– ¿Algas?
– Hace años, Leonardo y yo nos dedicamos durante un tiempo a recoger esos yerbajos que los temporales de invierno arrojan a la playa. Contratábamos a hombres para que las cargaran en carros de bueyes. No sólo eran regaladas sino que el Ayuntamiento tenía que habernos pagado por limpiar la ribera. Una fábrica sacaba de ellas porquerías para laboratorios… Una noche de invierno y de algas bajé a la playa a recordar aquel tiempo, y un golpe en la cabeza me dejó sin ser. Al abrir los ojos estaba enterrado en una oscuridad gelatinosa que me envolvía con mil tentáculos. Tenía sujetos muñecas y tobillos con esos tentáculos y, sobre mi cabeza, un gran peso chorreante me aplastaba. Me ahogaba. Entonces recordé las algas y comprendí que estaba enterrado en ellas, que alguien me había enterrado. No podía respirar y las algas entraban en mi boca si la abría para gritar. Si culebreaba para apartar algas, alguien desde fuera amontonaba nuevas… ¡y el muy cabrón daba saltos encima para aplastarlas más y más! Hasta que pude sacar la cabeza. Tres hombres se acercaban por la playa, los que habían espantado al hijo puta. Pasaron de largo sin que yo les llamara: ya no me hacían falta. Ocurrió en 1941.
La peña de Félix Apraiz queda en la otra punta de la playa. Siempre la playa.
– No te veo preocupado por un tercer ataque. ¿Piensas que, después de cuatro años, te dejará en paz?
– La procesión va por dentro.
– Yo, en tu lugar, no volvería a pisar la playa de noche. -Se encoge de hombros-. ¿Sospechas de alguien? -Otro encogimiento de hombros-. Claro, tenéis negocios con tantos… Bueno, ahora tienes sólo tú. Aunque todo empezó con tu hermano vivo. ¿No te atreves a dar un nombre? ¿Félix Apraiz?
– La gente es demasiado quisquillosa.
– ¿Félix Apraiz? -repito-. Él u otro, es alguien que parece tener querencia a la playa.
– A la ribera bajan muchos pescadores.
– Pero a él le hinchasteis mucho las narices.
– La gente de Getxo es muy quisquillosa.
– Tienes otro nombre en la cabeza, ¿verdad?
– Y tú tienes metido a Félix Apraiz. Ya me contarás qué te dice cuando le veas.
– ¿Por qué piensas que le veré?
Saltan dos chispas de burla en sus ojillos.
– ¿No eres tú el investigador?
6
A esta puerta le falta algo, su mitad superior está desnuda. Ellos, en el cristal de la puerta de sus oficinas, hacen pintar un nombre, el suyo. Yo también pondré el mío: «Samuel Esparta. Investigador Privado». Es posible que alguien despistado que me necesite para resolver un misterio, quede desconcertado al descubrir en el frontis «Librería Beltza» y pase de largo; un establecimiento de doble actividad debe asumir estos riesgos. Nuestros clientes habituales, más bien escasos, entrarían sin apenas advertir el nuevo letrero, que figuraría en letras discretas. Otros, entenderían que el librero es un extraño investigador de libros, y, no sabiendo qué es eso, dudarían si entrar o no, y los más valientes se decidirían. Sólo los que buscan resueltamente al verdadero Samuel Esparta sabrán que han llamado a la puerta debida y escucharán de mí el «Cuénteme».
Hum, y todavía no he encargado tarjetas de presentación. -Qué hay -saludo a Koldobike.
No le estoy reclamando cómo ha ido la cuenta del día, es nuestro saludo familiar en Getxo. Sus palabras me llegan al descubrir el desorden reinante:
– Una visita de ellos.
– ¿Ellos?
Tras una fracción de segundo tontamente ilusionado -«ellos»-, estanterías vacías y muchos libros por el suelo me hablan de otros ellos, los que nos vigilan desde la entrada de las tropas franquistas.
– Llegaron como un nubarrón y, mientras uno me interrogaba, los otros dos lo ponían todo patas arriba. ¿Qué creían que teníamos detrás de los libros? Sólo buscaban hacer daño. Tu mesa también está buena. Me dijeron: «Dile que no juegue a los policías, que para eso ya estamos nosotros. Que es el primer aviso». Estoy ordenando un poco todo esto. ¿Cuándo dejarán de recordarnos que ganaron la guerra? ¡Una patada es lo que me entran ganas de darles!
Los cajones de mi despacho están vacíos en el suelo, y los papeles que contenían, ya recogidos, forman un solo montón sobre la mesa. Y, de pronto, estalla ante mí el fulgor de platino que se me pasó al llegar. Casi derribo el biombo al regresar junto a Koldobike, agachada, recuperando libros del suelo.
– ¡Lo has hecho!
La pongo en pie tomándola de los hombros. No puedo retirar los ojos de estos cabellos luminosos.
– No tenías ninguna verdadera obligación.
– Corría prisa, ya habías empezado a escribir la novela y quería estar guapa.
– Sé lo que significa el pelo para las mujeres.
– ¡Chanfainas! ¿No eres Samuel Esparta? Esta vez vas a hacer una buena novela, y si quiero ser su secretaria tenía que teñirme de rubia para meterme en ella. Te recuerdo que, además de vender los libros de Chandler y de Hammett, los leo. Sé de ellos tanto como tú mismo, me gusta lo que hacen y cómo lo hacen, y te asombraría saber lo que sé de sus secretarias.
No gira la cabeza, son sus ojos los que miran a otro lado mientras me dice todo esto. En cinco años es la primera vez que vivimos un momento tan curioso.
– No tenías que llegar a tanto para que yo me crea uno de ellos.
– Me lo pediste.
– Sí, pero no pareces la Koldobike que todos conocíamos. A cambio, Samuel Esparta ya tiene una secretaria sofisticada. Bien. ¿Y si estoy yendo demasiado lejos? Es en la escritura en lo que debería centrarme.
El giro brusco de su cuello me envía que, bajo el esplendor de su nueva cabellera, vibra la Koldobike de siempre. Ya tengo su mirada demoledora sobre la mía.
– Locura o no locura, tu novela ya lleva cuarenta y ocho horas en marcha. Ayer estabas como un flan con tu nuevo juguete: ¿qué tal te ha ido hoy con Eladio Altube?
– La novela ya cuenta con otro buen capítulo -le aseguro-. Y más: funciona sola. El pobre escritor no tiene que inventar nada, a Dios gracias, porque todo se lo dan hecho. Después de diez años muerto, este caso resucita entre las manos de Samuel Esparta y está muy vivo, como si le hubiera estado esperando. Samuel Esparta es un loco con suerte.
Los ojos de Koldobike refulgen como su cabello.
– Chitón de una vez con eso de la locura, en la que yo no creo ni tú tampoco. Atrévete a negarlo.
Naturalmente, no me atrevo. Aunque también los locos creen que no están locos.
– Falangistas, ¿no?
– Sí, putos falangistas.
– ¿Cómo saben que yo…?
¡Eladio Altube! Seguro que son los tres que recogieron aquellos huevos en su granja. Llevan demasiados años decidiendo vidas y muertes y no quieren competencia. Aunque lo mío nada tiene que ver con sus «paseos» y fusilamientos.
Busco en los libros del suelo, al pie de las estanterías de la negra, hasta dar con La dama del lago, de Chandler, y Cosecha roja, de Hammett, y los devuelvo cuidadosamente a su altar.
– Que contemplen desde ahí arriba la violencia que tenemos por aquí.
Koldobike me obsequia con una mirada de reojo indescifrable antes de reanudar su recogida de libros.
– Parece que te alegras de estar en su punto de mira -silba.
Estoy reintegrando los papeles de la mesa a sus respectivos cajones.
– Eladio Altube me ha dado muchas noticias -digo-. He pasado el día con él, he conocido muy de cerca algunos de sus negocios, en su ferretería he visto actuar a Jo-seba Ermo, he conocido a Bidane Zumalabe… Necesitaré toda la noche para ordenar tanto informe. He tenido bajo mi lupa a personajes muy interesantes. Creo, incluso, que los diez años transcurridos no sólo no han oscurecido el misterio sino que lo están acercando a su maduración.
– ¿Alguna pista?
– Entiéndeme… No, no tengo ninguna pista. ¿Cómo te lo explicaría? Siento que ha empezado a resquebrajarse el muro.