La voz interior que decía esas palabras era áspera, pero de algún modo, familiar. Ethelberta la escuchó con una creciente sorpresa. «Qué más da, si es mi voz», pensó. Era la primera vez que ella había considerado una cosa semejante.
Miró a su esposo, que todavía yacía en el suelo. Era consciente en ese instante de una gran cantidad de sentimientos: ansiedad, miedo, traición, dolor. Los comprendía todos, aunque había aún algo más, algo que finalmente pudo reconocer, con algo de sorpresa, como desprecio.
– Ethel… -dijo Nat con voz débil-. Tráeme agua y algo de ropa. También las botas que están en la trasera de la cocina y un vestido para la señora, nuestra invitada. El tuyo de seda rosa irá bastante bien o quizás el lila.
Ethelberta dudó. La obediencia formaba parte de su naturaleza, después de todo, y le parecía que era muy desleal permanecer allí sin hacer nada mientras su esposo pasaba necesidad, pero era difícil de ignorar esa voz interior una vez oída.
– Ve tú -replicó con dureza.
Tras colocarse bien el camisón en los hombros, se volvió y salió a zancadas de la habitación.
Su marcha no preocupó a Nat en demasía. Tenía otras cosas en la cabeza, asuntos de importancia y el menor no era precisamente lo que había ocurrido justo antes de desvanecerse: esa explosión de energía, esa claridad de intenciones, el sentimiento sobrecogedor de ser alguna otra persona, no un simple párroco de pueblo en cuyas manos no había otra cosa que diezmos y confesiones, sino algo de naturaleza del todo diferente.
Tomó el Buen Libro del lado de su cama, extrañamente consolado por la familiaridad de su escaso peso en la mano y por la calidez y suavidad de la gastada cubierta. Entonces, sacó la llave dorada de su cuello y, de ese modo, Nat Parson abrió el Libro de las Palabras.
Esta vez la corriente de energía apenas le conmovió. Y las palabras en sí mismas, esos terribles y extraños cánticos de poder, tuvieron ahora más sentido para él, al pasar las páginas, que las sencillas y familiares cancioncillas que había aprendido en las rodillas de su madre. Esto le hizo percatarse, un tanto mareado, de que lo que ayer le había parecido nuevo e intimidante le resultaba ahora, sin embargo, algo encantadoramente familiar.
Skadi le observaba, de cerca y con suspicacia. ¿Qué había ocurrido? Un momento antes estaba tirado en el suelo, dándole órdenes a Ethel y pidiendo sus botas, y al minuto siguiente era simplemente… distinto. Como si alguien hubiera encendido una luz en su interior o una rueda hubiese girado hasta cambiarle del individuo blando y bastante superficial que había sido, a una criatura diferente. Y todo apenas en un pestañeo. ¿Podría ser la Palabra, quizás? ¿O simplemente la emoción anticipada de la acción?
Era un tema que le habría gustado explorar con más detenimiento, pero no había tiempo. Odín estaba ya de camino y de momento ella necesitaba a este hombre y su Palabra para que su plan tuviera éxito. Después, ya se vería. El párroco era alguien de quien se podía prescindir una vez que hubiera servido a sus propósitos. Skadi no tendría el más mínimo remordimiento en dar por terminado aquel acuerdo.
Y de hecho, pensó, incluso sería un alivio.
Capítulo 13
«En los tiempos antiguos -pensó Héimdal-, habríamos celebrado un consejo en el salón de Bragi, habríamos comido carne y bebido cerveza entre risas y canciones». Ahora, por supuesto, le deprimía el simple recuerdo de aquellos días pasados.
Miró por la ventana hacia el patio, donde Odín permanecía a la espera, pero ya no era un anciano encorvado, sino un hombre erguido y más alto que cualquier mortal, aureolado por el fulgor de su verdadero aspecto. A Héimdal le dio la impresión de que estaba hecho de luz, y que si cualquier humano de la Gente se hubiera atrevido a mirarlo habría visto esa firma mágica azul emanando del rostro de aquel mendigo tuerto, chorreando de las yemas de los dedos y chisporroteando en sus cabellos.
– Iré -dijo Héimdal.
– Todos iremos -aseveró Frey, y miró a los restantes vanir apostados a su alrededor, que también se mostraban con su verdadero aspecto, pletóricos de luz. Idún y Bragi refulgían como el sol del estío, Njord empuñaba el arpón y Freya, Freya…
Se apresuró a darse la vuelta, ya que no era prudente mirar directamente a la diosa del deseo cuando se manifestaba con su verdadera apariencia, ni siquiera aunque él fuera su propio hermano.
– Me pregunto si esto es del todo prudente, hermana…
La aludida rompió a reír con una hilaridad que sonó como el tintineo de las monedas y el último estertor de los moribundos.
– Tengo asuntos pendientes con Odín el Tuerto, querido hermano, y créeme, no me perdería este encuentro por nada del mundo.
Había una botella de vino en la mesa próxima. Bragi la tomó, pues las leyes de los Tiempos Antiguos prohibían el derramamiento de sangre allí donde se había compartido comida y bebida. Quizás el salón de Bragi hubiera quedado reducido a polvo, pero todavía pervivían las leyes del honor y la hospitalidad, y si Odín quería parlamentar, bueno… Cualquier cosa que se hiciera, debía hacerse conforme a la ley.
Los seis vanir se encararon con el Tuerto, que refulgía como alguien recién salido de una leyenda, como el reflejo de la luz del sol en las montañas.
Odín ofreció el pan y la sal.
Bragi escanció vino en una copa.
Los videntes bebieron uno tras otro…
…salvo Skadi, por supuesto, que permaneció en el interior de la casa observando desde la ventana en compañía de Nat Parson. El hormigueo del cuerpo le indicaba la inminencia del momento. Sostenía en la mano un vaporoso pañuelo de encaje en el cual estaba inscrita Fé, la runa de la riqueza. Junto a ella, Parson aferraba el Libro de las Palabras y permanecía con la vista fija en sus líneas. Y además, aunque ninguno de ellos estaba al tanto, ni siquiera los dioses cuyos destinos están tan peligrosamente entrelazados, había otra testigo de aquel encuentro, que contemplaba la escena oculta en las sombras del umbral de la puerta, aterrada y temblorosa de pura rabia.
Odín se dio el lujo de relajarse levemente cuando el último de los augures hubo honrado la antigua ley.
– Es bueno volver a veros, amigos míos, es magnífico a pesar de los tiempos aciagos que corren -los saludó. Su ojo fue pasando de un miembro a otro del grupo y, luego, añadió en voz baja-: Falta alguien, ¿no? ¿La Cazadora, tal vez?
– Considera más prudente mantenerse alejada. -Héimdal dejó entrever los dientes de oro-. Ya intentaste matarla en una ocasión.
– Aquello fue un malentendido.
– Me alegra oírlo, ya que Skadi tiene la impresión de que nos has traicionado, que Loki anda suelto y que vosotros dos volvéis a estar juntos -replicó Héimdal-, igual que en los viejos días, como si no hubiera sucedido nada, como si el Ragnarók no pasara de ser un juego que perdimos y ahora tuviera lugar otra partida. -Entrecerró los ojos y miró a Odín-. Por supuesto, es ahí donde Skadi se equivoca, porque tú nunca harías eso, ¿a que no? Jamás harías eso, sabiendo las consecuencias de ese acto para nuestra amistad y nuestra alianza.
Odín permaneció en silencio durante un tiempo. Ya había previsto la situación, sin duda: el fiero y leal Héimdal era el vanir a quien él más apreciaba, y también el que más aborrecía a Loki pero, por otra parte, debía tener en cuenta a Maddy y si ella había tomado al Susurrante…
– Viejo amigo… -empezó.
– Corta el rollo -le atajó el portavoz de los vanir-. ¿Es cierto?
– Bueno, sí, así es. -Odín sonrió-. Ahora, antes de que saques conclusiones precipitadas… -Héimdal se había quedado mudo de asombro, con la boca abierta, a media palabra-. Me gustaría explicaros mi punto de vista antes de que concluyáis algo erróneo -repitió Odín…