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– Tu librería -me señala Eladio Altube a la derecha.

Encajaría bien que yo le invitara a entrar -me huelo que en su vida ha pisado una- para sentarnos él y yo en mi oficina, con la mesita de por medio, y reproducir escenas imprescindibles. Pero tiene prisa y ni siquiera puedo abrir la boca. Se detiene ante un comercio frente a la estación del ferrocarril, una pequeña ferretería que posee con dos de los Ermo de La Venta, Joseba y Zacarías; un negocio abierto hacia 1920 por un par de gemelos asociados a dos hermanos, cuatro pájaros de cuenta a quienes Getxo siempre se los imaginó vigilándose mutuamente muy de cerca.

– Vengo todos los días a echar un vistazo -dice-. Pasa. -Abre la puerta y suena una estruendosa campanilla. Me mira sonriendo-. Tengo a Joseba cada vez más sordo.

Hay una mujer con sorki de aldeana junto a un mostrador de madera bastante sucio y atendido con desgana por un muchacho que me recuerda al que acabo de ver en la granja, un poco más limpio. Al punto, descubro la razón: el aire igualmente desvalido bajo una camisa vieja que le viene muy ancha y una cara de hambre que incluso destaca entre las habituales que se ven en estos tiempos por ahí. Es de dominio público que estos empleados les duran muy poco a los Ermo y al Altube, por maltrato y cobrar una miseria, y muchos de ellos no aguantan ni el mes y desaparecen sin recibir la primera paga. Sin embargo, éste, con suaves palabras, consigue vencer la resistencia de la aldeana y que adquiera la guadaña en litigio, que se la envuelve con destreza en papel y le cobra en metálico, y en ese preciso momento surge de la trastienda Joseba Ermo, se acerca a su empleado y el dinero de la aldeana no acaba en el cajón sino en la mano del jefe, y entonces se aleja de mí Eladio Altube, pasa al otro lado del mostrador y alarga el cuello para cerciorarse de si la anotación que Joseba Ermo hace en una vieja libreta es la correcta.

– ¿Qué le sirvo? -se dirige a mí el empleado.

– Déjale en paz, que viene conmigo -gruñe Eladio Altube desapareciendo con Joseba en la trastienda.

Joseba Ermo posee el aire desaliñado y al acecho de los Ermo. No le he sorprendido cruzando conmigo una sola mirada, pero apostaría fuerte a que me ha hecho la ficha. Uno se encuentra indefenso ante ciudadanos que van por el mundo tramando planes con fines exclusivamente personales mientras duermen.

Me llegan sus voces, discutiendo. Joseba Ermo no es más sospechoso que otros de haber matado a Leonardo Altube, pero ahora está allí dentro cruzando palabras airadas con su hermano, contra el que acaso sienta encono por no haberle hecho desaparecer también en el mismo intento y así quedarse dueño absoluto de la ferretería. No puedo evitar imaginarme a Eladio Altube pensando: «Está cabreado porque no consiguió liquidarme». Y a Joseba Ermo: «No te des humos, que la próxima vez lo haré mejor». ¿Cabe que sigan relacionándose como socios, como simples seres humanos, después de lo sucedido diez años atrás? ¿Acaso Eladio Altube sabe quién es el asesino, sabe que no es Joseba Ermo?

– Siéntate ahí -me dice el empleado señalándome la única silla.

Le dirijo una seña amistosa con la cabeza y me siento, pues Eladio Altube aún me debe una revelación. Suena la escandalosa campanilla y entra un hombre vestido con buzo azul y grasiento de mecánico. Asoma la cabeza de Joseba Ermo para echar un vistazo al nuevo cliente y desaparecer.

El recién llegado necesita seis metros de cadena. Un artículo de difícil manejo sobre un mostrador. Y ruidoso. El cliente elige una no muy gruesa y el muchacho transporta el pesado enroscamiento como de culebras hasta un tornillo al extremo del mostrador. Descuelga una sierra para hierro de la pared a su espalda y toma posición sobre la cadena trabada por los labios del tornillo. Y, de pronto, el chirrido de sierra contra hierro me remite al sonido que nunca oí, que nadie oyó en Getxo, excepto las cuatro personas vivas que estaban allí cuando rompió la noche de la playa: Antimo Zalla y su hijo, Lucio Etxe y Eladio Altube. Y yo, ahora, lo escuchaba. Una cadena parecida, quizás idéntica, rodeó los cuellos de los gemelos, y una sierra idéntica cortando penosamente uno de los eslabones. Así, pues, en 1935, el sospechoso Joseba Ermo ya tenía la ferretería y pudo elegir la mejor cadena entre muchas.

Me levanto para preguntar al muchacho:

– ¿Tenéis candados?

La sierra se detiene y el muchacho y el cliente me miran. ¿Cómo no va a tener candados una ferretería? «Sí», me contesta el muchacho, y regreso a mi silla. Un buen surtido de cadenas y candados para Joseba Ermo. Aunque, también, para cualquier otro habitante de Getxo que viniera por aquí. Si bien, puestos a hilar fino, quien proyectara asesinar con cadenas y candados, no se proveería de ellos en esta ferretería sino en otra, lejana, para no dejar pistas fáciles… ¿Y por qué no se abre esa puerta y sale Eladio Altube tapándose los oídos?, ¿cómo soporta este chirrido escalofriante que inunda todo el local, un chirrido que habrá escuchado casi a diario en esta ferretería desde la terrible noche que lo escuchó atado a la peña y sabiendo que su vida dependía de la velocidad de aquella sierra? Porque el chirrido ha de llegar hasta esa trastienda. Para librarse de él, le convendría haber liquidado su parte del negocio y montar otro en el que vendiera cualquier cosa menos cadenas, sierras y candados.

El muchacho es ajeno a los ecos que despierta su quehacer. ¿Cuánto tiempo lleva moviendo adelante y atrás su herramienta? ¿Dos minutos? Se me antojan mil. Sumaré esos dos minutos a los que le restan por cercenar la cadena, a los que ha de añadirse el tiempo que tardó Lucio Etxe en alcanzar la herrería y regresar con los herreros. ¿Media hora? ¿Tiene sentido ocuparse a estas alturas de unos minutos que ya hicieron o deshicieron dos destinos?

En el muro, sobre la puerta de la trastienda, hay una esfera de reloj cuyo minutero se me ocurre controlar. Tres minutos y cuarto más tarda el muchacho en separar los seis metros de cadena. Tres minutos y cuarto en unas circunstancias favorables de que careció Antimo Zalla sobre la peña, baqueteado por los golpes de mar, de noche y con los nervios rotos por la responsabilidad; de manera que habría que añadir quince minutos más por esas circunstancias adversas, lo que nos pone en dieciocho minutos y cuarto; sin olvidar el otro tiempo precedente, la media hora que tardó Lucio Etxe en subir a Cuatro Caminos y bajar con los herreros; lo que hace unos cincuenta minutos; sin olvidar, tampoco, el tiempo a contar desde que Eladio Altube recobra la noción de las cosas y se descubre encadenado y con la marea en ascenso y, junto a él, ahogado o a punto de estarlo, su hermano. Y si esta larga agonía, compuesta de varios tiempos, ningún humano que la haya vivido la puede olvidar -y, si se necesita una ayuda, ahí está el maldito chirrido-, ¿por qué no se ha abierto aún esa puerta de la trastienda y ha salido Eladio Altube con las manos tapándose los oídos?

En el instante en que el muchacho concluye su trabajo y endereza su cuerpo, quizás una fracción de segundo antes, algo cae al suelo a sus pies con un ruido especial, quiero decir, un material perfectamente reconocible: hierro, un trozo de eslabón; bueno, dos, las dos mitades cortadas de una misma unidad. Me levanto, paso al otro lado del mostrador y me agacho para recoger mi trofeo. Los pies del muchacho se desplazan unos centímetros para facilitar mi operación, e imagino su asombro. Me incorporo y le muestro las dos piezas sobre la palma de mi mano.

– ¿Puedo quedármelas?

– Que no te vean los jefes -dice el muchacho.

Que no me pregunte para qué la quiero porque no lo sé. Ignoro igualmente si la agradable sensación de haberme hecho con algo que creo importante tiene fundamento. Hasta hoy, sólo disponía de las versiones que circularon por Getxo a raíz de la tragedia, mi caudal se reducía a viejos retazos recibidos precariamente por un mocito que estaría en otras cosas. Tampoco el esfuerzo memorístico por recuperar ese pasado -sin olvidar los contactos personales con Lucio Etxe y el de hoy con Eladio Altube- me había zambullido en el problema tanto como estos dos trozos de hierro. Es la diferencia entre los pálidos ecos del pasado, unas confesiones, seguramente desvirtuadas por el tiempo, y este rotundo envío que retiene mi mano, un fragmento no de la cadena evocada sino de la real. Con este eslabón partido estoy «tocando» el caso. Ellos se llevarían una cajetilla Lucky abierta a los labios y la retirarían con un cigarrillo menos, que prenderían con otro movimiento elegante de su mechero, lanzarían con satisfacción una larga bocanada de humo, ladearían su sombrero y rumiarían un ¡ok!