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Me toco la corbata.

– Daba un paseo… ¿Está Félix? Me gustaría hablar con él.

– ¿Pasa algo?

– No, tranquila, sólo unas preguntas.

– Anda fuera. De pesca.

Claro. ¿Y por qué no interrogar a la propia Elixane?

– ¿Con palangre?

Mira a un lado y a otro antes de susurrar:

– Ha dejado de tenerle miedo. Después de aquello, no quiso ni ver el palangre, ni se acercaba a esa peña. Y lo mismo cuando le soltaron del «batallón de trabajadores». Pescaba, sí, pero nada de palangre; ganchos y caña. Pero ha vuelto. Hace sólo unos meses. Hoy ya ha salido otra vez de madrugada con el palangre. Buena señal.

– ¿Buena señal?

– Sí, alguna vez se le tenía que pasar el mal trago. Lo pasó muy mal. Comía poco, perdió carne. ¡Aquellos pobres chicos allí atados! Serían unos trastos, pero no dejaban de ser criaturas de Dios. «¡Si yo no hubiera puesto esa argolla!», no se cansaba de decirme Félix a todas horas.

No he tenido que sacarle el tema.

– Pero antes de que muriera uno de los dos gemelos…

– Coitaos.

– … antes, ¿no le ponía furioso que los gemelos usaran su argolla sin su permiso?

– Sí, echaba chispas. «¡Cuando los coja…!», decía. Pero nunca los cogió. Eso sí: cuando bajaba a la ribera y se encontraba con el palangre de la pareja, lo soltaba del hierro para que se lo llevara la mar. Los gemelos pronto se hacían otro. Decía Félix que si la ribera fuera un bosque, les pondría un cepo de osos.

– ¿Cuándo os enterasteis de la tragedia?

– Estábamos repartiendo las leches. En el pueblo no se hablaba de otra cosa. A la vuelta se lo cuento al marido, que aquella noche, como no cogía el sueño, había salido a tomar el fresco… Son historias viejas.

– Pero que me interesan.

– ¿Te interesan? ¿Por qué? -Elixane cambia de expresión, deja de ser una cansina contadora de recuerdos para convertirse en un organismo en alerta-. Pero él no fue -musita con el mismo terror que hubo de experimentar en la guerra.

Me apresuro a tranquilizarla:

– Nadie le acusa, ni entonces ni ahora. Aquello ocurrió por igual para todo el pueblo.

No las tiene todas consigo.

– Entonces, tú…

– Es simple curiosidad. Pregunto y pregunto para no dejar nada pendiente. Sólo una persona debe inquietarse de que alguien husmee en nuestro pasado. Y tú, Elixane, estás segura de que esa persona no es Félix.

– ¡Claro que no es Félix! Así que para esto te has puesto tan elegante…

Con un «los trabajos no se hacen solos», da la vuelta y se dirige al portalón, y cuando le pregunto: «¿Puedo esperar aquí a Félix?», la espalda me contesta: «Él te dirá cuando venga».

Es media mañana, el tibio sol de septiembre me envía uno de sus últimos favores de este año y regreso al hueco entre arbustos para sentarme en una piedra. He dejado de ser bienvenido por Elixane, sorprendo en ocasiones su pequeño y blanco rostro atisbándome tras los cristales de un ventanuco.

Intercambio saludos con las ocasionales personas que pasan por el camino. Espero reconocer a Félix Apraiz cuando aparezca, los ausentes por la guerra y la posguerra regresan irreconocibles.

¿Qué debo deducir de la actitud de Elixane?, ¿debo deducir algo? El miedo se ha convertido en hábito entre nosotros. No sería preciso que Félix Apraiz fuera el criminal y ella lo supiera, o lo sea y tema que los demás le señalen. En cualquier caso, esa carita que me vigila esperando que me vaya tiene mucho miedo.

La idea que conservo de su marido es la de un hombre de estatura media, fibroso y de pocas palabras… Creo que es ese que aparece en la distancia: coinciden la estatura y la ausencia de grasa, e informa mucho de una persona su ritmo suave al caminar, su bamboleo o su ausencia; el de Félix Apraiz es leve. Porta un pequeño saco con la captura del día, un cestillo con aparejos enrollados, un par de hierros de eskarras y pulpos de dos longitudes, jersey grueso y viejo sobre una camisa de cuadros, igualmente vieja, pantalones de mahón con parches y gastadas alpargatas para no resbalar sobre las peñas, y en su rostro, al verme, una tranquila curiosidad manifiesta en su mirada fija sobre mí ya desde lejos. Me emociona la irreductible boina formando cuerpo con aquel cráneo de un vencido.

– Buenos días -digo.

– Qué hay -dice.

– Soy Sancho Bordaberri. Ya he hablado con tu mujer.

No me facilita las cosas; me refiero a que me ha obligado a pronunciar el nombre que debo enfundar, en lo posible, en tanto vivo mi nueva realidad.

– Así que ya has hablado -repite.

– Sí, acerca de lo que ocurrió hace diez años en tu peña…, en la peña de la playa que llaman tuya. Leonardo Altube.

Todo parece haber sido ensayado: su inmediato y lento movimiento con mi última palabra hasta llegar a una piedra, depositar sus trastos en el suelo y sentarse en ella.

– Yo no estaba allí -aclara.

Lo asombroso es que, pareciendo su frase un paraguas para capear el tema resbaladizo, su expresión indica que se halla dispuesto a continuar…, previa advertencia de que él no es la mejor fuente.

– Lo sé, pero quiero recoger informes de unos y de otros, estuvieran o no allí… He hablado con Lucio Etxe, que dio el aviso; con Eladio Altube y su mujer, Bidane. Sus testimonios, y los de otros, me serán muy válidos para localizar al que mató… ¿No sería bueno para Getxo? -Su mirada parece decir que sí-. Comprendo que te resulte bastante incómodo: eres uno de los que más motivos pudo tener…

– Sí, eran unos demonios -me corta.

– No señalo a nadie. Mi función es la de mosca cojonera.

– Está bien.

– ¿Está bien?

– Sí, ya era hora. -Félix Apraiz tiene una agradable sonrisa-. Ni siquiera la mujer me hablaba. Silencio. Lo mismo que todo el pueblo: cerrar la boca cuando me acercaba. ¿Y cómo no iban a hablar de aquello tan terrible? Hablaban a mi espalda. En diez años tú eres el primero.

Me lo imagino soportando el silencio de un pueblo que sospechaba de él.

– Hubo de ser duro…

Arruga la frente y da un manotazo al aire.

– ¡No! Sólo bocas cerradas en el asunto del pobre chico. En lo demás, igual. Creo que hasta la mujer me hablaba más que antes: de todo, menos de aquella noche. Como si alguien la hubiera borrado del calendario que teníamos en la cocina. Si yo la mentaba, ella corría a otro cuarto. Y si yo la mentaba en La Venta, todos bajaban la cabeza y empezaban a hablar de otra cosa. Por lo demás, iguaclass="underline" de fútbol, de pescas, de cosechas, de política. Yo con ellos y ellos conmigo. Pero nombrar a Leonardo ¡y todos se quedaban sin lengua!

Coge un palito y se pone a escarbar el suelo.

– Y tú, tú ¿qué piensas?

– No cuelgo a nadie la culpa, sólo busco pruebas. Si tuviera al criminal, pondría el punto final a la novela.

– ¿Novela?

Me mira de otro modo, es el primer cuerpo extraño que irrumpe en nuestra conversación. ¿Por qué pienso que es la única persona que me puede entender o, al menos, aceptar mi nuevo papel?

– He dejado de llamarme Sancho Bordaberri, ahora soy Samuel Esparta…, al menos, por un tiempo. Un nuevo nombre para un nuevo trabajo. Escribo mis pasos y os escribo a vosotros, la novela soy yo y sois vosotros… Aunque no lo entiendas del todo, no hay mala intención.

– Adelante. Me gusta oír hablar a alguien de aquella barbaridad…, sea novela o no novela.

– Es un libro que estoy escribiendo y algún día la gente contará la historia en La Venta. Sería buena señal, porque si no descubro a ese mal nacido que anda por ahí, no hay final, no hay novela. Por eso hablo con todos vosotros.

Se rasca la cabeza metiendo la mano por debajo de la boina.

– Ninguno te dirá «yo he sido». Eres un coitao.

– Ni lo espero. Samuel Esparta buscará pistas sin descanso, pistas que le lleven a…