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Capítulo 6

Se retiraron a la casa parroquial a las dos de la mañana en lo que más que una alianza era casi una profanación. Por un lado el reverendo con su llave dorada, y por otro la Cazadora, vestida con el traje de terciopelo azul de Ethelberta, que se quedó confusa y disgustada al ver cómo se dirigían de inmediato al estudio de Nat y se encerraban en él.

Allí, Nat le refirió a la Cazadora todo cuanto sabía sobre Maddy Smith, el trabajador tuerto de quien se había hecho amiga y en especial acerca del Orden y su funcionamiento, y le leyó algún pasaje del Buen Libro y le recitó varios cánticos menores del Capítulo Reservado.

Skadi presenció y escuchó con fría satisfacción los esfuerzos del hombrecillo por domeñar el encantamiento, al que él llamaba la Palabra. Sin embargo, su curiosidad aumentó a medida que transcurrían las horas. Era un tipo torpe y sin formación, pero tenía una chispa, un poder que ella veía en los colores de su aura, pero era incapaz de comprender. Parecía que hubiese dos firmas mágicas en vez de una; la primera era muy normal de color marrón, pero luego, en el interior de ésa, había una hebra más brillante. Parecía una madeja de plata tejida en el interior de una seda de poco valor. Por lo tanto, daba la impresión de que Nat Parson, a pesar de todo su engreimiento y autocompasión, tenía poderes que, o podían ser una ayuda, o una amenaza para ella si permitía que crecieran sin tutela.

– Ahora, enciéndela.

Estaban sentados al escritorio de Nat con la vela apagada de un candelabro entre ellos. Kaen, la runa del fuego, refulgió levemente torcida entre los dedos del clérigo.

– No te concentras -le recriminó Skadi con impaciencia-. Sujétala con firmeza, centra tu pensamiento, recita el ensalmo y enciende la llama.

Nat contempló el candelabro con el ceño fruncido durante varios segundos.

– No funciona -se quejó al fin-. Soy incapaz de conseguir que funcionen estos ensalmos paganos. ¿Por qué no puedo limitarme a usar la Palabra?

– ¿La Palabra? -Ella soltó una carcajada a pesar de sí misma-. Escucha, amigo -le explicó con la mayor paciencia posible-. ¿Utilizas un olifante para arar el jardín? ¿Quemas un bosque para encender tu pipa?

Nat se encogió de hombros.

– Deseo obtener lo importante, no estoy interesado en aprender truquitos.

Skadi volvió a reírse. «Has de reconocerle una cosa a este hombre -dijo para sus adentros-. Quizá sea corto de entendederas, pero de ambiciones anda sobrado». Ella había aceptado sellar aquel pacto con el propósito de llevarle la corriente el tiempo preciso para sonsacarle los secretos del Orden, pero ahora él había conseguido despertar su curiosidad; quizá podía serle útil después de todo.

– ¿Truquitos? Esos truquitos, como tú los llamas, forman parte de tu aprendizaje. Si sigues despreciándolos, nuestro acuerdo habrá concluido -le espetó-. Ahora, deja de quejarte y enciende la vela.

Nat profirió un sonido de disgusto.

– No puedo -murmuró enojado, pero…

…una intensa llama prendió en ese mismo momento, esparciendo los papeles y tirando al suelo el candelabro, y enviando tal llamarada contra el techo que dejó una mancha de hollín en el yeso.

Skadi enarcó una ceja de forma desapasionada.

– Te falta control -observó-. Otra vez.

Pero Nat contemplaba la renegrida vela con expresión de júbilo incontrolable.

– Lo hice -anunció.

– A medias -le replicó la Cazadora.

– Pero ¿lo notaste…? -insistió Nat-. Ese… poder… -Hizo una repentina pausa y se llevó la mano a las sienes, como si sufriera una jaqueca-. Ese poder -repitió distraídamente, como si tuviera la mente puesta en otra cosa.

– Otra vez, por favor -repuso Skadi con frialdad-, y en esta ocasión procura contenerte un poquito.

Enderezó el candelabro, que todavía quemaba, y colocó otra vela alargada en la punta.

Nat Parson sonrió con gesto ausente y comenzó a formar la runa Kaen, que esta vez surgió de entre sus dedos bastante menos torcida.

– ¡Ojo! -le advirtió la Cazadora-. Date un margen de tiempo. -Kaen refulgía con fuerza, parecía una pepita de fuego en la mano del sacerdote-. Es demasiado grande. ¡Redúcela! -le instruyó.

Sin embargo, Nat no la oyó o no atendió al aviso, ya que Kaen brilló una vez y con una intensidad mayor, tanta que Skadi pudo sentirla, ya que irradiaba un calor intenso como el de un trozo de cristal fundido.

Los ojos de Nat eran dos puntitos de fuego voraz. Los papeles desordenados del escritorio que tenía delante empezaron a curvarse y crujir. El mismo cirio, que había permanecido inmaculado en el brazo del candelabro, empezó a escupir cera y a derretirse conforme aumentaba la temperatura.

– Detente o vas a ser tú quien arda -le conminó ella.

Nat Parson se limitó a seguir sonriendo.

Skadi comenzó a sentirse inexplicablemente nerviosa.

Al otro lado de la mesa, Kaen se había convertido en el minúsculo corazón de un horno y su tonalidad amarilla había empezado a adquirir unas inquietantes coloraciones blanquiazules.

– Basta -le ordenó ella.

Aun así, él siguió sin contestarle, por lo que Skadi formó la runa Isa en los dedos con la intención de apagar el fuego rúnico antes de que éste quedara fuera de control y ocasionara algún daño.

Entonces, Nat contempló a la Cazadora. La helada runa azul Isa y la candente Kaen se enfrentaban equilibradas encima de los papeles carbonizados. Skadi experimentó esa desazón fastidiosa e inefable.

«Se supone que esto no ha de suceder -pensó-. El tipo carece de adiestramiento y energía mágica, así que ¿de dónde obtiene semejante flujo de poder?»

Isa comenzaba a flaquear en su mano, por lo que la Cazadora volvió a conformarla de nuevo, y esta vez con más energía, poniendo en la creación toda la fuerza de su propia energía mágica.

La sonrisa de Nat se ensanchó y cerró los ojos con un gesto que recordaba a un hombre que está en el trance de alcanzar el máximo placer. Skadi presionó con más fuerza…

Todo terminó de pronto y con tanta rapidez que a la Cazadora hasta le costó creérselo. Isa heló por completo a Kaen y la runa se quebró y astilló en una docena de fragmentos que terminaron golpeando contra la pared más lejana, dejando restos de carboncillo en el revoque del muro. Nat abrió unos ojos bien grandes, expresando un asombro que habría resultado cómico en cualquier otra circunstancia, y Skadi soltó un suspiro de alivio, lo cual resultaba absurdo, pues no era lógico esperar otro desenlace.

Aun así, ¿no había apreciado otra cosa mientras él le plantaba cara al otro lado del escritorio? Había tenido la impresión de que un poder, quizás incluso un poder superior, le había prestado esa pujanza o una mirada increíblemente penetrante había alterado de forma fugaz aquel duelo de voluntades.

En cualquier caso, había desaparecido. Nat parecía haber despertado del trance y observaba los restos de su obra en el techo y las paredes como si no las hubiera apreciado con anterioridad. Skadi se percató de que volvía a frotarse la frente con las yemas de los dedos, como si intentara rechazar una migraña inminente.

– ¿Lo hice? -inquirió al fin.

Skadi asintió.

– Me pegaste un buen susto. Dime, ¿cómo te sentiste?

Nat se lo pensó durante unos instantes sin dejar de frotarse las sienes. Luego, le dedicó una sonrisilla de confusión, como la de un hombre que intenta recordar los excesos de una juerga reciente.

– Bien -respondió al fin. Las miradas de ambos se encontraron y ella creyó ver en las pupilas plateadas del hombre el reflejo de un gran júbilo-. Muy bien -repitió con voz suave.

La Cazadora del Hielo se estremeció por primera vez desde el Final de los Días.