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Bien, y aquí llega lo gordo: alguien mató a Ambrosio despeñándolo por La Galea… ¡Otro crimen con Eladio y Leonardo en medio! ¿Qué clase de maldición les persigue? La competencia que representó Ambrosio Menchaca y que les obligó a cerrar su negocio seguramente les hizo sospechosos durante un tiempo, pero el criminal resultó ser un tal José Salegui, por razones que no recuerdo. A los pocos meses, los gemelos reanudaron su venta de huevos, esta vez con más fortuna, ya que pronto estalló la guerra y, sobre todo, la posguerra, y los alimentos entraron en el mercado del estraperlo para enriquecer a tanto pirata.

He dado vueltas a todo esto sin avanzar un paso. Ahí está la granja, al otro lado del Cruce de Laparkobaso, y la contemplo sin dejar de pensar en el asesinato de Ambrosio Menchaca y en Eladio y Leonardo como sospechosos. Y es lo que me tiene clavado en el sitio: la lógica de que fueran sospechosos, sus buenas razones para haber matado. Y, sea como fuere, que un rival de ellos resultara muerto. Lo curioso del caso actual es que los gemelos están en el meollo de otro crimen…, aunque ahora como víctimas.

Sus naturalezas son conflictivas. Engañaron, alborotaron. Al fin, alguien se cansó de ellos.

Hay una cerca de alambre de espino rodeando la propiedad, guardada también por dos perrazos que vienen a mi encuentro ladrando. Espero ante la puerta de tubo y espino. Veo salir del hangar a un sujeto pequeño, que se acerca. Amansa a los perros con una orden desfallecida, y se detiene al otro lado de la puerta. Le ha costado mover piernas y brazos, como si estuviera cansado, y eso que es joven, no más de veinticinco años. Lleva un sucio buzo azul que huele a excrementos de gallina y no sólo no me hace la pregunta que cualquiera esperaría sino que sus ojos no me miran, no me estudia, se dirigen a un punto por encima de uno de mis hombros.

¿Es Eladio Altube? Me cercioro antes de hablar: es más joven, el gemelo tendrá ahora unos cuarenta y cinco.

– ¿Está el amo?

– Ocupado.

– Necesito hablar con él.

– Cuando está con las gallinas no se le puede molestar.

– Dile que es para hablar de su difunto hermano.

– ¡Que pase! -El grito procede del hangar. No veo a nadie en el exterior. El enclenque empleado me abre la puerta-. ¡Por el otro camino! -suena la misma voz. Son dos senderos sin cuidar abiertos en el césped y yo elegí el equivocado. Aunque no veo a Eladio Altube, él a mí sí. El empleado me sigue a un metro. Pronto me asalta un más intenso olor a excrementos. En la puerta de madera del hangar sólo está abierta la mitad de arriba. El empleado me sobrepasa en un movimiento torpe y me abre la de abajo-. Espabila, que ya has perdido mucho tiempo. -El dueño de esta voz surge del hangar con una cesta llena

hasta el borde de huevos blancos, se cruza con el bulto que entra y cierra la media puerta a su espalda, quedando fuera. Así que no tengo ocasión de ver el interior del recinto, las celdas industriales de las gallinas, de las que sólo me llega un espeso grrg-grrg de multitud.

– Soy… -empiezo.

– Ya sé quién eres -me corta secamente.

Viste pantalón de trabajo y camisa de cuadros, ambos arrugados y más bien sucios. La engañosa quietud de su cuerpo parece no pertenecer a unos ojillos inquietos en continua búsqueda de algo. La explicación de que me haya reconocido se encuentra en esos ojos puntiagudos que cazan y conservan las más viejas informaciones aprovechables, y yo, un vecino de Getxo, soy parte de esa información. Me molesta descubrir que tiene mi nombre en su agenda sin mi permiso.

– ¿Estás seguro de que sabes quién soy? -le reto.

Su mueca quiere ser una sonrisa mientras me guía hacia una caseta de ladrillo con tejado de chapa.

– Sancho Bordaberri, el de la librería Beltza.

– Ahora no soy ése sino Samuel Esparta, investigador privado.

Eladio Altube se para y yo con él.

– ¿Qué has dicho? -inquiere, cerrando aún más sus ojillos-. ¿Eres las dos cosas?, ¿te llamas de dos maneras?, ¿lo sabe la policía?

– Olvídate de la policía. Es cosa personal.

Me escruta a la defensiva.

– Investigador privado -repite-. ¿Y qué investigas?

– La muerte de tu hermano.

Es tal su sorpresa que varios huevos de su cesta se estrellan contra la tierra. Por un momento, parece que no quiere perder la tortilla a sus pies, de tanto que la mira -le creo capaz de recoger esa sopa con una cuchara y aprovecharla para la cena, al menos para la de su empleado-. Pero desiste. Reanuda la marcha, entra en la caseta y me indica por señas que yo haga lo mismo. Es una especie de almacén de herramientas grandes apoyadas en las paredes; hay una estantería con cuatro archivadores y una pequeña mesa con una silla; me la acerca con el pie para que me siente; aunque hubiera otra, él seguiría en pie, tal es la tensión que le envara. La cesta sigue en sus manos, olvidada.

– Aún se ignora quién lo mató -digo-. Es algo pendiente, sobre todo para ti, supongo.

Su mirada es incolora. Mueve fríamente los labios.

– Y tú te has puesto a investigar. Para eso has venido. ¿Quién te paga?, ¿a quién le interesa este asunto?

– Te repito: es cosa mía. Aunque los investigadores privados cobran una cantidad más gastos, esta vez nadie me ha contratado.

– Nadie te ha contratado, te has contratado a ti mismo… Sé que haces libros, quieres contar esta historia para venderla.

Me quedo de piedra. Creí que sólo los de casa y Koldobike conocían mi debilidad. Una ocupación, por otra parte, secreta sin necesidad de ocultarla y del todo intrascendente en Getxo. Sin embargo, en cierta agenda, alguien tenía registrado: «Sancho Bordaberri, escritor».

Eladio Altube se relaja y deposita la cesta en el suelo.

– Tendrás una lista de nombres para sacarles lo que sepan. Yo te puedo contar más que ninguno.

Es lo que me aseguró Koldobike y estoy de acuerdo: nadie sabrá más que quien convivió con la víctima hasta las últimas y dramáticas horas sobre la peña.

– No he leído muchos libros -añade-. A lo mejor no he leído ninguno como el que tú quieres hacer. No hay que ser muy leído para saber que un libro se venderá más si tiene noticias que nadie sabe.

– Las noticias son para los periódicos, y lo mío no…

– Llámalo como quieras, pero lo que importa es que tendríamos un libro con más compradores.

– ¿Tendríamos?

– Al cincuenta por ciento, ni para ti ni para mí.

Ningún cambio en su expresión incolora al término de esta oferta de asociación en toda regla. ¿Por qué me asombro viniendo de un tipo tan mercachifle como él? Aunque se merece un no tajante, soy un investigador en busca de informes y por fuerza este hombre ha de poseer un tesoro de ellos… seguramente sin ser consciente.

– Creo que tu aportación no sería relevante -me limito a señalar-. ¿Qué revelaciones me harías que no fueran de conocimiento general? ¿O que lo fueron hace diez años para los débiles de memoria? El pueblo sabe, yo mismo sé todo sobre este asunto. Corrió de boca en boca. Todo, claro, excepto el gran secreto, el que sólo conoce el asesino. Mis preguntas ya no buscan hechos sino sombras, reflejos de esos hechos que puedan ser interpretados a la nueva luz que aporte un investigador recién surgido.