Ah, sí. Esa era la encrucijada.
Ojalá el examinador hubiera completado los estudios y hubiese permanecido en la Ciudad Universal durante al menos una década más, de ese modo habría podido confiar plenamente en su intuición. Tal como estaban las cosas, en bastantes temas apenas podía considerársele un novicio. No sólo un novicio, sino que además estaba solo, y si Raedo significaba lo que él pensaba, entonces iba a necesitar el apoyo de sus magistrados de mala manera y pronto.
La ayuda solicitada a la Ciudad Universal a través del emisario a caballo podría tardar en venir varias semanas. Tiempo sobrado para que el Bárbaro recuperara las fuerzas y entrara en contacto con los suyos, aunque por ahora daba igual, ya que había conseguido resistir. El Libro de las Palabras no podía usarse a la ligera ni en cualquier momento y los cánticos de mayor poder, el de vinculación, el de emplazamiento y el de cumplimiento, se hallaban restringidos especialmente, y el de la comunión lo estaba aún más. Este último consistía en una serie de cánticos a través de los cuales, en tiempos de gran necesidad, un miembro del Orden podía enviar un mensaje a los demás. Era un ritual de gran poder, una fusión de mentes y de información, una conexión mental directa con el mismísimo Innombrable.
Pero la comunión era un asunto peligroso, como él sabía perfectamente. Algunos decían que enloquecía a quien lo usara y otros que provocaba un gozo demasiado terrible como para ser descrito. Él mismo nunca lo había usado antes. Nunca había tenido un motivo, pero ahora, pensó, quizás había llegado el momento.
Una vez más sus ojos se deslizaron hacia el Libro de las Palabras, abierto ahora por el primer capítulo, el de las Invocaciones. Un cántico encabezaba la primera página, y debajo de él, se extendía una lista de nombres.
El examinador leyó: «Aquello que nombras es aquello que domas».
Continuó con la lectura.
Quince minutos más tarde había tomado una decisión. La situación no admitía mayor dilación. Debía invocar la comunión con el Orden fuera cual fuese el riesgo para su cordura o su persona.
Experimentaba sentimientos encontrados al respecto; una parte de él lo lamentaba, ya que en ese momento el Bárbaro le pertenecía por completo e implicar al Orden podría suponer la pérdida de la independencia, pero la otra lo consideraba una verdadera bendición. Mejor dejar que otro se hiciera cargo y que no fuera él quien tomara las decisiones, se decía.
Aunque, claro, siempre habría alguna posibilidad de que hubiera malinterpretado las evidencias, pero incluso eso podía ser un alivio. Mejor sufrir el ridículo frente a sus pares que la terrible responsabilidad de haber permitido que el enemigo se le escapara entre sus dedos inexpertos.
Contempló el Libro. «Ha de hacerse según el método correcto», se recordó a sí mismo. Su mente estaría completamente abierta durante el tiempo de la comunión, y él quería estar totalmente seguro de que no habría ningún resto de vanagloria en él. Le llevó diez minutos adquirir el apropiado estado de sosiego, y necesitó otros cinco para obtener el coraje suficiente y pronunciar la Palabra.
La runa Os vibraba con una amplitud incalculable. Una nota inaudible de penetrante resonancia que cortaba la oscuridad. A todo lo largo del valle los perros aguzaron las orejas, los Durmientes se despertaron y los árboles dejaron caer las hojas que les quedaban, mientras los animales pequeños se encogían de miedo en sus nidos y madrigueras.
Maddy la sintió en la turbulencia que la hizo tambalearse y revolverse.
Loki la percibió como una onda de profundísima oscuridad que titiló a través de la tierra.
Skadi ni la vio ni la oyó, ya que tenía toda su atención fijada en el pequeño halcón que la precedía.
El examinador captó su presencia durante un momento, ya que durante todo ese instante se sentía parte de todo: planeaba en el cielo, se arrastraba por la tierra, estaba aprisionado en la cárcel, horadaba bajo la colina. El poder surgía de su interior, terrible y sorprendente. Llegaba a todas partes con su mente y no cesó hasta alcanzar Finismundi y la maraña de mentes que le aguardaban. Se sintió repentinamente allí -en un estudio, en una biblioteca, en una celda- conectándose, tocándose, en comunión con cada espíritu del Orden sin la necesidad de pronunciar palabra alguna.
Todo fue una babel de mentes durante un tiempo, sonaba como el runrún de las voces de una multitud. El examinador luchó por mantener la conexión sin llegar a la fusión a fin de preservar su propia identidad. Podía diferenciar ahora las voces individuales, los magistrados, los profesores y el Consejo de los Doce, el órgano más alto del Orden, donde se adoptaban todas las decisiones y se controlaba toda la información.
Entonces, de repente, todo quedó en silencio y el examinador oyó una voz sola que se dirigió a él por su nombre verdadero.
«Elías Rede», entonó la voz.
El examinador tomó una gran bocanada de aire. Habían transcurrido cerca de cuatro décadas sin escuchar su nombre, ya que lo había abandonado, al igual que todos los aprendices, debido a las exigencias de seguridad y anonimato propias del Orden, y se le había dado en su lugar un número, el 4.421.974, por motivos prácticos. Se lo habían tatuado en el brazo durante el rito de iniciación.
La mención de su nombre después de tanto tiempo le llenó de un miedo inexplicable. Se sintió expuesto, solo y profundamente vulnerable bajo el escrutinio de una mente inmensamente superior.
«Os oigo, magistrado», pensó, al tiempo que luchaba contra la necesidad de huir y esconderse.
La voz no era tal en realidad, era más bien una iluminación que brillaba directamente dentro de su yo interior. El destello pareció una suave risa entre dientes.
«Cuéntame lo que has visto», le instó, y de pronto Elías Rede experimentó la sensación más terrible y agónica que había temido jamás, la de algo que hojeaba las páginas de su mente de un modo implacable.
Aunque no dolía, producía una enorme angustia. Los secretos fueron desvelados, quedaron expuestas las debilidades, los viejos recuerdos se marchitaron bajo esa luz inmisericorde. No había nada que se le pudiera resistir a aquel escrutinio, por lo que Elías Rede rindió su alma, oh, sí, hasta el último rincón, cada recuerdo, cada ambición, cada placer culpable, cada pequeña rebelión, cada pensamiento.
Aquello le dejó vacío y sollozante en medio de una gran confusión, pero enseguida fue consciente de un nuevo motivo de espanto, el de ser observado. Compartía esa experiencia con todo el Orden, con absolutamente todos sus miembros. Aprendices. Profesores. Magistrados. Hasta el más ínfimo escriba. Todos estaban presentes y todos le juzgaron en ese momento.
El tiempo se detuvo. Desde las profundidades de su sufrimiento el examinador fue consciente del debate que tenía lugar en las cámaras de Finismundi. Las voces atronaban a su alrededor, elevándose excitadas. A él no le preocupó. Quería esconderse para morir, enterrarse tan hondo bajo la tierra que nadie pudiera hallarle nunca jamás.
Pero la voz no había terminado con Elías Rede. Revolvió una y otra vez en los hechos acaecidos durante las últimas horas, rebuscando de forma infatigable en los detalles de lo sucedido en la colina, la llegada del párroco y la captura del Bárbaro, especialmente el Bárbaro, tamizando y controlando cada hecho, volviendo sobre cada matiz de las palabras que había dicho el hombre.
«Más», exigió.
Al examinador se le entrecortó la voz. «Magistrado…, yo…»
«Más, Elías. Dame más.»
«¡Por favor, magistrado! ¡Ya os lo he dicho todo!»
«No, Elías. Has visto más».
Se percató de que no era así en el mismo momento de pronunciar la negación. Tuvo la impresión de que se le había abierto un ojo en la mente gracias al cual veía detrás del mundo otro lugar fabuloso de luces y colores. Las pupilas se le dilataron.