– Eso es ridículo.
– Tú eres el ridículo. Te crees que porque una vez estuvisteis juntos…
– Deja fuera de esto mi matrimonio.
– Tu matrimonio estaba acabado antes de empezar…
Idún no tomó parte en la violenta disputa cuando volvió a estallar otra discusión entre los vanir y vagabundeó junto a su única baja. Ethel Parson yacía boca abajo en el patio, cubierta por el camisón. Los primeros rayos del alba disolvieron los vestigios del encantamiento en el pañuelo. El pelo se le había alborotado y tenía una mancha de tierra en la mejilla. Ahora ofrecía el aspecto insignificante de un naipe descartado en la gran partida, una simple nota a pie de página en el verdadero asunto en cuestión.
Idún se arrodilló en silencio junto a ella, y no sin cierta piedad y no poca admiración, se puso a considerar la desconcertante capacidad de recuperación de la Gente. Le dio vueltas a la condición de unas criaturas tan frágiles y de existencia tan breve que debían soportar tanta miseria, y a la paradoja de que aun así, un golpe que podría haber aniquilado a una diosa no había logrado acabar con esa mujer. Oh, sí, estaba agonizando, pero todavía quedaba en ella una chispa de vida y había movido los párpados, aunque fuera sólo un poco, cuando la Sanadora le tocó la cara.
Los demás vanir continuaban discutiendo a cierta distancia, pero a Idún no le interesaba el motivo de la disputa. Tenía la impresión de que había demasiada gente insatisfecha durante demasiado tiempo, y la mayoría de las veces era por motivos del todo banales. Únicamente la muerte no era trivial. Ella atisbo su misterio en los ojos turbios de Ethel y se preguntó si debía dejarla ir. La mujer estaba inquieta y aquejada de grandes dolores. Pronto iba a estar en paz. Aun así, luchaba por sobrevivir hasta con la última fibra de su ser, e Idún lo percibía con gran intensidad.
Siempre había sido una criatura pasiva. Una esposa sumisa y una hija consciente de las obligaciones debidas a su padre. Había sido una mujer modesta que había procurado toda su vida pasar inadvertida. Alguien de esas características hubiera debido afrontar la muerte en silencio y sin ofrecer resistencia alguna, pero quedaba temple en la hija de Owen Goodchild. Ella quería vivir e Idún acabó por echar mano al morral de su cintura y extrajo un diminuto fruto seco plateado de tamaño no superior al de su uña diminuta, pero que era el alimento de los dioses. Lo depositó debajo de la lengua de Ethelberta y se aprestó a esperar.
Transcurrió un minuto. «Tal vez haya actuado demasiado tarde», se lamentó Idún en su fuero interno. Ni siquiera las manzanas de la eterna juventud podían salvarla si el espíritu de la agonizante había sido aceptado en los dominios de Hel. Ladeó con suavidad el cuerpo de Ethelberta y le apartó el fino pelo castaño para dejar al descubierto el rostro. Eran unas facciones muy sencillas, eso era obvio, pero la muerte le había conferido un punto de dignidad, una quietud que resultaba casi regia.
– Lo siento -murmuró Idún-. Intenté salvarte.
Y fue en ese último instante cuando la difunta abrió los ojos y recuperó los colores de la vida una vez más. La tez se iluminó y el mustio tono rojizo del otoño se convirtió en un tono naranja, como el de las calabazas. La mortal se levantó de un salto con el aire resuelto y las mejillas sonrosadas.
– ¡Voy a recuperar ahora mismo mi vestido, señora! -anunció con voz resonante a Freya.
Capítulo 3
Odín se escabulló en cuanto se torció el encuentro con los,vanir y se dirigió a la colina del Caballo Rojo, el refugio más cercano, adonde llegó con un cuarto de hora de adelanto sobre la Cazadora y el sacerdote tras eludir a Adam y a la partida de vigilantes dormidos, pero acudió con tanta precipitación que no adoptó las precauciones adecuadas y pagó el precio de no explorar cuando cayó en una de las trampas de Skadi.
En cualquier otro momento, habría visto el fino cordel estirado ante la boca del túnel, listo para saltar en cuanto alguien intentara cruzarlo, pero no fue así en aquella ocasión y quedó atrapado por la trampa, que era bastante tosca, pero a la que habían aplicado la runa Hagall, y para él la luz se apagó como la llama de una cerilla bajo un golpe de aire.
Odín se encontró a oscuras en cuanto se tranquilizó. Trazó Sol para iluminar el camino sin que luz alguna saliera de las yemas de sus dedos y no consiguió arrancar ni la menor fosforescencia a las paredes rocosas del túnel. No era un problema de carencia de energía mágica, razonó para sí una vez que se aseguró de que todavía retenía mucho poder en su interior y únicamente admitió la verdad a regañadientes después de usar en vano la runa Bjarkán. La trampa de Skadi debía de contener algo más que un simple dispositivo para herir o matar.
Estaba ciego.
Odín sopesó enseguida las posibles alternativas. No podía quedarse en aquel sitio, desde luego. No había presenciado el desenlace de la escaramuza en la casa parroquial, pero suponía que la Cazadora iba a seguirle el rastro. Dio por seguro que Loki había huido y que Maddy, que podía haberle ayudado, se había ido. El Susurrante estaba perdido y ni que decir tiene que sin él, cualquier contacto posterior con los vanir estaba fuera de lugar, al menos hasta que recuperara la visión.
Si es que la recobraba.
Por ahora necesitaba alejarse. Skadi podía adoptar la forma lobuna para rastrearle los pasos y la principal preocupación de Odín era alejarla de su pista.
Todavía llevaba puesta la camisa ensangrentada por culpa del virote de ballesta de Jed Smith. Se la quitó con cuidado antes de descender por la galería hasta llegar a una angosta encrucijada, arrastrando detrás de sí la prenda. Tomó el pasaje de la izquierda y lo siguió durante cierta distancia antes de dejarla allí, sujeta bajo una piedra, para luego desandar lo andado y continuar por el ramal derecho treinta pasos. Entonces, lanzó la runa Hagall contra el techo con la fuerza necesaria para provocar un derrumbe parcial y corrió por el pasadizo lo más deprisa posible.
Sin embargo, la ceguera le hacía tropezar y caer a menudo, aunque, por fortuna, lejos del alcance de la techumbre hundida. El fugitivo confiaba en que el desprendimiento hubiera bloqueado el túnel. Un polvo acre saturaba el aire, pero si la treta daba resultado, aquello al menos ralentizaría a la Cazadora o, si todo salía a pedir de boca, la enviaría hacia una pista falsa mientras él encontraba refugio debajo de la colina. Aun así, ella le habría alcanzado si el instinto de detenerse y alimentarse no hubiera sido tan fuerte, concediendo al perseguido unos minutos preciosos, de modo que el rastro era poco claro y la verdadera presa había huido para cuando ella entró en la colina.
Ahora bien, Odín era cualquier cosa menos alguien desprovisto de recursos. Estaba ciego, pero no indefenso, y durante la huida hacia el Strond comenzó a redescubrir habilidades que no había puesto en práctica hacía siglos. El corredor estaba libre de obstáculos y resultaba fácil apartar de un puntapié las escasas piedras sueltas que había desparramadas por el suelo. Además, contaba con la ayuda del cayado a la hora de explorar las dos paredes del corredor a fin de prevenir que hubiera en el suelo algún obstáculo que pudiera hacerle caer o se interpusiera en su camino.
No tardó en percatarse de un hecho que le avisaba de la próxima bifurcación de la galería: el movimiento del aire. La temperatura, la humedad o la sequedad, lo irrespirable o dulce del mismo eran valiosos indicadores a la hora de seguir una u otra dirección, pues gracias a esto sabía si el tramo subía o bajaba, si era un callejón sin salida o si pasaba por allí una corriente de agua.
Tantear la roca con las yemas de los dedos resultó igualmente provechoso. La piedra húmeda y porosa indicaba la existencia de oxígeno en abundancia y la roca lisa, que era una ruta muy transitada. La acumulación de polvo en el suelo, la distribución de los guijarros, el sonido del cayado al raspar contra un muro hueco, todo eso le proporcionaba indicios que no habrían sido tan aparentes para un hombre acostumbrado a confiar en las evidencias de la vista. No estaba en desventaja con los videntes, al menos en aquellos pasajes.