de tablas, con un gorro de lazos bien colocado sobre sus rizos como las prímulas. La loca de Nan Fey estaría sentada en su cabaña charlando con sus gatos.

¿Y el Tuerto? ¿Qué estaría haciendo? ¿Estaría durmiendo? ¿Sufriendo? ¿Esperanzado? ¿Temeroso? ¿Se sentiría agradecido al verla o enfadado por lo mal que ella había manejado la situación? Y lo más importante de todo, ¿le seguiría el juego a alguna de las partes? Y si fuera así, ¿a cuál?

Capítulo 3

Medianoche. Una hora poderosa.

El reloj de la iglesia dio las doce campanadas. Los tañidos se repitieron al cabo de un minuto. El visitante finismundés había estado a la espera de esa señal en un pequeño dormitorio situado bajo el alero de la casa parroquial. Se permitió una minúscula sonrisa de satisfacción. Había llevado a cabo todos los rituales. Se había bañado, y había rezado, meditado y ayunado. Ahora era el momento.

Tenía apetito, pero la sensación no le resultó desagradable; se sentía cansado, pero no adormilado. Una vez más había rehusado la oferta del párroco de una comida casera, y el leve sentimiento resultante de exaltación se había visto compensado por una intensidad renovada en la concentración.

El Libro de las Palabras yacía abierto sobre la cama cercana. Al final se había permitido estudiar el capítulo pertinente con ese estremecimiento ya familiar de placer y miedo. «Ese poder -pensó vagamente-, ese poder indescriptible e intoxicante…»

– No es mío, sino tuyo, o del Innombrable -murmuró-. No hables desde mí, sino a través de mí…

Y ahora casi podía sentirlo en la punta de los dedos, moviéndose a través del pergamino para iluminarle: la sabiduría inefable de la Era Antigua, el deseo, el conocimiento, el hechizo…

«¡tsk, tsk, fuera de aquí!», el examinador rechazó la tentación con una cantinela:

– «Mío no, tuyo es el poder de la Palabra».

Eso estaba mejor. El sentimiento de delirio remitió un poco. Tenía por delante un trabajo de lo más acuciante: identificar al agente del Desorden, el tuerto con la runiforma en el rostro.

Notó un escalofrío de inquietud cuando sopesó una vez más el enigma de esa runiforma. Era un hechizo potente, incluso estando la runa invertida, o así decía el Libro de las Palabras; y había versos en el Libro de los Inventos, versos oscuros, acuñados en términos tan arcaicos que eran prácticamente ininteligibles, pero aun así, insinuaban algún tipo de conexión oscura y peligrosa.

«Por su marca le conoceréis».