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El párroco percibió cómo se esfumaba una parte de su excitación. Era consciente de que Maddy había estado con frecuencia en sus pensamientos durante los últimos días, y había temido en secreto que la obsesión le hubiera nublado la mente. Ahora se sentía justificado. La chica era un demonio y no habría nada más que alabanzas para quien la llevara ante la justicia.

Lo que no ponía en duda bajo ningún concepto era que ese héroe iba a ser él. El clérigo se proclamó unilateralmente a cargo de la situación tras la muerte del finismundés y nombró a Jed Smith su segundo al mando, pues no había nadie más a mano. Había otro motivo para esa elección. Jed tenía todas las razones del mundo para temer la sangre sucia que había caído sobre su familia, y cuando llegaran al final los refuerzos de Finismundi, querría dejar bien claro que sus lealtades habían estado siempre del lado de la Ley y el Orden desde el mismísimo principio.

Se volvió hacia Jed, que se había retrasado hacia el edificio de la cárcel y observaba a la Cazadora caída a través de la puerta abierta. Nat se volvió hacia el herrero. Jed había retrocedido hasta situarse cerca del edificio de la cárcel y observaba a la Cazadora a través de la puerta abierta. Este hombre nunca había sido un hombre perceptivo, y había sido bendecido con más músculo que la mayoría, aunque con algo menos de cerebro, y su expresión dejaba bien a las claras hasta qué punto los sucesos de esa noche le habían dejado perdido. El examinador estaba muerto, el agente de la ley, herido, y aquí estaban ellos, en el exterior de un edificio donde yacía un monstruo que podría despertarse de un momento a otro.

Los ojos de Jed se posaron en el arco, que se le había caído al suelo durante la lucha.

– ¿Entro y la remato?

– No -replicó el párroco. La cabeza le daba vueltas. Tenía al alcance de la mano ambiciones que hasta hacía poco le habían parecido tan lejanas como las estrellas. Pensó con rapidez y vio la oportunidad. Tendría que actuar con celeridad y quizá fuera peligroso, claro que sí, pero la recompensa merecía la pena-. Déjame aquí. Consigue algunas ropas para la mujer demonio. Encontrarás algunas en mi casa, toma alguno de los vestidos de Ethelberta. Lleva a Briggs a su casa y espabílalo, y sobre todo, no hables con nadie de este tema. Ni siquiera entre vosotros, ¿entendido?

– Por supuesto, señor párroco, pero ¿estaréis a salvo?

– Por supuesto que sí -replicó el párroco con impaciencia-. Ahora, lárgate, hombre, y déjame con mis asuntos.

Skadi se despertó en medio de la oscuridad. La puerta de la cárcel estaba cerrada, los æsir se habían ido, ella había recobrado la conciencia misteriosamente vestida y le dolía la cabeza. Sólo las runas que llevaba habían conseguido que no se sintiera peor, aunque su atacante la había tomado bastante desprevenida.

Gruñó una maldición y lanzó un hechizo; en el repentino destello de luz vio al párroco allí sentado. Estaba lívido, sin embargo ofrecía un aspecto bastante tranquilo, observándola a través del agujero de vigilancia de la runa Bjarkán.

En un segundo había conseguido hacer aparecer su artefacto mágico, pero el párroco comenzó a hablar cuando el látigo se materializó en su mano.

– Señora -dijo-. No tengáis miedo.

La presunción de aquel tipo dejó a Skadi atónita durante unos segundos. Que pudiera imaginar que la asustaba, ¡él! le hizo soltar una serie de carcajadas que sonaron como hielo al resquebrajarse…

…pero también tenía curiosidad. No menos sorprendente era el hecho de que tampoco pareciera estar atemorizado. Se preguntó cuánto habría visto y si podría identificar a la persona que la había noqueado. Y sobre todo, se preguntaba por qué no la había matado cuando había tenido la oportunidad de hacerlo.

– ¿Has sido tú quien me ha puesto esto?

Señaló con la mano el vestido que llevaba, de terciopelo azul, con un corpiño de plata labrada. Era uno de los mejores de Ethelberta y aunque Skadi despreciaba las galas femeninas, ya que prefería las pieles de un lobo salvaje o las plumas de un halcón cazador, era consciente de que alguien, por alguna razón, había intentado complacerla.

– Así es, señora -contestó Nat cuando la Cazadora alzó lentamente su látigo rúnico-. Claro, tienes todos los motivos para que esto te resulte sospechoso, pero te aseguro que la verdad es que no pretendo hacerte ningún daño. Más bien todo lo contrario, de hecho.

Usando la visión verdadera, la Cazadora le miró una vez más con una mezcla de curiosidad y desprecio. Estudió la firma mágica del clérigo, un fulgor de un marrón plateado, extrañamente moteado. Le sorprendió que no mostrara intención alguna de engañarla o traicionarla. El párroco le decía la verdad y se creía sus palabras. Descubrió que le embargaba una gran agitación bajo esa apariencia de calma. Tampoco sentía pánico, lo cual resultaba de lo más extraño.

– Puedo ayudarte, señora -dijo él-. En realidad, creo que podemos ayudarnos el uno al otro.

Y alzó la mano, donde tenía una llave, cuyos dientes aún estaban manchados con la sangre de su dueño.

Pese a todo, Nat siempre había sido un hombre ambicioso. Aunque era el hijo de un modesto alfarero, había decidido ya desde pequeño que no tenía deseo de seguir los pasos de su progenitor, y se había convertido en el aprendiz del párroco en un momento oportuno, cuando su maestro se había hecho demasiado mayor para desempeñar el cargo.

Se había casado bien, con Ethelberta Goodchild, la hija mayor de un rico ganadero del valle. Aunque no dejaba de ser cierto que ella era nueve años mayor que él y había algunos que la consideraban una insignificancia con cara de pan, traía consigo una bonita dote y magníficos contactos, y su padre, Owen Goodchild, tenía grandes esperanzas de promoción puestas en su nuevo yerno.

Pero los años pasaron sin que ese ascenso llegara nunca. Nat tenía ya casi treinta años, Ethelberta no había tenido ningún hijo y se había dicho a sí mismo que salvo que cogiera el toro por los cuernos, la oportunidad de hacerse con algo más que una simple parroquia en las montañas parecía de lo más lejana.

Fue entonces cuando Nat comenzó a considerar el Orden como una posibilidad de hacer carrera. Sabía poco de él, excepto que estaba reservado para una élite intelectual, así que fue en peregrinación a Finismundi, de modo oficial para reponer su fe, pero en realidad para descubrir cómo podía acceder a los secretos del Orden sin tener que dedicar mucho tiempo al estudio, la abstinencia y la oración.

Lo que encontró en Finismundi le llenó de emoción. Vio la catedral del Santo Sepulcro, con el chapitel de cristal y la cúpula de bronce, las esbeltas columnas y las ventanas pintadas. Había visto los Tribunales de la Ley, donde el Orden dispensaba justicia, y la Puerta de los Penitentes, donde se ahorcaba a los herejes, aunque por desgracia la Depuración propiamente dicha no se realizaba en público por miedo a que los presentes pudieran oír los cánticos. Además, frecuentó los lugares donde acudían los examinadores; caminó por sus jardines, comió en sus refectorios, bebió en sus cafeterías y pasó horas y horas observándolos en las calles, con sus hábitos negros revoloteando, sosteniendo discusiones teóricas o sobre algún manuscrito que hubieran estudiado, esperando su momento para descubrir la Palabra.

Empero, no halló pista alguna sobre la naturaleza de la misma. Al final, se abrió y narró la verdadera naturaleza de sus ambiciones a un anciano profesor. Éste le explicó que un aprendiz empleaba sus buenos doce años antes de alcanzar el nivel de subalterno en el Orden y no había certeza de obtener la llave dorada ni siquiera cuando se alcanzaba el nivel de examinador.

Nat retornó a su parroquia en las montañas con sus esperanzas hechas añicos, pero jamás había abandonado su mente la imagen de la llave. Se había convertido en una obsesión: el símbolo de cuanto la vida le había negado. Y cuando Maddy se negó a romper el encantamiento que había sobre la cerradura dorada…