– ¿Pasa algo? -inquirió con voz aguda.
Ambos guardias negaron con la cabeza.
– Podéis marcharos -comentó Elías Rede mientras buscaba la llave-. No os necesitaré en lo que queda de noche.
El guardián de aspecto más nervioso mostró ahora una expresión de alivio y se marchó enseguida tras realizar la más escueta de las despedidas. El segundo, Scattergood, del que el examinador recordaba el nombre, parecía no querer irse del todo.
Sus colores evidenciaban algo que no era del todo correcto, como si estuviera alterado, o tuviese algo entre ceja y ceja.
– Es un poco tarde -dejó caer, de forma educada, pero con una pregunta implícita en su voz.
– ¿Y…? -continuó el finismundés, poco acostumbrado a que se cuestionaran sus decisiones.
– Bueno -comenzó Dorian-, pensé que…
– Yo ya pienso por mi cuenta, gracias, chico -concluyó Elías Rede, haciendo el signo con el índice y el pulgar.
Los colores de Dorian se intensificaron repentinamente y el finismundés se dio cuenta de que el hombre no estaba nervioso, como había pensado en un principio, sino enfadado, lo cual no le preocupó lo más mínimo. Ya había tratado con un montón de catetos en sus tiempos, y era consciente de que la gente de pueblo a menudo se sentía resentida con el trabajo del Orden.
– ¿Chico? -retrucó Dorian-. ¿A quién creéis que estáis llamando chico?
El examinador dio un paso hacia él.
– Largo de aquí, chico -siseó, sosteniéndole la mirada, y sonrió cuando los colores del guardia fluctuaron del rojo del enfado a un inseguro naranja, y finalmente, a un marrón sucio.
Bajó los ojos, musitó algún comentario banal y después se marchó con una única mirada furtiva por encima del hombro, llena de resentimiento, hacia la noche.
Elías Rede se encogió de hombros. «Paletos», pensó.
Apenas era consciente de que ya había usado demasiadas veces esa palabra para Elías Rede, antes conocido como examinador número 4.421.974.
Odín alzó la mirada cuando se abrió la puerta. Estaba bastante lejos de poder soltarse, pero se las había ingeniado para liberar tres dedos tras mucho trajinar y pellizcar las cuerdas que ataban su mano derecha. No era suficiente, pero era un comienzo. Además, iba a pillar al examinador completamente desprevenido gracias a la intervención de Dorian Scattergood.
El finismundés entró en la cárcel con descaro, con el Buen Libro acomodado debajo del brazo. Ya se le había olvidado casi por completo el suplicio de la comunión; esa impresión de sentirse despreciable y el conocimiento de que la parte más trivial e íntima de su persona había sido expuesta y sometida al escrutinio despreocupado de algo inmensamente más poderoso…
Ahora se sentía bien. Fuerte. Imperioso.
Armado con su nueva conciencia, veía ahora que lo que había tomado por compasión en su espíritu no era en realidad más que profundos e impropios escrúpulos. Había sido lo bastante arrogante para creer que comprendía la voluntad del Innombrable.
Ahora la conocía mejor. También veía que había vivido los últimos treinta años de su existencia como un cazador de ratas por mucho que se considerase un guerrero.
«Hoy -pensó- comienza mi guerra. Ya no habrá más ratas para mí».
Todavía temblando con la exaltación de esta noble tarea, se volvió hacia su prisionero. El rostro del hombre estaba en sombras, pero el examinador vio de golpe que le habían quitado la mordaza.
«¡Ese estúpido guardia!» Sintió un repentino fastidio, pero nada más. El prisionero aún tenía las manos a la espalda y los colores desvaídos reflejaban su agotamiento. Raedo brillaba de forma extraña, como una mariposa azul contra su piel curtida por los elementos, a través de su arruinado ojo izquierdo.
– Sé quién eres -le anunció el examinador en un arrullo mientras abría el Libro-, y también conozco tu nombre verdadero.
Odín no se movió. A pesar de que protestaron todos sus músculos, permaneció prácticamente petrificado. Sabía que iba a disponer de una sola oportunidad, una nada más. Contaba con el factor sorpresa de su parte, pero se hacía pocas ilusiones en cuanto a su posible éxito en caso de enfrentarse al poder de la Palabra. Aun así, si conseguía anticiparse…
Mantuvo las manos a su espalda y trabajó en las runas, consciente de que apenas le quedaba energía mágica y de que no tendría posibilidad de intentarlo por segunda vez si cometía un error, pero también de que en algunas ocasiones una piedra lanzada al aire podría bastar para desviar un golpe de martillo.
Hizo caso omiso al dolor y bajó los dedos con lentitud. La runa Tyr había comenzado a tomar forma. Tyr, el Guerrero, que alguna vez había adornado una espada mental de tal poder que le había hecho prácticamente invencible en la batalla, ahora había quedado reducida a una esquirla de luz rúnica no mayor que una uña de la mano…
…pero seguía afilada. La pequeña hoja curva liberó un cuarto dedo de sus ataduras y luego el pulgar. Odín flexionó la mano derecha, frotando la palma con suavidad con el dedo corazón, con el mismo gesto con el que un hilandero da vueltas al hilo.
El movimiento del preso fue demasiado sutil para ser visto por el captor finismundés, aunque sí percibió su reflejo en los colores del Tuerto, un oscurecimiento que mostraba algún tipo de intención que le hizo entrecerrar los ojos. ¿Tramaba algo aquel cazurro?
– Veo que querrías matarme -le dijo, observando cómo el azul de la energía mágica del prisionero se tornaba en un púrpura relumbrante, similar al de una hinchada nube de tormenta. Odín no despegó los labios mientras sus dedos no cesaban de trabajar a su espalda-. ¿Y no me vas a decir nada? -continuó el examinador, sonriente-. Te lo aseguro, no hay problema.
Sostuvo el Libro de las Palabras y lo abrió por el capítulo uno, el de las Invocaciones.
En otras palabras, nombres.
Capítulo 7
«Se necesita una clase superior de coraje para torturar a un hombre», reflexionó el examinador. No todo el mundo lo tenía, ni eran todos los llamados a la tarea. Incluso él, a pesar de su aparente verborrea audaz, nunca había sido requerido a tratar con nada mucho más grande en la escala de los seres que un jamelgo marcado por una runiforma, o una madriguera llena hasta los topes de trasgos.
Y ahora podría utilizar la Palabra contra un hombre.
La perspectiva le causó cierto mareo, pero no a causa del horror, de eso sí que se dio cuenta. Estaba emocionado.
Claro, ya conocía sus efectos. Ya la había visto en acción hacía treinta años, cuando apenas era un tapón. Le había hecho entonces sentirse enfermo: el odio de la criatura, las maldiciones; y al final, cuando había realizado ya las últimas invocaciones, el desconcierto casi humano en sus ojos llenos de dolor.
Ahora sintió una explosión de alegría justificada. Este iba a ser su momento de gloria. Había recibido para la realización de aquella tarea un poder por el cual muchos magistrados suspiraban en vano durante años. Él iba a mostrarse merecedor de dicho honor, oh, sí, aunque tuviera que vadear a través de ríos de sangre preternatural.
La Palabra empezó a tomar forma a su alrededor mientras daba comienzo a la lectura con voz alta y resuelta.
Yo te llamo Odín, hijo de Bor.
Te llamo Grim y Gangleri,
Herían, Hialmberi,
Tekk y Tridi; Tund y Unn.
Te llamo Bólverk, Grímnir, Helblindi, Hárbard,
Svídur, Svídrir…
Llegados a este punto, Odín ya no podía esperar más. Sacó una mano de detrás de la espalda con un gesto brusco y lanzó Tyr contra el examinador con todas sus fuerzas al tiempo que liberaba la mano izquierda de sus ataduras y formaba Naudr, invertida, para soltar las cadenas que le sujetaban.