Выбрать главу

– Vuestro padre siempre me decía dónde había estado -dice ama-. A veces me lo decía antes de estar.

– Hoy se me ha ocurrido dar una vuelta por la playa. -Son las primeras palabras de un informe que deseo se vaya completando sin más palabras-. Estaban los Etxe y hemos hablado.

– Charla de principales. Ésos sólo saben hablar con los carramarros -dice ama.

– Cámbiate antes de sentarte -dice Elise.

Claro. En mi cuarto me desprendo de la chaqueta por primera vez en diez horas; y chaqueta, corbata, camisa, pantalón y sombrero van cayendo sobre la cama. ¿Existe Samuel Esparta fuera de este disfraz?

«Tranquilo, no has hecho más que empezar, incluso Koldobike parece que ha dado su parabién a tu nueva entidad.» Permanecí sentado tras el biombo no menos de una hora; Koldobike sabe respetar mis transiciones. Luego la llamé y le dije: «Siéntate, nena», y ella trasladó la tercera silla de la librería a la oficina y se sentó al otro lado de la mesa esgrimiendo el bloc y el lapicero. Es tan buena lectora de nuestra Sección que me envió: «Cuando quieras, jefe». Le pedí que enfundara el lapicero; expresiones así son parte de mi construcción.

– He sabido presionar a Lucio Etxe. Siento haberle obligado a revivir aquella madrugada, pero ¿y si era él quien jugaba conmigo?

– Es lo que pasa cuando los personajes de tu novela no son tuyos.

– Siento mío a Lucio Etxe. Y lo mismo a los que vengan.

– Todos vendrán de fuera, y los de antes te salían de dentro. Prepárate para las martingalas de tanto extraño. Y uno de ellos te atará a la argolla de Félix Apraiz como te descuides.

Le conté, punto por punto, el encuentro en la playa y ella escuchó en silencio, entregada.

– Cinco sospechosos -rematé-: Lucio Etxe, su hijo Inocencio Etxe, Antimo Zalla, Tomasón Zalla y el rostro que vio Lucio.

– Falta un sospechoso. -Alzó la mano para atusarse los rizos en un gesto habitual con el que teatralizaba indiferencia-. Tú.

– ¿El narrador el asesino? No sería original. Ya lo hizo Agatha Christie…

– … en El asesinato de Rogelio Ackroyd. Tu aspecto inofensivo incluso podría haberme engañado a mí todos estos años. No olvides incluir esta observación mía.

– En mi novela no falta una coma de cuanto hacemos o decimos.

– En el treinta y cinco tenías…, sí, dieciséis años, y a esta edad se puede matar. A veces, el motivo es casi lo de menos.

– No sabía que estuvieras tan loca -sonreí. Aunque, sin duda, la novela quedaba enriquecida. ¿Soy yo, el autor, el asesino? Bienvenida sea esta posibilidad que ofrezco al lector para sus cábalas.

– «Estás loca» -repite Koldobike-: es, justamente, lo que se espera que diga el asesino.

– El asesino no emprendería la investigación de un crimen absolutamente olvidado.

Mereció Koldobike ser la autora de la novela cuando me soltó:

– Excepto si padece amnesia. Recibiría la misma sorpresa final que el lector. Apasionante, ¿no? La novela tendría un gran éxito y yo te llevaría el primer ejemplar a la cárcel. -Sonó la campanilla de la puerta y se levantó-. Para despejar todas las dudas, no tienes otra alternativa que descubrir al asesino. Rezaré para que no seas tú.

Entró una clienta para comprar libros de texto. Beltza no se mantendría a flote sin la inyección que recibía todos los septiembres: libros para institutos, colegios, escuelas, academias, supervivientes de una censura política implacable y marcados por «años triunfales». Había unas Matemáticas de 1937 aureoladas con el II Año Triunfal; unas Ciencias Físico-Naturales de 1938 y una Historia de la Literatura Española del mismo año, ambas con el III Año Triunfal; una Enciclopedia Escolar había salido de imprenta sin ese trágala, y si llegó a las librerías se debió a que se subsanó el descuido con un precipitado «II Año Triunfal» estampado a mano; la Iglesia colmaba la enseñanza cubriendo todas las materias y editándolas, purificadas, por empresas tituladas, por ejemplo, Ediciones Antisectarias de Burgos, ciudad matriz del Caudillo. En vísperas de cada octubre, la librería se llenaba de estos efluvios, que pronto pasaban y volvíamos a las otras ficciones, las del resto del año.

Ama no deja de hablar mientras comemos lentejas de estraperlo y un huevo a la plancha con patatas cocidas, a falta de aceite. Inútilmente trato de seguirle el hilo, y son palabras suyas -«has madrugado, echa una siesta»- las que me llevan al borde de la cama. Traslado a una silla la chaqueta, la corbata, la camisa, el pantalón y el sombrero y me tiendo boca arriba preguntándome si en el futuro deberé vestírmelos a todas horas o sólo en actos de servicio. Si ellos los visten en toda ocasión es porque viven a salto de mata, hoy en un bar, mañana en un despacho de abogados, comiendo fuera de casa -apenas tienen casa-, durmiendo y descansando en hoteluchos de mala muerte. Yo, con hogar y familia, me despojaré del buzo de trabajo al término de cada jornada. No quiero cambiar de piel, sólo estoy escribiendo una novela.

Una siesta con los ojos abiertos no es una siesta. A las cinco estoy empuñando el picaporte de la puerta de la librería. Koldobike está sirviendo a la señorita Mercedes, la maestra de Algorta, los libros que le encargó para las niñas de la escuela; los va recogiendo de las pilas que surgen del suelo y pronto desaparecerán.

– ¿Qué hay? -saludo a la señorita Mercedes. Ya estaba de maestra cuando yo asistía a las clases de don Manuel. Al saludarme, detiene su mirada en mi atuendo unas décimas de segundo más.

– Qué buen tiempo tenemos, ¿verdad? -comenta dulcemente-. Los libros abultan este año más que nunca, o a mí me lo parece.

– Es la carga política… Un chico se los llevará -le ofrece Koldobike.

– Sí, gracias. Mañana, hacia las doce, estaré en la escuela colgando cortinas.

Se despide después de firmar el recibo que abonará el Ayuntamiento.

– La maestra tendría treinta años cuando mataron a Leonardo -dice Koldobike-. ¿Qué motivo pudo tener ella? Parece una mosquita muerta, pero todos la vimos sacar las uñas para defender a su protegida, la india Anaconda.

– Necesito un nombre para mañana, pero no el de ella. ¿Qué tal Félix Apraiz?

– ¿Por qué no apuntas más tierra adentro, para variar? La playa no es el centro del mundo.

– Fue el escenario.

– Me viene un nombre que estuvo más metido en el ajo que ninguno. Estuvo aquella madrugada sobre la misma peña formando pareja con alguien. Si él no te da más luz que cualquiera, apaga y vámonos.

5

El hermano del muerto

Por la tarde solemos cerrar a las ocho, pero ayer Koldobike me pidió permiso para salir a las siete; un formulismo que está de más, y lo sabe: cuántas veces soy yo el que le pide permiso a ella. Fue oportuno que le preguntase por el emplazamiento de la casa de Eladio Altube en el momento en que salía.

– ¿Por qué su casa? -exclamó-. Vive más tiempo en cualquiera de sus chiringuitos. Lo encontrarás muy de mañana en su granja, la que se ve desde el Cruce de Laparkobaso.

No hay en Getxo grandes distancias, y a las nueve tengo ya a la vista la granja industrial de gallinas de Eladio Altube: una especie de hangar de ladrillo, una construcción que, en su día, hace diez años, llamó mucho la atención, tanto por su diseño como por ser la primera granja industrial de su género que se veía en Getxo. Aunque desde la guerra funciona a pleno rendimiento -sufrimos una desmedida revalorización de los alimentos-, al año de su puesta en marcha fue clausurada por los propios gemelos… Detengo mi marcha, recordando. Sí, un tal Ambrosio Menchaca puso otra granja de gallinas hacia 1932, que no tenía nada de innovadora, de industriaclass="underline" simplemente, llenó su caserío, en el que vivía solo, de aves, lo abarrotó literalmente de ellas, cuadra y habitaciones, se dijo que incluso su dormitorio y que llegó a dormir entre las jóvenes pollitas para darles calor: supo transformar con tanto esfuerzo e ingenio su enorme caserío en granja, que consiguió albergar a más número de gallinas que la industrial de los gemelos, si bien su triunfo no se debió al número y a los mimos sino a la raza colorada de unas aves que entregaban los muy apreciados «huevos rojos de aldea», en choque con los menos sustanciosos «huevos blancos de granja», que además eran poco mayores que las canicas; por añadidura, las gallinas rojas de Ambrosio Menchaca se alimentaban del más natural y de siempre maíz rojo, y las blancas, de esos piensos americanos que vaya usted a saber con qué porquerías los hacen.