– ¿Cómo lo has hecho? -gritó Maddy por encima de aquella algarabía.
– ¿El qué?
– Ya lo sabes. Salir de esa celda.
– Un atajo -respondió él-. Un cambio de aspecto que aprendí de Jorgi. Ahora, procura agarrarte bien.
Se detuvo ante una puerta que era roja y negra y estaba tachonada de encantamientos y runas.
– Esto puede resultarte un tanto… perturbador -añadió.
Maddy le miró fijamente.
– ¿Mi padre?
Loki asintió. Por debajo de su aspecto, parecía cansado; los colores habían perdido buena parte de su brillo. Alrededor del cuello, el cronófago de Hel indicaba que les quedaban treinta y ocho minutos.
Loki arrojó un puñado de runas contra la puerta. La inscripción que había sobre ella se iluminó, pero permaneció cerrada.
– Maldita sea. -Loki se apoyó sobre la puerta y respiró hondo un par de veces-. Estoy acabado -dijo-. Tendrás que hacerlo tú.
Maddy estudió la puerta cerrada. Pensó que Thuris debería moverla, la trazó y la arrojó con todas sus fuerzas. Tembló, pero no cedió.
Volvió a aporrearla, esta vez con Os y con Tyr. La puerta retembló una vez más, y todo el pasillo vibró con ella, estremeciéndose bajo sus pies.
– Ya falta poco -la animó Loki.
– Sí -contestó ella-. Un golpe más y creo que lo…
– No me refería a la puerta.
Loki estaba mirando más allá de Maddy. Durante unos segundos la chica no entendió qué quería decir. Después levantó los ojos y vio lo que se les venía encima. En ese mismo instante lanzó Hagall contra la entrada con todas sus fuerzas mientras Loki, con las escasas energías que todavía le quedaban, arrojaba Isa en el camino de la Serpiente de los Mundos, que se hallaba a cincuenta metros de ellos y ocupaba todo el corredor con su cuerpo.
Isa se congeló en el aire, creando una especie de barrera sólida contra la que Jormungard se estrelló una y otra vez con una furia vesánica.
La runa aguantó, aunque el primer golpe abrió algunas resquebrajaduras en el hielo; era evidente que no podría retener durante mucho tiempo a la sierpe, pero fue bastante. La puerta no se abrió: simplemente se desvaneció y, con otro de esos saltos que provocaban náuseas, Loki y Maddy se encontraron de repente dentro.
Capítulo 12
Hel observaba los acontecimientos con sumo interés desde la otra orilla del río Sueño. El cronófago servía para varios propósitos. Uno de ellos, y no el menos importante, era mantenerla informada de lo que sucedía en todo momento. En una estancia situada en las profundidades de su ciudadela de huesos blancos, Hel contemplaba los progresos de los dos intrusos a través del espejo oscuro de su ojo muerto.
«Qué raro», pensó. Era muy extraño. Por supuesto, Loki nunca era del todo previsible, pero el último lugar al que la diosa esperaba que se le ocurriera regresar era éste. En parte, sentía curiosidad por saber en qué consistía el plan de su padre, pues daba por supuesto que Loki tenía un plan, ya que podía ser cualquier cosa menos un descerebrado. Sin embargo, no malgastó esfuerzos en preocuparse por el destino fatal que con toda probabilidad iba a sufrir el dios. Si Loki caía, no derramaría lágrimas por él. De hecho, pensó, contemplar su destrucción podría brindarle el primer momento de auténtico placer que experimentaba desde la muerte de Bálder, siglos antes.
No es que ese placer fuera a durar. Nada lo hacía. Y sin embargo Hel, que normalmente sólo sentía indiferencia, observaba absorta cómo pasaban los segundos. El ojo muerto veía el torbellino de sueños que era el Averno, mientras que el ojo vivo estaba clavado en las dos figuras que yacían juntas en la orilla del río, sus cuerpos materiales vinculados a sus homólogos del Averno por hebras de luz rúnica más tenues que la seda.
Cortar esas hebras acarrearía cercenar sus vidas, pero Hel les había prometido una hora en el interior, y un juramento como aquél no podía quebrantarse, aunque se lo hubiera ofrecido a Loki. Sin embargo, se hallaba intrigada, especialmente por la energía mágica que el dios había dejado detrás. Era una energía poderosa, una reliquia de los Tiempos Antiguos que brillaba y resplandecía como un sol olvidado. No conseguía imaginar por qué razón la había traído Loki ni por qué había intentado esconderla a sabiendas de que ella la descubriría enseguida.
Y ahora esa energía mágica la estaba llamando desde su emplazamiento en el desierto con una voz suave y seductora que le resultaba casi familiar, pero no del todo.
«Es una trampa -pensó Hel-. Sea lo que sea, Loki quiere que la coja».
Contempló al Embaucador con el ojo vivo. Parecía dormido, pero de cuando en cuando se movía y arrugaba la frente, como si estuviera en medio de una pesadilla. Hel podía ver el hilo que lo unía a su yo soñante: una hebra transparente de luz violeta. La rozó delicadamente con sus dedos y sonrió al pensar que en otro mundo acababa de provocar un escalofrío en la espina dorsal de Loki.
«¿Y si se trata de una trampa?», se preguntó. No era propio de su progenitor mostrarse tan burdo. Y sin embargo…, si él no quería que Hel se apoderase de aquella cosa, ¿por qué la había dejado tan a la vista?
Loki nunca era tan transparente. Siempre se mostraba sutil. De modo que, cualesquiera que fueran sus planes, la respuesta evidente debía de ser falsa. A menos que él supiera de antemano que Hel iba a pensar así. En cuyo caso, la respuesta evidente era la correcta. A menos…
«A menos -pensó-, que en realidad no tenga ningún plan».
Quizás esa negligencia era un farol destinado a hacer creer a Hel que escondía una carta bajo la manga. Algún tipo de protección o de defensa por si era recibido con hostilidad. Pero ¿qué pasaba si no tenía esa carta? ¿Qué sucedería si, como Hel había sospechado desde el principio, Loki se había lanzado a la aventura armado tan sólo con su ingenio y sus bravatas?
En ese caso, el dios se hallaba a merced de Hel. Y la energía mágica que había traído, aquella baratija tan tentadora, estaba a su disposición.
Con una palabra la convocó. La energía mágica se hallaba escondida en el talego del Embaucador, tan brillante ahora que casi podía verla a través del cuero desgastado. Hel la sacó, y la luz del Susurrante se inflamó cegándola casi con su intensidad.
Ella no había visto nunca al Susurrante. Todavía no había nacido en los tiempos de Mímir, y los æsir siempre se habían mostrado muy celosos de sus secretos, pero sabía distinguir una energía mágica cuando la veía. La sostuvo entre las manos, percibiendo el flujo de poder mientras una voz sonaba ensordecedora dentro de su mente.
«Mátalos -le instó el Susurrante-. Mátalos a ambos».
Capítulo 13
«Un problema compartido es un problema resuelto», o al menos eso rezaba el refrán. Por suerte para La-Bolsa-o-la-Vida, no era consciente de que ahora compartía el problema del viaje al Hel con Odín, los seis vanir, la Cazadora, Nat Parson, un examinador muerto, Adam Scattergood, la esposa de Parson, un granjero del valle y una cerdita enana. De haberlo sabido, resultaba dudoso que se hubiera alegrado por ello.
Examinaba la piedra rúnica cada cinco minutos más o menos. O bien su imaginación le jugaba una mala pasada, o en aquellos breves intervalos se oscurecía cada vez más. El trasgo no creía que fuera una mala pasada de su imaginación. Y sabía qué era lo que se suponía que debía hacer.
– El Inframundo -musitó con voz nerviosa-. Debe de estar más loco de lo que pensaba. De modo que quiere que vaya al Inframundo, ¿eh? ¿Quiere que encuentre a un susurrante? «¿Qué es un susurrante?», le pregunté. Y lo único que me contestó él fue…