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En tanto busco la idea o la frase más inocente para recuperar el hilo perdido, Eladio Altube me anuncia nerviosamente:

– Ahora tengo trabajo. Media hora. Pero luego he de subir a Algorta y, si quieres, me acompañas.

Su trabajo consiste en armar mucho ruido en el interior de su hangar, principalmente voces más que furiosas contra su empleado. Me imagino a éste trajinando afanosamente sin levantar cabeza y a su dueño y señor gastando todas sus fuerzas en gritos, sin mover un dedo. Al cabo de media hora, emerge de la puerta sacudiéndose con ambas manos su camisa de cuadros de lechero y su pantalón de sarga. Voy a su encuentro.

– Si uno no está encima de ellos sin perderles de vista, te arruinan -gruñe.

– ¿Cuántas gallinas?

– Dos mil.

– Nuestros aldeanos nunca vieron en sus cuadras arriba de dos o tres docenas, una carga inapreciable -digo-. Pero dos mil aves dentro de un solo recinto han de dar mucho trabajo a un solo hombre.

Eladio Altube se me encara a medias.

– Mira, Sancho: el empleado que tengo es un gandul. Una madre se cansa lo mismo con un hijo que con diez… porque con diez debe emplear otro sistema. Con dos mil bichos también se emplea otro sistema: el industrial. Lo mismo hace la madre con diez hijos. ¿Quién trajo a Getxo la cría industrial de aves? Los gemelos. ¿Quién trajo el primer tractor? Los gemelos. Y traeremos más inventos. Hay muchos aquí que siguen viviendo como los burros. ¿Nos lo agradecen? ¡Quia! Los gemelos seguiremos siendo unos faranduleros.

– ¿Los gemelos?

Eladio Altube endurece su expresión.

– Para mí, siempre seremos los gemelos. Siento a mi hermano tan cerca como antes. -Coge un pantalón de un gancho de la pared y se retira tras la silla-. Un momento y vamos.

Da por sentado que le voy a acompañar, es como si me estuviera advirtiendo que no debo perder la oportunidad que me brinda. Le veo en la mejor disposición para hablarme de los dos viejos temas que parece deberme. ¿Quién me garantiza que mañana no habrá cambiado de idea? Es un hombre de genio vivo e incierto, a merced de cualquier viento cambiante. No, no me transmite ninguna garantía; puedo decir, sencillamente, que no me fio de él.

Ya se ha puesto un pantalón más limpio, aunque sigue con la camisa de cuadros de lechero. Me hace una seña con la mano y sale el primero, espera fuera a que salga yo y echa la llave, que guarda en el bolsillo de su camisa.

– Lo hago por mi hermano -dice, camino de la alambrada-. Me refiero a la puerta; siempre que dejaba una puerta atrás, la cerraba.

– Las gallinas también se sentirán más seguras si se las cierra. ¿Tiene llave del gallinero tu empleado?

– Ni siquiera mis socios tienen un duplicado. Yo volveré por la tarde para abrir.

– Tu hermano dejó en buenas manos vuestros negocios.

– Esté donde esté Leonardo, me gustaría que lo supiera.

Aparece una sombra de emoción en su rostro colorado y con barba de tres días.

– Tengo la impresión de que quedó algo pendiente entre vosotros, quizá no existió la última despedida, dadas aquellas terribles circunstancias.

Estamos ya en pleno viaje hacia Algorta, carretera de Sarrikobaso arriba. Eladio Altube se detiene un instante tan fugaz que no pierde el paso, pero sí su mirada sobre mí. Creo que mi disparo a ciegas ha dado en un punto muy sensible. Yo sólo pretendía llevar la conversación a 1935 y a la peña de Félix Apraiz.

– ¿Cómo lo sabes? -pregunta a media voz-. No eres tonto, Sancho Bordaberri. ¿Cómo lo sabes? -Cruzamos nuestras miradas y rectifica-: ¿Cómo lo sabes, Samuel Esparta?

– Me pongo en tu lugar, ahogándote junto al cadáver de tu hermano…

– Yo sabía que también se estaba ahogando y los dos tirábamos de las cadenas. Pero eso fue al principio… ¿Por qué no me despedí de él cuando aún era tiempo, cuando le oía pedir socorro? Creía que nos ahogaríamos a la vez, pero él se ahogó antes, se ahogó cuando el miedo ya me había agarrado por los huevos y luchaba por mi vida como si nadie más hubiera en aquella maldita peña. ¡Leonardo murió a mi lado y yo ni me enteré, no pude despedirme de él! Desde entonces…

Enmudece y caminamos en silencio. Se me ocurre pensar que cualquier personaje en su circunstancia sería una perla para el investigador de un crimen: un par de gemelos sufre un atentado para acabar con sus vidas, el asesino tiene éxito al 50 por ciento, un gemelo sobrevive y el otro no; si se hubiera tratado de una víctima normal, es decir, una víctima con un solo cuerpo y no con dos, ese 50 por ciento se referiría a una parte de su cuerpo, la que más interesaba, es decir, la superviviente… siempre que ésta contuviera el cerebro pensante, que fuera la de arriba, la de la cabeza. ¡Un asesinado en condiciones de contar quién le asesinó, un cadáver hablante! Pues eso es lo que es Eladio Altube.

– Los sendos golpes en las frentes parecen indicar que alguien se acercó a vosotros sin despertar sospechas -rompo el silencio de la marcha-, que le conocíais. Me refiero a que le habríais conocido de haberle podido ver. ¿Por qué no le visteis?, ¿estaba demasiado oscuro?

Vuelvo la cabeza y veo cómo Eladio Altube entrecierra los ojillos.

– Negro estaba, sí. Los dos carburos los teníamos en la arena, a unos pasos, porque Leonardo y yo estábamos…, no recuerdo en qué estábamos. La verdad es que no me acuerdo de nada antes de los golpes. Hay un salto y de pronto me encuentro con la cadena al cuello, tumbado largo en la peña, y Leonardo pegado a mí, también con collar. El agua ya la teníamos por la cintura.

– Hablaríais.

– ¿Qué pasa?, ¿qué es esto?, gritaba Leonardo, ¿quién nos ha puesto aquí?

– Tampoco había visto al agresor.

– ¿No te he dicho que todo estaba muy negro?

Su rostro regordete se petrifica, recordando, y le dejo tranquilo algunos pasos más. Creo que éste no es lugar para que trabaje un investigador: dos personajes viajando a pie por la calle y con prisa de una granja de gallinas a…, ¿adónde?…, seguro que a otro negocio de los suyos. Y a plena luz del día. Ni ellos se moverían a gusto en un escenario tan blando, echarían de menos el tono lóbrego del género: locales apenas iluminados por lámparas de mesa ahogadas por el humo de cigarros; gentes derrotadas intercambiándose secretos de amor o delictivos; una rubia de piernas y cuello largos esperando a que el día acabe mejor que los anteriores; un barman frotando inútilmente el mostrador con un trapo mientras estudia los rostros impredecibles de individuos al borde del abismo; una conversación entre dos tipos sombríos sentados a una pequeña mesa de un antro que cerrará en cuanto se vayan, o lo haga sólo uno de ellos dejando al otro con la cara aplastada contra la mesa y un estilete hundido en el cogote hasta la empuñadura; un oscuro callejón del que alguien no saldrá como entró… En este discurrir precipitado, Sarrikobaso arriba, a plena luz, refrescados por una brisa saludable, estoy seguro de que ellos se encontrarían encorsetados, tampoco obtendrían cosa aprovechable de un asesinado aún con vida, el imposible personaje con el que sueña todo investigador. Sin embargo, yo he sacado algo en limpio, la revelación de que a Eladio Altube intentaron liquidarle en dos ocasiones más, secreto que, al parecer, nadie conoce en Getxo; ha sido un regalo.

Según ascendemos, pasamos ante los primeros comercios y nos cruzamos con más gente. «¿Qué hay?», me saludan. «¿Qué hay?», contesto. Y en ambos casos hay un poso de pésame. Pero a Eladio Altube ni siquiera le envían eso, ni él abre la boca; todo lo más, dedica un desganado movimiento de cabeza por si algún saludo le incluía a él. Cruzamos las vías del ferrocarril y damos unos pasos por la ahora denominada Avenida del Ejército; todos los pueblos y ciudades de España, todos, cuentan con una rebautizada Avenida del Ejército, que es por donde entraron los conquistadores franquistas en la guerra: así empezó el horror.