No sigo adelante, no lo pudo saber, los gemelos eran demasiado parecidos, habría de esperar a que llegaran las identificaciones o el propio Eladio lo aclarara, cosa que ocurriría más tarde. Aunque pienso que pasaron por alto un indicio: Leonardo Altube no habría pedido a Lucio Etxe que sacara a Bidane de su casa en aquellos momentos y a aquellas horas «porque no era su novio» y carecía de fuerza moral para hacerlo.
– Dejé a los padres a medio vestir en el portal y fui tras Etxe -continúa Bidane. Es natural que no se preste con agrado a mi requerimiento que, a su entender, no conduce a ninguna parte, «porque todos han olvidado o les conviene hacerlo»-. Yo nunca había pisado la casa en la que ellos vivían en Berango, aunque llevábamos cinco años de relaciones, ya sabes cómo son los pueblos. Encontré a Eladio en la cocina, sentado en una banqueta, encogido bajo una manta, junto al fuego que Lucio Etxe había encendido en la chapa con carbón antes de salir a buscarme. Lloraba y temblaba tanto que no podía ni levantarse. Me arrodillé para abrazarlo. «¡Se ahogó a mi lado y no pude hacer nada por él!», repetía sin parar. Yo no sabía entonces lo que había pasado, sólo que su hermano había muerto. No podía dejar de abrazarle ni de llorar con él. Nunca le quise más que entonces. Le amaba. Le besé, le besé en la boca. Lucio Etxe lo miró con los ojos muy abiertos, pero enseguida se puso a echar más carbón a la chapa. Así pasó mucho tiempo, hasta que lo acostamos entre los dos, después de ponerle camiseta interior y calzoncillo, pues Lucio Etxe le había quitado las ropas mojadas al llegar. Aún tardé horas en saber por qué se había mojado tanto.
Continuábamos los dos de pie, junto al mostrador. Tan penosos recuerdos no habían alterado su expresión apacible, más bien ausente, como si todo ello no le incumbiera.
Se oye un roce, aquella puerta se entreabre, quedándose así, y aumenta el volumen de las voces. He de terminar…
– Una vez repuestos del golpe, ¿en qué nombre pensasteis? Quiero decir, ¿de quién sospechasteis?
– De nadie y de todos. Prefiero no decir más.
No puedo quedarme así, no sé a qué viene su silencio, después de cuanto me ha confesado.
– ¿Quizá demasiados sospechosos? Los gemelos conocían a mucha gente, negociaban con unos y con otros, era conocida su vocación comercial, y no siempre sus socios quedaban satisfechos. Algunos despotricaban contra ellos. Los gemelos sembraban rencores, deseos de venganza. -Miro fijamente a unos ojos que no se abren-. Y no debemos limitarnos a los socios, a cualquier vecino se le puede enfurecer, bien con causa o sin ella. Todos sabemos que Félix Apraiz los acusaba de atar el palangre a su argolla.
– Ese hierro no tenía puertas, cualquiera lo podía usar -expone la mujer.
No sigo, no le pregunto, por ejemplo: «Pero ¿lo usaban?».
Se abre del todo la puerta y salen los dos socios. Joseba Ermo echa un vistazo al mostrador, luego a la mujer y a mí, y abre un cajón, por si hay dinero que no se le entregó. Cruza la tienda y sale sin ni siquiera un gesto de despedida. Supongo que Eladio Altube le habrá informado de mi insignificancia, de que los libros dejan escasas ganancias; y Bidane Zumalabe parece acostumbrada a semejante trato.
Eladio Altube abre la cesta, huele el contenido, acerca una silla al mostrador y se sienta. Su mujer saca de la cesta una servilleta de cuadros y la extiende sobre el mostrador a modo de mantel y deposita encima una tartera, que abre, y lleva una cuchara hasta la mano del hombre, quien se pone a comer afanosamente las alubias rojas. Afanosamente, sin masticar apenas, la boca llena en todo momento, y, con la lengua así impedida, me dice a borbotones:
– Vamos a escape.
Únicamente los obreros se llevan una tartera de casa para comer a mediodía en el andamio o sobre un lingote. Pero él no es un obrero, sus negocios han de proporcionarle beneficios que sumar a los conseguidos en una carrera crematística de veinticinco años. ¿No le permite su actividad siquiera tomarse un par de horas para comer en casa -en Zumalabena, no demasiado lejos-, sobre mesa decente, los platos que le guisa su mujercita con amor? ¿No le demuestra amor viajando con la cesta a la cita del mediodía? Seguro que no siempre en este local sino en la granja, la playa, el bosque o cualquier insólito lugar del que extraer rentas. Siempre tendría a mano una simple tasca, por no hablar de restaurante.
Eladio y Leonardo empezaron a tomarle gusto al dinero muy pronto, creo que con dieciséis años; Efrén Baskardo los empleó en su funeraria y hubo de despedirlos porque le robaban; fue el inicio de una frenética carrera de un cuarto de siglo, hasta hoy: de pequeño tráfago mercantil, no interrumpido por el asesinato de Leonardo que, a estas alturas, obliga a preguntarnos: ¿para qué tanto dinero?, ¿en qué lo gastaban?, ¿en qué lo gasta ahora Eladio?
Bidane Zumalabe se ha retirado con su cesta después de despedirse de mí con una mirada que, en todo caso, tenía que haber sido de antipatía o lo contrario, nunca de inquietud, que es la impresión que me ha dado. El matrimonio no ha cruzado una sola palabra.
– Tengo que salir y el chico aún no ha regresado -gruñe Eladio Altube, ya fuera de su banqueta. Tan escaso tiempo le concede para comer. Pero es justo: es el mismo que se concede él.
– Si me informas de cómo fue el segundo atentado, no te molesto más.
– Te llevaré al sitio, no me molestas.
– ¿Al sitio?
– La playa.
– ¿También la playa?
– Pero con otra hostia.
Sale a la calle y yo con él, mira arriba y abajo, cierra la puerta con llave y echamos a andar, él mascullando, pero calla al cruzarnos con un hombre, y se vuelve para mirar la espalda que se aleja. «Este jodido me viene ahora…», le oigo. El hombre llega a la puerta de la ferretería y acciona el picaporte. Eladio Altube se precipita a regresar.
Diez minutos después lo tengo otra vez a mi lado.
– Quería un tirafondo de los pequeños -se justifica.
Luego, él y una mujer hablan a la puerta de la casa de ella, en el barrio de Abasota. «No te puedo dar hoy, ven en una semana», dice la mujer. «Con todos los plazos me haces esto», gruñe Eladio Altube, «se acabaron para ti los préstamos. Hablaré con tu marido.» «¡No, no, por favor! En cinco días te doy el dinero.»
– No sé por qué piden un préstamo si luego no pueden pagar -protesta Eladio Altube al retirarnos.
– Precisamente por eso.
Me mira y calla. También, prestamista. Eran finos los gemelos. Llamamos a tres puertas más y le abonan en dos. Luego echa un vistazo a una pequeña granja de cerdos en los altos de la playa, y finalmente bajamos. Me invita a sentarme en la arena en un tono que parece fuera suya. Y quizá sea así, que tenga más derecho que quienes no hemos perdido a un hermano en ella.
– Antes, con Leonardo, era un juego. -Se expresa con cansancio y como si hubiera adivinado mi pensamiento-. Y no sólo éramos más jóvenes. En todos los trabajos se suda, pero con él era distinto, porque contaba chistes.
– ¿Chistes? -me asombro-. Siempre os tuvimos por serios y concienzudos. Y, si os gustaba reír, ¿por qué jamás se os vio en fiestas y tabernas?
Eladio Altube se me encara:
– La gente nunca comprendió a los gemelos. ¿Crees que íbamos a cambiar porque no nos comprendieran?… Escucha, investigador: lo único que verdaderamente nos divertía era negociar, andar listos para meter la cabeza en cualquier asunto que prometiera. Entre risas, Leonardo y yo inventábamos empresas nunca vistas en Getxo. Nos divertíamos mucho. Hoy no tengo sus chistes y todo es distinto.
– Quizá no te diviertas, pero sigues.
Hunde su mirada en la arena.
– Leonardo aún está conmigo. Lo siento cerca. El hijo de puta que lo mató no se salió del todo con la suya.
– Pero aún lo sientes al acecho, ¿no? ¿Cómo fue el segundo intento?
Su mirada salta como un rayo de la arena a mis ojos.
– Algas -pronuncia con expresión chispeante.
– ¿Algas?
– Hace años, Leonardo y yo nos dedicamos durante un tiempo a recoger esos yerbajos que los temporales de invierno arrojan a la playa. Contratábamos a hombres para que las cargaran en carros de bueyes. No sólo eran regaladas sino que el Ayuntamiento tenía que habernos pagado por limpiar la ribera. Una fábrica sacaba de ellas porquerías para laboratorios… Una noche de invierno y de algas bajé a la playa a recordar aquel tiempo, y un golpe en la cabeza me dejó sin ser. Al abrir los ojos estaba enterrado en una oscuridad gelatinosa que me envolvía con mil tentáculos. Tenía sujetos muñecas y tobillos con esos tentáculos y, sobre mi cabeza, un gran peso chorreante me aplastaba. Me ahogaba. Entonces recordé las algas y comprendí que estaba enterrado en ellas, que alguien me había enterrado. No podía respirar y las algas entraban en mi boca si la abría para gritar. Si culebreaba para apartar algas, alguien desde fuera amontonaba nuevas… ¡y el muy cabrón daba saltos encima para aplastarlas más y más! Hasta que pude sacar la cabeza. Tres hombres se acercaban por la playa, los que habían espantado al hijo puta. Pasaron de largo sin que yo les llamara: ya no me hacían falta. Ocurrió en 1941.
La peña de Félix Apraiz queda en la otra punta de la playa. Siempre la playa.
– No te veo preocupado por un tercer ataque. ¿Piensas que, después de cuatro años, te dejará en paz?
– La procesión va por dentro.
– Yo, en tu lugar, no volvería a pisar la playa de noche. -Se encoge de hombros-. ¿Sospechas de alguien? -Otro encogimiento de hombros-. Claro, tenéis negocios con tantos… Bueno, ahora tienes sólo tú. Aunque todo empezó con tu hermano vivo. ¿No te atreves a dar un nombre? ¿Félix Apraiz?
– La gente es demasiado quisquillosa.
– ¿Félix Apraiz? -repito-. Él u otro, es alguien que parece tener querencia a la playa.
– A la ribera bajan muchos pescadores.
– Pero a él le hinchasteis mucho las narices.
– La gente de Getxo es muy quisquillosa.
– Tienes otro nombre en la cabeza, ¿verdad?
– Y tú tienes metido a Félix Apraiz. Ya me contarás qué te dice cuando le veas.
– ¿Por qué piensas que le veré?
Saltan dos chispas de burla en sus ojillos.
– ¿No eres tú el investigador?