– ¿Quién eres? -repitió con brusquedad.
«Un hombre -contestó-, o eso creo».
– ¿Un hombre? ¿Quién?
«Elías Rede -le susurró la voz-, el examinador número 4.421.974».
Nat Parson se quedó petrificado durante un buen rato. El alba se reveló como una decepción, ya que no brilló el sol y la promesa de la luz diurna se perdió bajo un velo de nubes. Al clérigo le entraron unas ganas repentinas de orinar, pero no se atrevía a hacerlo tras los arbustos cercanos porque, aun sin ser capaz de definir las razones, le parecía indecoroso teniendo como tenía a aquel interlocutor en el interior de su mente.
– Se supone que estás muerto -replicó al fin.
«Quizá -concedió el examinador-, pero sigo aquí».
– Bueno, pues vete ya.
«¿Acaso piensas que no lo he intentado? -preguntó el examinador-, ¿crees que me apetece estar preso dentro de tu cabeza?»
– No es culpa mía que estés ahí dentro encerrado.
«¿Ah, no? -saltó el examinador-. ¿Quién se interpuso en mi camino cuando pronuncié la Palabra? ¿Quién robó el poder de mi último conjuro? ¿Y quién está utilizando el Libro de las Palabras sin control y sin ningún tiempo de práctica que respalde su autoridad, por no mencionar el ayuno, la meditación y ninguno de los estados intermedios o avanzados de la dicha espiritual?»
– Ah, eso -repuso el clérigo. Se produjo un largo silencio-. Quise hacer lo correcto.
«Nada de eso -le refutó el examinador-, ibas tras el poder».
– En tal caso, ¿por qué no me detuviste?
«Ah, eso», dijo el examinador.
Tuvo lugar otra pausa.
– ¿Y bien?
«Bueno, en vida tenía ciertos deberes y restricciones, unos protocolos que debía respetar como examinador, tales como el ayuno y la preparación, pero ahora…» Se detuvo y Nat escuchó las carcajadas en el interior de su mente. «Vamos, Parson, ¿de veras necesitas que te lo explique? Ya lo has probado y sabes cómo es…»
– Ya, eso de usar la Palabra sin autorización, tal y como acabas de hacer, es para que me sienta inferior, ¿no?
«Afróntalo, eres un simple cura de a pie, y yo…»
– ¡Un simple cura! Tienes que saber…
«Amigo mío, yo…»
– ¡Y no me llames amigo!
Dicho esto, se dio media vuelta, se desabotonó el pantalón y apuntó hacia los arbustos antes de evacuar al fin aguas menores mientras el examinador 4.421.974 farfullaba y protestaba en su cabeza. Skadi, todavía en su forma lupina, captó el aroma de su presa y echó a correr hacia el Ojo del Caballo, ignorando el drama acaecido en el camino a sus espaldas.
La partida de vigilancia los vio llegar desde su atalaya en lo alto de la montaña. Era un grupo de sólo cuatro miembros apostado allí por Nat con órdenes de informar acerca de cualquier tránsito inusual que entrara o saliera del Ojo del Caballo. No había pasado nadie para alivio de todos, salvo unas figuras que se habían escabullido a medianoche y que tal vez habían sido ratas, aunque lo más probable era que se tratase de trasgos.
Poco antes del alba, los hombres se habían quedado dormidos debajo de la rueda de una de las máquinas que ahora estaban en silencio mientras montaba guardia Adam Scattergood, que se había ofrecido bravamente a fin de que pudieran cumplir con más seguridad su deber. En este momento estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una piedra mientras comía tasajo y vigilaba el camino.
Se levantó de un salto de su puesto en cuanto vio a Nat.
– Eh, señor Parson, ¡aquí!
El grito alertó a los hombres dormidos, tal y como pretendía, pues su tío le había prometido darle un chelín si permanecía despierto.
Dorian Scattergood entreabrió un ojo mientras a su lado Jed Smith y Audun Briggs comenzaban a desperezarse. Cuando el párroco llegó al pie de la colina, daba la impresión de que los tres habían permanecido alerta durante horas. Fue entonces cuando distinguieron a la loba blanca, que corría por delante del clérigo y había coronado la colina por el lado ciego, de modo que la tuvieron prácticamente encima de ellos antes de saber lo que estaba sucediendo. Al ver una loba de pelaje de un blanco níveo moteado de gris y el hocico cubierto por una maraña aterciopelada que dejaba al descubierto dientes agudos como cuchillas y blancos como una hilera de carámbanos de hielo…
…se aterraron. Era poco habitual encontrar lobos en el valle del Strond y ninguno de ellos, salvo Dorian, había visto a uno tan de cerca. Esa experiencia le salvó la vida, ya que se revolvió y se fue hacia el animal con los brazos extendidos y un agudo grito. Skadi le eludió en cuanto olfateó el efluvio de una presa más sencilla y saltó sobre Audun, que se había alejado a por el petate sin tomar el cuchillo que llevaba al cinto. El carnívoro le desgarró la garganta con la misma facilidad con que los niños atrapan con los dientes las manzanas que flotan en agua.
Había sido una noche desquiciante para la Cazadora. El fracaso de sus planes, la debilidad de su cómplice, la fuga de la presa y el efecto acumulativo de pasar tanto tiempo bajo la piel de un animal conspiraron para fortalecer sus instintos lobunos, que la urgían a cazar y morder, a buscar el alivio en la sangre.
Además, tenía hambre. Zarandeó al hombre con energía hasta asegurarse de que estaba muerto y comenzó a comer tras haber olfateado la sangre con cuidado.
Los otros tres hombres contemplaron la escena sin dar crédito a sus ojos. Jed Smith sacudió la cabeza para salir del trance y echó mano a la ballesta que tenía al lado. Dorian comenzó a retroceder con sumo cuidado hacia la ladera más alejada de la colina sin perder de vista a la loba mientras ésta comía. Esa precaución también le salvó la vida.
Adam no era ningún héroe y sufrió un ataque de náusea.
Nat llegó junto a ellos en ese preciso momento.
– Señor Parson -le saludó Jed en voz baja.
Nat le ignoró. Seguía en trance, con la cabeza ligeramente inclinada y la mirada fija en la abertura de la colina. La loba levantó la vista de la carne durante un instante, enseñó los dientes y volvió a centrarse en la presa. El clérigo apenas pareció darse cuenta.
Adam Scattergood, que jamás se había mostrado propenso a pensamientos descabellados, se descubrió pensando: «Parece muerto».
Sin embargo, lo cierto era que Nat jamás se había sentido más rebosante de vida. El repentino descubrimiento en su mente del examinador 4.421.974 le había ofrecido una perspectiva totalmente nueva. La voz era real y él no estaba chiflado como había temido. Se habían aplacado el terror inicial y la indignación ante aquella intromisión en su mente tras comprender que no debía temer nada. El poder era suyo. Él ostentaba el control. «Tu loba se está papeando a ese hombre. Pensé que deberías saberlo».
Nat lanzó una mirada a Skadi. Tenía el hocico, el cuello y las patas delanteras manchados de sangre.
– Déjala -ordenó-. Necesita alimentarse.
Jed Smith oyó las palabras casi por casualidad, y sin bajar la ballesta, se volvió a mirar a Nat con cara de espanto. Había estado feliz de poder rehuir a Skadi, pero los relatos de sus poderes habían llegado lejos y él no albergaba duda alguna de que ésa era la misma mujer demoníaca que había asesinado al examinador y se había apoderado de la mente del clérigo.
– ¿Señor Parson? -le llamó.
El interpelado fijó en Jed unos ojos de un brillo muy extraño.
Jed tragó saliva y se dio la vuelta para descubrir que Dorian había huido. En la cima únicamente quedaban Adam y él.
– Ella va a necesitar ropa -comentó Parson- y las del otro hombre están manchadas de sangre.
Jed Smith meneó la cabeza. Le temblaba tanto la mano que la ballesta parecía un borrón.
– No dejéis que me mate. Os prometo que no diré ni mu -aseguró.