– ¿Tan pronto? Ni que fueras la purga de Benito.
– ¿Qué pensarías si te cuento que a Eladio Altube intentaron mandarle al otro barrio en dos ocasiones más? Él me lo ha revelado. No lo sabíamos, nadie lo sabía, ni siquiera Bidane Zumalabe, pude comprobarlo. Él no quiso asustarla. Que quede entre nosotros.
– Bien, jefe.
Koldobike lanza un suave ay, se pone en pie y se dirige con celeridad a su mesita y recoge un pequeño envoltorio.
– Se me olvidaba -dice, llegando hasta mí y entregándomelo-. Cuando cerré al mediodía, una vecina me soltó que te había visto con el gemelo por Sarrikobaso, y me dije: «Mi jefe se queda hoy sin comer».
Entreabro el papel de estraza y aparecen dos tortas de talo cobijando un chorizo.
– ¿Por qué pensaste esa tontería?
– ¿Has comido?
– No.
Se dirige ahora a la puerta, comentando: «Ese Altube no da ni la hora», y la cierra por dentro con el pestillo: aún no ha concluido la jornada y la librería no está en condiciones de atender a nadie.
Con el primer bocado descubro que tenía hambre. El chorizo, asado, ha empapado sus cubiertas e hilillos de grasa roja se deslizan entrañablemente entre mis dedos. Cojo del baño la pequeña toalla y me siento en mi oficina. Mientras mastico, sigo los movimientos arriba y abajo de Koldobike, embutida en una falda demasiado angosta. Dentro de un tubo de metal no se movería peor. Al menos, no es una falda corta, le cubre las rodillas. Y lleva medias, a tono con las normas implantadas por el párroco de San Baskardo, el carlistón don Eulogio, en junio de 1937, para todo Getxo y aún en vigor, a pesar de su jubilación hace un año. La falda, angustiosamente ceñida, revela unas caderas -que siempre tuve por escurridas- llenas y redondas. Ellas, y la nueva cabellera, me la convierten en otra. Yo también soy otro y, además, con nuevo nombre. Son ingredientes de la nueva novela que, milagrosamente, marcha.
– Te convendría un par de días de siesta entre un interrogatorio y otro.
– Imposible. La novela tiene un ritmo.
– Lo decía por esa gentuza de camisas azules. Llevan años practicando con nosotros el tiro al blanco.
– Fue una bravata.
– Te matarán.
– Tomaré una decisión cuando lo hagan.
– Engordas de felicidad inventando frases para tu novela.
Mastico el último bocado -he venido hablando con la boca llena-, me limpio las manos con la toalla y la devuelvo a la barra del baño.
– El bocadillo estaba muy bueno, encanto.
Koldobike es la mujer que menos ríe de cuantas conozco, a pesar de que toda ella está hecha de sarcasmo.
– Vete a casa, que no te han visto el pelo en todo el día. Cena de fuste y duerme sin pensar en nada, puesto que sólo estás a verlas venir, según dices. Y mañana te levantas a la hora de los ricos.
– Tengo que hacer de escribano.
– Nadie te espera, todo estará parado hasta que llegues.
– ¿Por quién empezarías tú a cualquier hora?
– Te diría un nombre si fuera mañana por la tarde. -Suspiro y pongo cara de niño bueno-. Félix Apraiz.
– Siempre la playa.
– Aunque no se mata a nadie por una argolla. Además, el último que los habría atado a ese hierro es Félix Apraiz.
– A no ser que buscara que todos pensasen como tú lo acabas de hacer.
Mis dedos tropiezan en el bolsillo de mi chaqueta con dos piezas duras y olvidadas. Las cojo y se las muestro. Intento explicarle la razón de tenerlas conmigo, pero creo que no lo consigo.
– Recuerda que la hija de Félix Apraiz, Alodi, murió hace un año cerca de la playa aplastada por la carreta de Lecumberri. Que tu pluma se acuerde de ella antes de meterte en harina.
7
Lo primero que oigo al salir del cuarto es la voz de mi hermana:
– Déjale, ama.
Aquí está ama, sí, mirándome y reprimiendo las ganas de decirme cuatro cosas. Aún no ha digerido que mi mejor traje salga del armario en días laborables. La comprendo bien, le asiste una doble razón: heredé de mi padre un traje que él sólo llevó dos veces, mi hermana lo ajustó a mis medidas inferiores y no puede evitar el ver dentro de él, simultáneamente, al marido y al hijo, y al primero tanto vivo como muerto, pues ella siempre lamentó no haberle enterrado con él.
– Hoy vendré a comer -digo, sentándome a la mesa de la cocina. Quizá no tenga sentido ponerse a desayunar faltando el café. ¿Cómo empezar el día sin el teúrgico café con leche? De los últimos gramos adquiridos a precio de oro en el estraperlo ama guarda un dedal para hipotéticas visitas. Desayunamos un tazón hasta arriba de leche con sopas de pan negro.
– Ama -oigo a mi hermana para frenar la nueva carga de ama.
Sí, recuerdo a la hija de Félix Apraiz. ¿Cómo no la voy a recordar con lo bonita que era? Tendría un par de años más que yo. Su novio, Ismael Jáuregui, murió en la guerra y ella lo siguió esperando como si viviera. Vestida de negro, para el pueblo fue una verdadera viuda. Así, hasta octubre del pasado año, en que una rueda del carro cargado de arena del carretero Lecumberri le pasó por encima. Ocurrió a cien metros de la playa, en el camino que Alodi recorría a diario con su burro cargado con las cantimploras del reparto de la leche. El viaje de puerta en puerta no le obligaba a pasar por allí, pero pasaba. ¿En recuerdo del primer beso en aquella playa o por contemplar el caserío de los Jáuregui, a un paso del lugar del accidente? Supongo que más de uno sospechará lo que yo: que una lenta carreta sólo puede arrollar a quien sorprende en un momento de éxtasis.
Pienso en todo ello caminando ya por San Baskardo. Aserena se llama el caserío de los Apraiz, de los más viejos de Getxo, uno de los cuarenta y ocho primitivos y fundacionales, según la leyenda. Y pienso en mi atrevimiento al pedir a unos padres que se sobrepongan a su dolor para responder a preguntas sobre un viejo crimen en el que el marido fue altamente sospechoso y que, por no haberse resuelto, aún lo sigue siendo.
Recorro en sentido contrario el sendero entre huertas que Félix Apraiz debe tomar para dirigirse a la playa y atar el palangre a su argolla, suponiendo que lo siga haciendo. ¿Por qué no? Se le tiene por uno de los mejores pescadores de nuestra ribera, si no el mejor -es el único que ha visto al Negro, el congrio gigante, en toda su longitud-; y tanto la caza como la pesca son venenos poderosos.
Invado terrenos de Aserena a través de un hueco sin puerta en el muro de arbustos. El nuevo sendero cruza elevados maizales en su última fase seca y amarillenta. Y, de pronto, Aserena, silencioso, con una parra bien cargada ensombreciendo el portalón. Se abre, con ruido de madera vieja, la puerta doble de la cuadra y salen un burro y una vaca y, tras ellos, una aldeana esgrimiendo un palo, pero los animales conocen su camino y sobra la intervención de Elixane, pues no hay duda de que es ella. La vaca y el burro pisan territorio propio y me aparto para que pasen, con la mujer detrás.
– Buenos días, Elixane.
Si se ha asombrado, no lo demuestra: farfulla un sonido gutural y sus ojos pasan de refilón sobre mi rostro. Espero a que deje a los animales en un prado verde y regrese, un breve viaje que se me antoja inútil, si bien lo necesita para localizarme en su censo particular.
– Eres Bordaberri -dice al llegar frente a mí-. Hijo de Vicente. Vicente estuvo con Félix en los montes. -Se refiere a la guerra-. Pero unos vuelven y otros no… La madre, ¿bien?
– Sí, gracias.
Koldobike me suele poner al día de nuestra gente de Getxo. Félix Apraiz estuvo en un «batallón de trabajadores» hasta hace un par de años: del 37 al 43 se hizo todas las carreteras de España, sin soldada, pagando sus deudas a Franco. Regresó a tiempo de ver morir de mala manera a su hija.
– Acabo de regresar del reparto. Antes teníamos tres vacas -dice Elixane, volviendo a medias la cabeza hacia el prado-. ¿Vienes de la iglesia?